– Te he enviado un libro muy viejo -respondió riendo-. Es mi posesión más preciada. La novela de Lefty Rudder, El gitano del mar.
– ¿De verdad, papá? ¿Por qué?
– Pensé que te gustaría tenerla, dado que ahora estás trabajando con las novelas de Teak Helm. Léelo a ver qué te parece.
– Pero, papá, si ya lo he leído. De hecho, hace mucho tiempo.
– Por eso quiero que vuelvas a leerlo. Ahora que ya has crecido.
– ¿Quieres que te haga una reseña del libro?
– Con una llamada me bastará, si no es mucha molestia.
Cathy dudó un momento. No sabía cómo preguntar con tacto acerca de Jared Parsons. Decidió dejarse de rodeos y preguntar directamente.
– ¿Has terminado ya las reparaciones del barco de Jared?
– Claro. Ya se ha marchado.
– Oh -susurró ella, tratando de ocultar su desilusión. ¿No le iba a decir nada más?-. ¿Has vuelto a ver a Erica?
– De hecho, sí. La llevé al aeropuerto el día después del picnic del cuatro de julio. Regresó a Nueva York por un importante desfile de modas o, por lo menos, eso fue lo que dijo. Algo sobre que su piel perfecta era justo lo que buscaba un nuevo cosmético que están anunciando ahora.
El corazón de Cathy dio un vuelco. Entonces, no había estado con Jared en el yate hasta que él se marchó, como ella había pensado. Cuando volvió a hablar, su voz parecía estar más animada.
– ¿De verdad?
– Sí, de verdad. Ahora, no te sientas avergonzada por esas sospechas tan desagradables.
– No, claro -comentó ella riendo.
– Mira, Cathy, espero que no te moleste, pero le di a Jared tu dirección y tu número de teléfono. Me dijo que iba a estar en Nueva York durante una temporada. Además, también me dijo que le gustaría invitarte a cenar. Pensé que a ti también.
– Papá, no me mientas. ¿Te lo pidió él o se lo diste tú de forma voluntaria?
– Ni siquiera me voy a molestar en responder esa pregunta. Yo creía que los hijos se hacían más listos a medida que iban haciéndose mayores. Supongo que eso significa que no te ha llamado. Es probable que cambiara de opinión. Ya te debería haber llamado.
El tono de las palabras de su padre hizo que Cathy sonriera. «Te lo mereces. Los padres no deben inmiscuirse nunca en los asuntos de sus hijos adultos», pensó con una sonrisa en los labios.
– Supongo que tienes razón -le contestó en voz alta-, pero si Erica está aquí, trabajando como modelo, los dos entendemos por qué no ha llamado, ¿verdad, papá?
Para ella, la falta de respuesta de su padre indicaba que no había considerado aquella posibilidad en particular.
– Lo único que te puedo decir es que me dijo que te iba a llamar. Parsons es un hombre de palabra y yo, por una vez, lo creo. Quizá no se haya puesto todavía al día con sus negocios.
– No te preocupes, papá, puedo superarlo y, si me meto en líos, te llamaré. -¿Estás comiendo bien y durmiendo lo suficiente?
Cathy se echó a reír.
– Claro. Esta noche voy a tomar pollo Kiev con ensalada. Ayer, compré mazorcas de maíz frescas en el mercado y, de postre, me voy a preparar un pastel de melocotón. Después de comerme todo eso, me voy a retirar a descansar, lo que debería ser en tomo a las ocho en punto.
– Yo voy a tomar un poco de guiso de cordero de ayer. Bueno, adiós, Cathy.
La joven se encogió de hombros. Deseó tener un poco del guiso que su padre acababa de mencionar.
Tras recogerse el pelo con una toalla, al estilo turco, Cathy colocó el recipiente de comida congelada en una cacerola de agua caliente. Entonces,, se encogió de hombros. La comida china había sido siempre una de sus especialidades favoritas. Incluso tenía una galleta de la fortuna para que la cena fuera completa.
Mientras el recipiente se calentaba al baño María, Cathy se dio una ducha y luego se envolvió en una bata de franela demasiado gastada.
Tenía la mesa puesta con un solitario cubierto y un único plato. Las margaritas daban un aire festivo a la escena. Con mucho cuidado, vertió el contenido del recipiente de comida china en un plato y colocó la galleta de la fortuna en lo alto. Puso también un botellín de cerveza y un vaso y se sentó. Estaba a punto de meterse la primera porción de comida en la boca cuando llamaron al timbre. Debía de ser la portera con el correo. Mientras masticaba, abrió la puerta. Se quedó atónita y luego palideció por completo.
– Hola… hola, Jared -susurró con un hilo de voz. -Qué sorpresa.
– ¿Vas o vienes?
– Bueno, en realidad estaba… Entra -le dijo, abriendo la puerta de par en par para que él pudiera pasar.
Tenía la boca seca, lo que le dificultaba el poder tragar la comida. Vio que Jared miraba a su alrededor y se fijaba en su solitaria cena.
– ¿Te gustan mis margaritas? -le preguntó ella, sin saber por qué.
– Creo que son demasiadas.
– Bueno, pues a mí me gustan y no me importa que sean muchas. Creo que el ramo es perfecto. Me las ha enviado Teak Helm.
– Creo que ya entiendo -respondió él-. Te gustan las cosas simples de la vida, como este pequeño apartamento y los campos de margaritas. Mira, no quería interrumpirte la cena. Solo había pasado para preguntarte si te gustaría cenar conmigo el martes.
Cathy se sonrojó. Sabía muy bien con quién había estado pasando sus días. Con Erica. Ella debía de estar ocupada. ¿Por qué no iba a buscarla?
– De acuerdo -respondió. La pérdida de Erica sería su oportunidad-. ¿Dónde?
– ¿Dónde qué?
– Que dónde vamos a ir a cenar. Me gustaría saberlo para que me pueda vestir de manera adecuada.
– Perdóname, sí. Ya veo a lo que te refieres. Estaba pensando en otra cosa. Lo siento.
– Has dicho dos veces que lo sientes -comentó Cathy, perpleja. Aquel no era el Jared que recordaba de Swan Quarter.
– ¿De verdad que las margaritas son tus flores preferidas? Iremos al restaurante que hay al lado de Central Park. Siento que se te haya quedado fría la cena. Te compensaré por ello el martes.
Antes de que ella pudiera saber lo que estaba ocurriendo, Jared volvió a abrir la puerta y se marchó. Ni le dijo adiós, ni se despidió de ella con un beso… Nada. Y lo más importante de todo era que no se había burlado de ella. Resultaba muy extraño, pero le parecía que le gustaba más el Jared que había visto en Swan Quarter. Tal vez todo aquello era una broma. Podría ser que la hiciera prepararse para salir el martes y que luego la dejara plantada. Algo confusa, se sentó de nuevo a la mesa y miró el montón de margaritas blancas y amarillas. Sin saber por qué, tomó una de ellas y empezó a arrancar los pétalos. Me quiere, no me quiere… ¡No me quiere! Cathy dejó caer el último pétalo como si le quemara en los dedos. Solo los niños hacían ese tipo de cosas. Tomó otra flor. Me quiere, no me quiere… ¡No me quiere! Decidió que la cuestión se resolvería a la de tres y se olvidó de la cena por completo. Me quiere, no me quiere, me quiere… ¡Me quiere! ¿Quién, Teak Helm, la persona que le había regalado las flores, o Jared Parsons? Jared Parsons, por supuesto. Ni siquiera conocía a Teak Helm.
Cathy miró el reloj y recogió la mesa. Si se daba prisa, podría cumplir su palabra y estar en la cama a las ocho. Dado que la cena había sido un fiasco, al menos no quería ser una completa mentirosa. Primero bajaría a recoger el correo.
«No pienses en Jared Parsons», se decía. «Si lo haces, te pasarás otra noche sin dormir». Sin embargo, se había molestado en ir en persona a invitarla a cenar en vez de hacerlo por teléfono. Mientras tiraba la cena a la basura, notó que las manos le temblaban.
Después de recoger el correo, subió de nuevo a su apartamento. Echó la cadena y el cerrojo. Entonces, apagó todas las luces y se fue a su dormitorio.
Eran las cuatro menos diez cuando Cathy dejó el libro que su padre le había enviado y miró el reloj. Era imposible. Era imposible que su adorado Teak Helm hubiera plagiado al famoso Lefty Rudder. Por eso Lucas le había enviado el libro. Quería que ella lo viera con sus propios ojos. Tenía que haber una explicación. Tenía que haberla.
¿Por qué se sentía tan traicionada, tan herida? ¿Qué iba a hacer? ¿Podría no prestarle atención o avisarlo a través de una de sus secretarias? Tal vez sería mejor que fuera a hablar con el señor Denuvue y que le entregara aquel libro junto con las galeradas de Teak Helm. ¿Por qué tenían que ocurrirle a ella todas aquellas cosas? ¿Es que llevaba colgado algún cartel invisible que dijera que se la podía engañar con tanta facilidad?
– Tiene que haber una explicación, tiene que haberla -susurró.
Las lágrimas se le acumularon en los ojos. Se deslizó entre las sábanas. Le parecía que el mundo entero se desmoronaba a su alrededor. ¿Se quedaría Jared Parsons el tiempo suficiente como para recoger los pedazos?
Cathy se incorporó en la cama con una mirada atónita en el rostro. Abrió los ojos y miró a su alrededor como si estuviera poseída. De repente, lo había comprendido.
– ¡Lo amo! ¡Amo a Jared Parsons!
Capítulo Diez
El fin de semana pasó para Cathy en un completo estado de confusión. Iba de ataques de depresión a momentos en los que no dejaba de comer. Dormir era algo imposible y le dolían todos los huesos del cuerpo por el cansancio. El lunes por la mañana parecía estar todavía muy lejos.
Cuando llegó por fin, Cathy dio las gracias, a pesar de que empezó a llover cuando salía del edificio en el que estaba su apartamento. Encajaba a la perfección con su estado de ánimo, gris y apagado. Para cuando llegó a su oficina, tenía los zapatos empapados y el pelo le caía a ambos lados de la cara, chorreando, lo que le daba el aspecto de una niña de dieciséis años.
Tras encontrar una nota en la puerta de Walter Denuvue, en la que informaba que no iba a regresar al despacho hasta el miércoles, Cathy sintió que caía en un estado de frenesí. ¿Qué iba a hacer?
No tenía a nadie con quien hablar, nadie con el que quejarse ni que le dijera lo que había que hacer. Siempre parecía estar sola cuando más le importaba.
Se sentó ante su escritorio durante una hora. Por fin, tomó el teléfono y marcó el número que la secretaria de Teak Helm le había dado.
Rápida y concisa, resumió el problema. Terminó con la frase:
– Debo hablar con el señor Helm. Es muy importante. Si no está disponible en estos momentos, por favor dígale que me gustaría hablar con él sobre la palabra «plagio» y su significado. Lo antes posible.
– ¿Está usted diciendo que el señor Helm ha plagiado a otro escritor? -le preguntó la secretaria, escandalizada.
Cathy estaba harta, harta de Teak Helm y de que nunca estuviera disponible. La intimidad era una cosa, pero aquel aislamiento que le proporcionaban sus secretarias era otra cosa muy distinta. A su modo, el famoso escritor era casi como Jared Parsons, que seguía siendo un enigma para ella. «Cortados por el mismo patrón», pensó.
– Esa palabra, señorita, significa lo que el señor Helm quiera que signifique -replicó, con la voz fría como el hielo-. Estaré en este despacho hasta las tres y luego me marcharé. Si el señor Helm quiere hablar conmigo, dígale que me llame hasta entonces, o que lo haga mañana a este número. No hablo con mis clientes desde casa. Asegúrese de que se lo explica.
– ¡Dios Santo, cielo! No se sulfure tanto. Le pasaré el mensaje al señor Helm, pero, mientras tanto, ¿por qué no se lo pone todo por escrito y se lo envía a él?
Cathy no se molestó en responder. ¿De qué servía? Le estaba empezando a doler la cabeza y tenía un largo día por delante. Sin embargo, había hablado muy en serio cuando dijo lo de las tres de la tarde. Iba a irse de compras. Quería comprarse un vestido nuevo para el día siguiente, cuando iba a cenar con Jared Parsons. Teak Helm no le importaba en absoluto. Dadas las circunstancias, había hecho todo lo que había podido.
La mañana pasó sin novedad. Cathy se tomó un bocadillo de atún y una taza de café muy cargado para comer. Ya eran las tres y todavía no había tenido noticias de Teak Helm. Además, había repasado el correo cien veces y todavía no se había recibido el sobre que contuviera el manuscrito de la novela.
Por fin, cubrió su máquina de escribir, limpió la mesa con un pañuelo de papel y sacó punta a sus lápices. No le gustaba que todas las cintas de goma estuvieran esparcidas por la mesa, así que las recogió y las metió en una cajita. Eran las tres y diez. Era evidente que a Teak Helm no le importaba lo que ella pensara. Si se atrevía a llamarla a su casa aquella noche, estaba dispuesta a colgar el teléfono. Si no podía mostrar la cortesía de hablar con ella durante el horario de trabajo, no lo haría en otro momento. No le debía nada. ¿Quién se creía que era? Decidió marcharse.
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