Oyó una obscenidad particularmente ofensiva que era indudablemente común entre los futbolistas, pero que rara vez se oía en Shany Acres. Normalmente, era pronunciada en dos sílabas, pero el arrastrado acento texano de Bobby Tom la alargó a tres. Finalmente controló su falda y cayó jadeante sobre el asiento.
Pasaron varios segundos antes de que reuniera el suficiente coraje para mirarlo.
Él la contemplaba atentamente, con un codo apoyado en el volante.
– Sólo por curiosidad, cariño; ¿Has ido alguna vez al médico para que te dé unos tranquilizantes?
Ella giró la cabeza y lo miró directamente.
– Mira, esto es lo que hay, señorita Gracie, voy cuando quiero a Telarosa y de la manera que quiero.
Sus ojos le devolvieron la mirada.
– ¿Te marchas ahora?
– Tengo la maleta en el maletero.
– No te creo.
– Es la verdad. Ahora, ¿quieres abrir la puerta y salir?
Ella negó tercamente con la cabeza, esperando que él no se diera cuenta de lo cerca que estaba de rendirse.
– Tengo que ir contigo. Mi responsabilidad es llegar contigo a Telarosa. Es mi trabajo.
Un músculo palpitó en su mandíbula, y con nerviosismo, ella se dio cuenta de que finalmente había logrado quebrar su falsa amabilidad provinciana.
– No me hagas echarte afuera -dijo él con determinación.
Ella ignoró el escalofrío que subió por su columna.
– Siempre he pensado que es mejor solucionar los problemas con palabras en vez de por la fuerza.
– He jugado en la NFL, querida. La sangre es lo único que entiendo.
Con esas ominosas palabras, él se giró hacia su puerta, y ella supo que en pocos segundos, él llegaría a su lado, la cogería, y la echaría a la calle. Rápidamente, antes de que él pudiera bajar la manilla, ella agarró su brazo.
– No me eches, Bobby Tom. Sé que te irrito, pero te prometo que será todavía peor si no dejas que vaya contigo.
Él se volvió lentamente hacia ella.
– ¿Y exactamente cómo va a ser eso?
Ella no sabía lo que había querido decir. Había hablado impulsivamente porque no se podía enfrentar a la idea de llamar a Willow Craig para decirle que Bobby Tom iría por sus medios a Telarosa. Sabía demasiado bien cual sería la respuesta de Willow.
– Lo dicho, dicho está -contestó ella, esperando hacerle creer que tenía algo entre manos pero sin especificar qué.
– Generalmente cuando la gente dice que será todavía peor si alguien no hace algo, ofrecen dinero. ¿Es lo que me estás diciendo?
– ¡Claro que no! No creo en el soborno. Además, parece que tú tienes tanto dinero que no sabes que hacer con él.
– Si eso es cierto, ¿qué es lo que piensas hacer?
– Yo…, bueno… -Frenéticamente intentó buscar un soplo de inspiración-. ¡Conducir! ¡Eso es! Así podrás relajarte mientras conduzco. Soy muy buena conductora. Tengo el carnet desde los dieciséis años y nunca me han puesto una multa.
– ¿Y realmente estás orgullosa de eso? -Él negó con la cabeza con asombro-. Desafortunadamente, cariño, nadie salvo yo conduce mis coches. No, me temo que voy a echarte después de todo.
Otra vez, él fue a coger la manilla de la puerta, y otra vez, ella agarró su brazo.
– Seré tu copiloto.
Él pareció molesto.
– ¿Y para qué necesito un copiloto? He hecho el camino tantas veces que podría hacerlo con los ojos vendados. No, cariño, tendrá que ocurrírsete algo mejor que eso.
En ese momento, ella oyó un peculiar zumbido. Le llevó un momento darse cuenta que el Thunderbird tenía teléfono móvil.
– Pareces tener muchas llamadas. Las podría contestar por ti.
– Lo último que quiero es a alguien contestando mi teléfono.
Su mente buscó y rebuscó.
– Podría masajearte los hombros mientras conduces, para que no tengas contracturas. Soy muy buena masajista.
– Es una buena oferta, pero tienes que admitir que no compensa llevar un pasajero inoportuno hasta Texas. Hasta Peoría, puede ser, si haces un buen trabajo, pero no más allá. Lo siento, señorita Gracie, pero no me has ofrecido nada que haya captado mi interés.
Ella trató de pensar. ¿Qué tenía ella que un hombre mundano como Bobby Tom Denton pudiera encontrar interesante? Sabía organizar juegos, entendía de regimenes, sabia administrar medicinas y había escuchado suficientes batallitas de los residentes como para tener unos conocimientos medianamente buenos sobre la segunda Guerra Mundial, pero no creía que ninguna de esas cosas pudiera persuadir a Bobby Tom de cambiar de idea.
– Tengo una vista excelente. Puedo leer las señales de tráfico a distancias increíbles.
– Me estremeces, querida.
Ella sonrió con entusiasmo.
– ¿Eres consciente de lo fascinante que es la historia del Séptimo de Caballería?
Él le dirigió una mirada débilmente compasiva.
¿Cómo podía hacerle cambiar de idea? Por lo visto la noche anterior, él estaba interesado sólo en dos cosas, fútbol y sexo. Su conocimiento de deportes era mínimo, y en lo que respecta al sexo…
Sintió un nudo en la garganta cuando una idea peligrosa e inmoral se abrió paso en su cerebro. ¿Qué pasaría si ofrecía su cuerpo como trueque? Inmediatamente se horrorizó. ¿Cómo podía haber pensado tal cosa? Ninguna mujer inteligente, moderna y feminista consideraría… vamos, faltaría más… Para nada… Esa era definitivamente la consecuencia de tener demasiadas fantasías sexuales.
– ¿Por qué no? -Susurraba un diablillo en su oído-. ¿Para quién te reservas?
– ¡Es un libertino! -Recordó la lujuriosa parte de su naturaleza que se empeñaba en reprimir-. De todas maneras, no estaría interesado en mí.
– ¿Cómo lo sabrás si no lo intentas? -Replicó el diablillo-. Has soñado con algo así durante años. ¿No te prometiste que tener experiencia sexual sería una de las prioridades de tu nueva vida?
Una imagen pasó como un relámpago por su mente; Bobby Tom Denton descansando su cuerpo desnudo sobre el de ella. La sangre corrió a toda velocidad por sus venas y erizó su piel. Podía sentir sus manos firmes en los muslos, abriéndolos, bajo su toque…
– ¿Pasa algo, señorita Gracie? Te has puesto colorada. Como si alguien te hubiera contado un chiste verde.
– ¡Sólo piensas en el sexo! -gimió ella.
– ¿Qué?
– ¡Pues me niego a acostarme contigo sólo para que me dejes acompañarte! -Consternada, cerró la boca de golpe. ¿Qué había dicho?
Sus ojos brillaron.
– ¡Caramba!
Ella se quiso morir. ¿Cómo podía avergonzarse de esa manera? Tragó saliva.
– Perdona si he llegado a la conclusión incorrecta. Sé que soy fea y que no puedes estar interesado sexualmente en mí. -Se le puso la cara todavía más roja al darse cuenta de que estaba empeorando las cosas-. De todas maneras no estaría interesada… -agregó precipitadamente.
– Ay, Gracie, yo no veo a nadie feo.
– Estás siendo amable y lo agradezco, pero eso no cambia los hechos.
– Oye, ahora has avivado mi curiosidad. Puede que tengas razón sobre eso de ser fea, pero es difícil de asegurar dada la manera en que te cubres. Que yo sepa, puedes tener el cuerpo de una diosa escondido bajo ese vestido.
– Oh, no -dijo ella con brutal honradez-. Te puedo asegurar que mi cuerpo es muy ordinario.
Otra vez curvó la comisura de su boca.
– No me malinterpretes, pero confío en mi juicio un poco más que en el tuyo. Soy un experto.
– Ya lo he notado.
– Creo que ya te comenté anoche lo que me parecían tus piernas. -Ella se sonrojó y buscó una respuesta apropiada, pero tenía tan poca experiencia en hablar sobre si misma con un hombre que no supo que decir.
– Tú también tienes unas piernas muy bonitas.
– Vaya, gracias.
– Y también el pecho.
Él rompió en carcajadas.
– Joder, señorita Gracie, voy a llevarte un rato sólo por lo entretenida que eres.
– ¿Lo harás?
Él se encogió de hombros.
– ¿Por qué no? Me he aburrido mucho desde que me retiré.
Ella apenas podría creer que hubiera cambiado de idea. Lo oyó reírse entre dientes mientras recuperaba su maleta y le pedía a Bruno que devolviera el coche de alquiler. Sin embargo, su diversión se había desvanecido cuando se volvió a sentar detrás del volante y le dirigió una severa mirada.
– Pero no te llevo hasta Texas, así que quítate la idea de la cabeza. Me gusta viajar solo.
– Entiendo.
– Sólo un par de horas. Hasta la frontera. En cuanto me empieces a irritar, te dejo en el aeropuerto más cercano.
– Estoy segura que no será necesario.
– No apuestes por eso.
capítulo 3
Bobby Tom condujo por las autopistas de la ciudad del viento como si fueran propiedad suya. Era el señor de la ciudad, el rey del mundo, el amo del Universo. Mientras en la radio tronaba Aerosmith, él tamborileaba los dedos sobre el volante, llevando el compás de “Janie’s Got a Gun”.
Con su Thunderbird rojo descapotable y su stetson gris perla, llamaba fácilmente la atención. Para asombro de Gracie, los conductores empezaron a reconocerlo a su paso, sonaron bocinas y bajaron ventanillas para saludarlo. El devolvió los saludos y siguió su camino.
Ella sentía sobre su piel la caricia del cálido viento y la absoluta delicia de la velocidad en una autopista de una gran ciudad en un Thunderbird rojo con un hombre que no era en absoluto respetable. Mechones de pelo escapaban de su trenza y azotaban sus mejillas. Deseó tener un echarpe rosa de algún diseñador para poder envolverlo alrededor de su cabeza, unas gafas de sol modernas ante los ojos y un lápiz de labios de color escarlata. Quería pechos grandes y llenos, un vestido ceñido y unos tacones altos muy sexys. Quería una pulsera de oro en el tobillo.
Y, quizá, un tatuaje muy discreto.
Se recreó ante esta tentadora visión de sí misma transformada en una mujer salvaje mientras Bobby Tom contestaba las llamadas recibidas con anterioridad en el teléfono del coche. Algunas veces él usó el altavoz del coche; otras se llevó el teléfono a la oreja y habló en privado. La mayoría de sus llamadas eran sobre diversos contratos comerciales y los efectos en sus finanzas, y también sobre diversas obras de caridad en las que estaba involucrado. Muchas de las llamadas, observó, eran de gente pidiéndole dinero. Aunque contestó esas llamadas con el teléfono pegado a su oído, tuvo la impresión de que en cada uno de los casos, acabó ofreciendo más dinero del que le pedían. Después de menos de una hora con él, había llegado a la conclusión de que Bobby Tom Denton era presa fácil.
Cuando llegaron a las afueras de la ciudad, habló con alguien llamado Gail y se dirigió a ella con esa perezosa voz arrastrada que envió escalofríos a la receptiva columna de Gracie.
– Sólo quería que supieras cuanto te echaré de menos. Ahora mismo tengo los ojos llenos de lágrimas.
Él levantó el brazo para saludar con la mano a una mujer que conducía un Firebird azul que pasó zumbando a su lado. Gracie, una conductora prudente, agarró la manilla de la portezuela al percatarse que él estaba conduciendo el coche con la rodilla.
– Bien, es cierto…, lo sé, cariño, yo también desearía que hubiéramos podido hacerlo. El rodeo no viene por Chicago demasiado a menudo. -Cerró los dedos sobre la parte superior del volante, sosteniendo el teléfono entre la cabeza y el cuello-. No me digas eso. Ahora mismo tú eres la mejor, ¿oyes? Kitty y yo estuvimos bien hace un par de meses. Hizo el examen, pero no había estudiado lo suficiente y no superó la Superbowl del 89. Te llamaré tan pronto como pueda, querida.
Cuando colgó el teléfono, lo miró con curiosidad.
– ¿No se celan tus novias unas de otras?
– No, por supuesto que no. Sólo salgo con chicas agradables.
Y trataba a cada una de ellas como a una reina, sospechó ella. Incluidas las embarazadas.
– La Organización Nacional de Mujeres debería considerar seriamente demandarte.
Él pareció genuinamente sorprendido.
– ¿A mí? Amo a las mujeres. De hecho, más que la mayoría de los hombres. Tengo carnet de feminista.
– No dejes que Gloria Steinem [7] te oiga decir eso.
– ¿Por qué no? Ella es la que me dio el carnet.
Los ojos de Gracie se abrieron de golpe.
Él le dirigió una sonrisa picarona.
– Tengo que decirte que Gloria es una señora muy agradable.
Supo en ese mismísimo momento que no podía bajar la guardia cerca de él, ni por un momento.
Cuando los suburbios de Chicago dieron paso al campo de Illinois, le preguntó si podía usar el teléfono para llamar a Willow Craig, asegurándole que pagaría la llamada con su nueva tarjeta de crédito del trabajo. Eso pareció divertirlo.
Windmill había establecido el cuartel general en el Hotel Cattleman de Telarosa, y en cuanto la pusieron con su jefa, comenzó a explicarle su problema.
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