Heaven, Texas
Para todas mis viejas amigas de La Liga de la Leche [1].
Gracias por ser las primeras en decirme que os gustaba lo que escribía.
capítulo 1
– ¡Un guardaespaldas! ¡No necesito un jodido guardaespaldas!
Las puntas plateadas de las botas vaqueras de piel de serpiente de Bobby Tom Denton centellearon bajo la luz del sol cuando el ex-futbolista atravesó la alfombra y plantó los talones de sus manos sobre el escritorio de su abogado.
Jack Aikens lo miró con cautela.
– Windmill Studios piensa que sí.
– No me importa lo que piensen. Todo el mundo sabe que no hay ni una sola persona en el sur de California que tenga ni una pizca de sentido común. -Bobby Tom se incorporó-. Bueno, puede que algunos rancheros, pero nadie más. -Acomodó su larguirucha silueta en una silla de cuero, apoyó las botas sobre el escritorio, y cruzó los tobillos.
Jack Aikens observó a ese hombre que era su cliente más importante. Hoy Bobby Tom vestía casi conservadoramente, unos pantalones de lino blancos, una camisa de seda color lavanda, sus botas púrpuras de piel de serpiente y un sombrero vaquero gris claro. El ex-receptor no iba a ningún sitio sin su sombrero stetson. Algunas de sus novias llegaban a jurar que no se lo sacaba siquiera para hacer el amor, aunque eso Jack no se lo creía. Bueno, Bobby Tom se enorgullecía de ser texano, aunque su carrera profesional lo había obligado a pasar la mayor parte de la última década viviendo en Chicago.
Con su atractivo de modelo de portada, su sonrisa matadora y sus dos anillos de ganador de la SuperBowl, Bobby Tom Denton era el niño mimado más famoso del fútbol profesional. Desde el comienzo de su carrera la audiencia televisiva había quedado encandilada por su aire provinciano; pero los jugadores rivales no habían quedado tan encandilados por su encanto de niño bueno. Sabían que Bobby Tom era listo, decidido y difícil de atrapar. No sólo había sido el receptor más destacado de la NFL, sino que también había sido el mejor en su puesto y cuando una lesión en la rodilla, cinco meses antes de que se jugara en enero la SuperBowl, lo había obligado a retirarse con sólo treinta y tres años había sido natural que Hollywood mostrara interés en convertirle en el último héroe de sus películas de acción y aventura.
– Bobby Tom, los de Windmill tiene derecho a preocuparse. Te pagan bastantes millones de dólares para que ruedes tu primera película con ellos.
– ¡Soy futbolista, no una jodida estrella de cine!
– En enero, pasaste a ser un futbolista retirado -señaló Jack-. Y fuiste tú quien firmó el contrato para rodar esa película.
Bobby Tom se quitó su sombrero de vaquero, se pasó una mano entre su grueso cabello rubio y se volvió a poner el sombrero.
– Estaba borracho y buscaba darle un nuevo rumbo a mi vida. Deberías de haber impedido que tomara decisiones tan importantes cuando estoy bebido.
– Somos amigos desde hace mucho tiempo, y aún no te he visto borracho, así que esa no es una excusa. Y resulta que eres uno de los hombres de negocios más listos que conozco, así que sin duda alguna no necesitas el dinero. Si no hubieras querido firmar ese contrato con Windmill, no lo habrías hecho.
– Bueno, pues he cambiado de idea.
– Te he visto firmar más contratos de los que puedo contar, y nunca te he visto romper uno. ¿Estás seguro que quieres comenzar ahora?
– No he dicho que fuera a romper el maldito contrato.
Jack se levantó y colocó un par de carpetillas y cogió un tubo de Tums [2]. Se conocían desde hacía una década, pero sospechaba que no conocía a Bobby Tom mejor que el peluquero que le cortaba el pelo. A pesar de su amabilidad y simpatía, el ex-jugador de fútbol era muy celoso de su privacidad. Jack no lo culpaba. Todo el mundo quería algo de Bobby Tom y el futbolista había aprendido a protegerse. En opinión de Jack, no siempre lo conseguía. Todos los ex-compañeros, mujeres o vecinos de su ciudad natal con algún tipo de infortunio habían llegado a considerar a Bobby Tom una presa fácil.
Jack abrió el tapón plateado del bote de Tums.
– Sólo por curiosidad. ¿Sabes algo de actuar?
– Caramba, no.
– Me lo figuraba.
– No veo que importancia puede tener. Todas las películas son iguales, todo lo que se tiene que hacer es dar una patada en el culo a alguien y desnudar a un par de mujeres. Caramba, yo lo llevo haciendo desde los ocho años.
Ese tipo de comentarios era típico de Bobby Tom Denton, y Jack sonrió. A pesar de lo que su cliente dijera, quería creer que Bobby Tom tenía intención de hacer una película de éxito. Lo conocía lo suficiente como para saber que no iba a cobrar por algo que no tuviera intención de hacer lo mejor posible, desde comprar tierras hasta acciones de nuevos negocios. Aunque de todas maneras se estaba tomando su tiempo.
Jack se reclinó en su silla.
– Hablé con Willow Craig de Windmill hace un par de horas. Es una mujer tremendamente infeliz, sobre todo desde que insististe en que los exteriores se rodaran en Telarosa.
– Necesitaban un pequeño pueblo en Texas. Sabes lo mal que va allí la economía.
– Creía que intentabas mantenerte alejado de allí algún tiempo, especialmente con toda esa locura del festival para revitalizar el pueblo.
Bobby Tom se estremeció.
– No me lo recuerdes.
– Pero el hecho es que tienes que ir allí. Windmill ya ha trasladado al equipo y todos los empleados, pero como tú no estás aún no pueden empezar.
– Les dije que iba a ir.
– Igual que les dijiste que ibas a ir a todas esas pruebas de vestuario que habían programado hace dos semanas en Los Ángeles.
– No quería parecer un jodido pollo relleno. Caramba, tengo el mejor guardarropa de la NFL. ¿Para qué necesito pruebas de vestuario?
Jack se rindió. Como siempre, Bobby Tom iba a hacer las cosas a su manera. A pesar de toda su superficial amabilidad, el texano era testarudo como una mula y no le gustaba que lo presionaran.
Bobby Tom bajó las botas del escritorio y lentamente se levantó. Aunque lo ocultaba perfectamente, Jack sabía cómo se había sentido por su retirada forzosa. Desde que los médicos le habían dicho que nunca podría volver a jugar, Bobby Tom se había comportado como un hombre al borde de la ruina en vez de una leyenda del deporte que había percibido un multimillonario salario de los Chicago Stars y que sólo era una parte del dinero que poseía. Jack se preguntó si el contrato para hacer la película no sería simplemente la manera que tenía Bobby Tom de pasar el tiempo mientras intentaba aclararse respecto a qué hacer con el resto de su vida.
Bobby Tom se paró en la puerta y le dirigió a su agente la mirada; la mirada penetrante de sus ojos azules que todos los defensas de la liga habían aprendido a temer.
– Llama a esa gente de Windmill ahora mismo y diles que no venga ese guardaespaldas.
Aunque la petición fue dicha con suavidad, Jack no se engañó. Bobby Tom siempre sabía exactamente lo que quería y generalmente lo obtenía.
– Me temo que ya hay alguien en camino. Y es un escolta, no un guardaespaldas.
– Les dije que yo iría a Telarosa, y lo haré. Si aparece un maldito guardaespaldas y cree que puede darme órdenes, será mejor que sea un hombre tenaz porque, de otra manera, volverá con mis iniciales grabadas en el trasero.
Jack miró el sobre amarillo que tenía delante y decidió que ese no era el mejor momento para decirle a Bobby Tom que el “hombre tenaz” que enviaba Windmill Studios respondía al nombre de Gracie Show. Mientras deslizaba el sobre debajo de una carpetilla deseó que la señorita Show tuviese un buen culo, unas tetas de infarto y los instintos de una piraña. De cualquier otra manera, no iba a tener ninguna posibilidad contra Bobby Tom Denton.
El pelo de Gracie Show era un desastre. Mientras la húmeda brisa nocturna de principios de julio empujaba un mechón de su pelo castaño cobrizo delante de sus ojos, decidió que debería haberse pensado mejor lo de confiar en un peluquero llamado Mister Ed. Sin embargo, no creía que se debiese hacer hincapié en algo tan negativo, así que en vez de pensar en la desastrosa permanente, cerró la puerta del coche de alquiler y caminó por la acera en dirección a la casa de Bobby Tom Denton.
Media docena de coches estaban aparcados en el curvo camino de acceso, y al acercase a la estructura de madera y vidrio que asomaba sobre el lago Michigan, oyó música sonando con gran estruendo. Eran las nueve y media. Desearía poder posponer el encuentro hasta el día siguiente, cuando estuviera más descansada y menos nerviosa, pero simplemente no podía darse el lujo de disponer de tiempo. Necesitaba probar a Willow Craig lo eficazmente que podía solucionar su primera responsabilidad real.
Era una casa inusual, baja y armónica, con el tejado en un ángulo agudo. Las puertas principales estaban lacadas y tenían unos pomos de aluminio que parecían huesos. No podía decir que la casa fuera precisamente de su gusto, pero era interesante. Tratando de ignorar las mariposas de su estómago, resueltamente presionó el timbre y estiró con fuerza la chaqueta de su mejor traje azul marino, sin forma y con una falda que no era ni larga ni corta, sino simplemente pasada de moda. Deseó que la falda no se hubiera arrugado tanto en el vuelo de Los Angeles al Aeropuerto O’Hare de Chicago, pero la ropa nunca había sido lo suyo. Algunas veces pensaba que su sentido de la moda se había atrofiado al haber crecido con tanta gente mayor alrededor, porque siempre parecía ir al menos con dos décadas de retraso.
Cuando presionó el timbre otra vez, creyó oír la reverberación de un gong desde el interior, pero la música era tan fuerte, que no estuvo segura. Un pequeño hormigueo de anticipación recorrió su cuerpo. La fiesta sonaba salvaje.
Aunque Gracie tenía treinta años, nunca había asistido a una fiesta salvaje. Se preguntó si habría películas pornográficas y platitos con cocaína pasándose entre los invitados. Estaba casi segura de que lo desaprobaría, pero no tenía en realidad ningún tipo de experiencia al respecto, así que se reservó la opinión. Después de todo, ¿como iba a forjarse una nueva vida si no estaba abierta a nuevas experiencias? No era que fuera a experimentar con drogas, pero, en lo que respecta a películas pornográficas…, quizá pudiera echar una miradita.
Presionó el timbre dos veces seguidas y retiró otro caprichoso mechón de pelo hacia su trenza despeinada. Había esperado que su nueva permanente eliminase la necesidad de utilizar ese peinado tan anticuado pero cómodo, que había utilizado sin descanso durante la década anterior. Había imaginado algo suave y ondulado que la hiciera sentir una mujer nueva y la permanente de Mister Ed era tan marcada que no se acercaba ni de lejos a lo que ella tenía en mente.
¿Por qué no había recordado a tiempo sus años de adolescente cuando todos sus esfuerzos de autosuperación habían resultado desastrosos? Se había pasado meses con el pelo verde por haber calculado mal la cantidad de peróxido de un tinte y otra vez se le había puesto la piel hecha un desastre por una reacción alérgica a una crema para pecas. Aún oía las carcajadas de sus compañeros de clase de secundaria cuando los algodones que rellenaban su sujetador se habían movido mientras comentaba para la clase un libro de lectura obligada. Ese incidente había sido un golpe mortal y en ese mismo momento se había prometido a si misma aceptar las francas palabras que su madre había dicho desde que Gracie tenía seis años:
Desciendes de una larga serie de mujeres feas, Gracie Snow. Acepta que nunca serás guapa y vivirás bastante más feliz.
Era de altura mediana, ni lo suficientemente baja como para ser graciosa, ni lo suficientemente alta para resultar esbelta. Aunque no estaba precisamente plana, se encontraba en el nivel más cercano. Sus ojos no eran ni ardientemente castaños ni chispeantemente azules, sino de un gris de difícil descripción. Su boca era demasiado ancha, su barbilla demasiado terca. Ni se molestaba en agradecer su piel clara, pues montones de pecas se esparcían sobre su nariz, ni tampoco que ésta última fuera pequeña y recta. Lo que hacía era concentrarse en los dones que Dios le había dado: inteligencia, extraño sentido del humor e insaciable interés por todos los aspectos de la condición humana. Se decía a sí misma que la fuerza de carácter era más importante que cualquier tipo de belleza y sólo cuando estaba más deprimida en casa deseaba poder cambiar un poco de integridad, una pizca de virtud o parte de sus dotes organizativas por una talla más de sujetador.
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