– ¡Alto! ¡Basta ya! -Se dejó caer sobre el suelo. Sus pechos presionaban contra las copas de encaje del sujetador mientras jadeaba por el esfuerzo.
– Di: para, por favor.
– Para, por favor. -Ella respiró profundamente. Tenía helado por todas partes, en el pelo, en la boca, por todo el cuerpo. Su ropa interior, una vez blanca, estaba manchada de rosa y chocolate. Él no se veía mucho mejor. Estaba especialmente satisfecha por la cantidad de fresa que le había lanzado sobre el pelo.
Y luego se le secó la boca cuando sus ojos se deslizaron desde su pecho hasta la línea de vello dorado que descendía como una flecha desde su ombligo hacia la V abierta de los vaqueros. Ella clavó los ojos en la gran protuberancia que había crecido allí. ¿Ella había provocado eso? Sus ojos volaron hacia los de él.
La miró con perezosa diversión. Por un momento ninguno de los dos dijo nada, luego él habló con voz ronca:
– Un tanto a tu favor con tanto helado encima.
Ella se estremeció, no del frío sino por el calor que la atravesó. La excitación de la lucha había ocultado la violenta reacción de su cuerpo ante el bombardeo de sensaciones que recibía. Repentinamente tuvo conciencia del contraste entre el helado frío y el calor abrasador de su piel. Sintió el rudo roce de la tela de los vaqueros contra su muslo, el resbaladizo aceite entre sus dedos, la abrasión de la arena que manchaba su pecho y que ahora también la cubría a ella.
Él sumergió el dedo índice en el charco de fresa líquida de su ombligo y pintó una linea descendente hasta alcanzar el borde de sus bragas.
– Bobby Tom… -Sintió como si su corazón dejara de bombear y dijo su nombre en un susurro que sonó como una petición.
Sus manos subieron a sus hombros, donde introdujo los pulgares bajo los tirantes de su sujetador y los presionó sobre los pequeños surcos que allí había en un tierno masaje.
El agudo y dulce anhelo que la invadió se tornó insoportable. Lo deseaba desesperadamente.
Como si pudiera leer su mente, él llevó sus manos al broche del sujetador y rápidamente, lo abrió. Ella se quedó completamente quieta, asustada de que él recordara que era el hombre que deseaban todas las mujeres y ella era la chica que se había quedado sola en casa durante su baile de graduación.
Pero él no se detuvo. Apartó con fuerza los tirantes mojados y la miró. Sus pechos nunca habían parecido tan pequeños, pero no se iba a disculpar. Él sonrió. Ella contuvo la respiración, temiendo que fuera a hacer un chiste sobre su tamaño, pero en vez de eso, dijo con voz lenta y letal, enviando fuego líquido a sus venas.
– Me temo que olvidé un par de lugares.
Ella observó como sumergía su dedo en la caja de cartón deformada que yacía abierta cerca de su hombro. Cogió un poco de helado de vainilla y lo llevó a su pezón. Ella contuvo la respiración cuando él rozó la sensible punta.
Su pezón se tensó en un punto apretado y duro. Con la yema del dedo, él pintó un diminuto círculo alrededor y otra vez y volvió a subir a la cresta diminuta. Ella se quedó sin aliento; inclinó la cabeza a un lado. El volvió a sumergir el dedo en la caja de cartón de helado y llevó otra pincelada al otro pezón.
Un gemido escapó de sus labios al sentir el exquisito dolor del frío en una parte tan sensible. Sus piernas instintivamente se abrieron cuando la carne entre ellas latió con fuerza. Quería más. Ella sollozó mientras él jugueteaba con ambos pezones, pellizcándolos entre el pulgar y el índice para calentarlos, sólo para volver al helado y enfriarlos otra vez.
– Oh, quiero…, por favor… -Ella se dio cuenta de que estaba rogándole, pero no se podía detener.
– Tranquila, cariño, tranquila.
Él continuó pintando su pezones con frío, frotándolos para calentarlos para luego volverlos a enfriarlos otra vez. Fuego e hielo. Ella había empezado a arder. El calor quemaba entre sus piernas mientras sus pezones se arrugaban de necesidad. Sus caderas comenzaron a moverse con un ritmo antiguo y se oyó sollozar.
Sus dedos se detuvieron sobre sus pechos.
– ¿Cariño? -Pero ella ya no pudo hablar. Estaba al borde de algo inexplicable.
Él levantó la mano de su pecho y la deslizó entre sus piernas. Ella sintió el calor de su contacto a través de la delgada tela de las bragas cuando él movió la palma de su mano contra su centro.
En ese momento, ella explotó.
capítulo 9
Bobby Tom permanecía de pie en medio de la caravana y miraba fuera por la ventana trasera mientras esperaba que Gracie terminara de ducharse para poder hacerlo él. Estaba más sorprendido por lo sucedido de lo que quería admitir. Con su amplia experiencia en mujeres, nunca había visto nada parecido. Apenas la había tocado y ella había llegado al clímax.
Luego, habían limpiado el suelo en silencio. Gracie se había negado a mirarle, y él había estado tan contrariado con ella que no había querido hablar. ¿Cómo demonios había permanecido virgen todo ese tiempo? ¿No sabía que era demasiado sensual para haberse negado uno de los placeres básicos de la vida?
Se preguntó cual de los dos estaría más loco. Él había necesitado todo su autocontrol para no desgarrar esa pequeña braguita y tomar todo lo que le ofrecía. ¿Y por qué no lo había hecho? Porque era Gracie Snow, maldita sea, y había dejado de follar por lástima hacía mucho tiempo. Era demasiado complicado.
En ese mismo momento tomó una decisión. Ahora que su deseo sexual había retornado con fuerza, iba a volar a Dallas en cuanto tuviera oportunidad. Cuando llegara, tenía intención de llamar a una bella divorciada que conocía y que vivía la vida de manera tan despreocupada como él y que estaba más interesada en mantenerlo desnudo que en cenas a la luz de las velas y largas conversaciones. En cuanto dejara de vivir como un monje, dejaría de sentirse tentado por Gracie Snow.
Recordó que no había cogido la maleta en el T-Bird como le había prometido y salió de la caravana. A lo lejos, vio a algunos miembros del equipo de rodaje en el corral. Se alegró de que estuvieran lo suficientemente lejos para no tener que explicar por qué estaba de helado hasta las cejas.
Mientras abría el maletero del coche, oyó una voz arrastrada a sus espaldas.
– Claro, eras tú. Creía haber olido a mierda de perro. ¿Qué coño llevas encima?
Él sacó la maleta sin volverse.
– Me alegro de verte, también, Jimbo.
– Es Jim. Jim, ¿entiendes?
Bobby Tom se giró lentamente para encararse con su peor pesadilla. Jimbo Thackery parecía tan grande y tonto como siempre, incluso de uniforme. Sus cejas oscuras practicamente se unían en el centro, y llevaba la misma barba crecida que Bobby Tom juraba recordar de la guardería. El jefe de policía no era estúpido, Suzy le había hablado sobre el buen trabajo que estaba haciendo desde que Luther lo había contratado, pero no lo podría asegurar viendo su cuerpo corpulento y su enorme cabeza. Tenía demasiados dientes y exhibía cada uno de ellos en una amplia sonrisa ofensivamente empalagosa que provocó que Bobby Tom quisiera hacerle un poco de odontología creativa con el puño.
– Supongo que si todas esas damas te pudieran ver ahora, Don Estrella de cine, no te verían tan machote
Bobby Tom lo miró con exasperación.
– ¿Pero aún me guardas rencor por lo de Sherri Hopper? ¡Fue hace quince años!
– Joder, no. -Caminó hasta el frente del T-Bird y puso el pie en el parachoques-. Ahora mismo te tengo rencor porque pones en peligro a los ciudadanos del pueblo conduciendo un coche con un faro roto. -Sacó una libretita rosa y sonriendo ampliamente, comenzó a redactar una multa.
– Estás mal de la cabeza… -Bobby Tom se detuvo. No sólo tenía roto el faro izquierdo, sino que los cristales estaban sobre la tierra justo debajo, dándole una pista bastante buena de que lo habían roto de una patada-. Eres un hijo de…
– Cuidado, B.T. Por aquí, tienes que vigilar lo que le dices al representante de la ley.
– ¡Lo rompiste tú, bastardo!
– Hola, B.T., Jim.
Jimbo detuvo lo que estaba haciendo y dirigió una amplia sonrisa a la mujer de pelo oscuro y tintineantes brazaletes plateados que se acercaba a sus espaldas. El dia anterior en un intento de llamar su atención, Connie Cameron, antiguo ligue de Bobby Tom y encargada del camión de aprovisionamiento, había hecho de todo menos desvestirse. Ahora, mientras veía como el amor brillaba tenuemente en los ojos de Jimbo, se resignó a tener otro follón más.
– Hola, cariño. -Jimbo rozó su boca con sus labios-. Tengo que cumplir con mi deber unos minutos más, luego nos vamos a cenar. B.T., ¿sabías que Connie y yo estamos comprometidos? Nos prometimos el día de acción de gracias y esperamos que nos hagas un buen regalo de boda. -Jimbo le dirigió una falsa sonrisa y siguió redactando la multa.
– Enhorabuena.
Connie miró a Bobby Tom con ojos hambrientos.
– ¿Qué te pasó? Parece como si te hubieras estado revolcando con los cerdos.
– Ni te acercas.
Ella lo miró suspicazmente, pero antes de que le pudiera hacer más preguntas, Jimbo puso bruscamente la multa en su mano.
– Puedes pagarla en el ayuntamiento.
– ¿Qué es eso? -preguntó Connie.
– Tuve que ponerle una multa a B.T… Tiene un faro roto.
Connie estudió el faro y luego los cristales que había sobre la tierra. Con una mirada de disgusto, tomó la multa de los dedos de Bobby Tom y la rompió en dos.
– Ni lo pienses, Jim. No vas a pelearte con B.T. otra vez.
Pareció como si Jimbo fuera a explotar, pero al mismo tiempo, Bobby Tom se dio cuenta de que no quería hacerlo delante de su novia así que se limitó a pasar el brazo sobre los hombros de Connie.
– Hablaremos más tarde, Denton.
– Te estaré esperando.
Jimbo le lanzó una mirada fulminante, luego se volvió hacia Connie. Bobby Tom miró los fragmentos de la multa sobre el suelo y tuvo el presentimiento de que Connie no le había hecho precisamente un favor.
– No entiendo porque no me dices lo que ha pasado con ese faro.
– Porque no es asunto tuyo, ¿entendido? -Bobby Tom, cerró de golpe la portezuela cuando salió del coche.
Gracie estaba tan ofendida por su obstinación que ni siquiera miró la casa mientras lo seguía por el camino de acceso. Él estaba recién duchado y arreglado con una camisa azul con las mangas enrolladas; junto con sus vaqueros perfectamente decolorados y su stetson gris lo hacían parecer un modelo de Guess. Mientras, ella se había visto forzada a ponerse calladamente una falda arrugada de color amarillo verdoso y una blusa estilo safari que había comprado y que no le pegaba nada.
Después de lo sucedido entre ellos en el remolque, ella parecía necesitar una buena pelea. Toda la satisfacción alcanzada había sido memorable, pero no era lo que buscaba. Ella quería dar, no sólo tomar y estaba muy asustada de que él pudiera llegar a sentir piedad por ella. Entre cómo se había avalanzado sobre él la noche anterior, y lo sucedido esa tarde, ¿qué otra cosa podía pensar?
Empezó a correr tras él hasta alcanzarlo.
– Fui la última persona en conducirlo.
Él le dirigió una mirada intimidatoria por debajo del ala del stetson.
– Tú no rompiste el faro.
– Entonces, ¿por qué no me dices qué pasó?
– ¡No quiero hablar de eso!
Estaba preparándose para presionarlo cuando la casa llamó su atención. Era una estructura sencilla y blanca, tan diferente de su residencia de Chicago que le resultó dificil creer que ambos lugares pertenecieran a la misma persona. Subiendo cuatro escalones de hormigón se accedía a un porche con una barandilla blanca, un balancín de madera e incluso una escoba apoyada cerca de la puerta. Las anchas tablas del entarimado estaban pintadas en el mismo color verdeoscuro de la puerta. No estaban cerradas ninguna de las contraventanas de las ventanas dobles que daban a la arboleda exterior. No había luces llamativas, ni aldabas brillantes como adorno en el exterior. Nada que ocultara o disfrazara una casa pequeña, robusta y funcional.
Y entonces Bobby Tom abrió la puerta principal y ella entró.
– Oh, Dios mio.
Él se rió entre dientes.
– Estás conteniendo la respiración, ¿no es cierto?
Con admiración miró a su alrededor, observando el vestíbulo en tonos pastel y en tres pasos lentos entró en la sala que había a la izquierda.
– Es preciosa.
– Suponía que te gustaría. Le pasa a la mayoría de las mujeres.
Ella sintió como si acabara de entrar en una casa de muñecas de tamaño real, un mundo pastel, en rosa y crema, en lavanda y verde mar. Volantes, flores y cenefas podrían haber sido apabullantes, pero todo había sido ejecutado con tal exquisitez que quería acurrucarse con suavidad en uno de los sofás de rayas rosas y blancas, con un té de menta, un gato de angora y una novela de Jane Austen.
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