Dora estaba perpleja.

– Pero, si es tu hija, ¿por qué no has seguido los canales apropiados?

– ¿Crees que no lo intenté antes? -se reclinó contra el respaldo con el aspecto de un hombre al límite de sus fuerzas-. ¿Tienes idea de lo que tardaría? La mayoría de la gente del campo creía que sólo me había encaprichado con la niña y quería darle una oportunidad. Otros creían que quería adoptarla para alguna pareja desesperada por tener niños. Y luego estaban los caritativos. Nadie creyó que les estuviera diciendo la verdad y la niña no estaba en el sitio apropiado para hacer una prueba de paternidad, ya lo sabes.

– No, supongo que no. Pero llevártela ha sido…

– ¿Un acto de desesperación? Estaba desesperado. O hacía eso o la dejaba a merced de las lentas ruedas de la burocracia -a pesar del dolor y la debilidad, de repente pareció incisivo como una cuchilla-. Tú no la hubieras dejado allí, ¿verdad, Dora?

Quizá tuviera razón, quizá empujada al límite hubiera hecho exactamente lo mismo que él. Pero no quería que la obligara a admitir que estaban hechos del mismo patrón.

– Pero ya sabrán que te la has llevado, ¿verdad?

– Por supuesto. Por eso tomé el avión de Henri. Nunca hubiera pasado Inmigración con ella. Y no podía pedirle que infringiera la ley y me acompañara él.

– Pues no te importó involucrarme a mí.

– Eso no es cierto, Dora. Te involucraste tú sola. Tuviste muchas oportunidades de escapar de la situación y no las utilizaste. Recuérdalo cuando declares ante el fiscal.

– ¿El fiscal? ¿Y con qué podrían cargarme a mí?

– No tengo ni idea, pero estoy seguro de que se les ocurrirá algo. A menos que solucionemos todo antes. ¿Cómo de amistosa es esa chica de Inmigración?

– Muy amistosa en la cena, o en la función de caridad a la que acudimos las dos, pero no la conozco de más. No puedo garantizar que no te acuse directamente a Inmigración si la llamo. También tendrá que pensar en su trabajo. Ahora que lo pienso, no creo que sea buena idea llamarla.

– Quizá tengas razón. Pero voy a tener que hablar con alguien. Y pronto.

– Creo que deberías hablar antes con tu abogado. Igual puede solicitar algún permiso temporal hasta que demuestres que Sophie tiene derecho a residir en el país -se detuvo-. Aunque también podrías usar tus contactos con la prensa. En cuanto salgas en los titulares, tendrás a todo el país llorando con las palomitas frente a la televisión.

– Gracias, pero no quiero ese tipo de publicidad.

¿Ni siquiera para mantener a Sophie a salvo? ¿O tendría algo que ocultar?

– Me parece muy bien esa actitud, pero no te servirá de mucho cuando te arresten.

– ¿Crees que me van a encerrar sin juzgarme?

– Es difícil saber lo que harán; has infringido muchas leyes internacionales. Y es muy posible que el gobierno de Grasnia te denuncie para que se la devuelvas a su madre.

– Su madre está muerta, Dora.

Muerta. La palabra era tan hueca, tan vacía. Dora miró a su alrededor como si estuviera buscando las palabras adecuadas. Algo que le sirviera de algún consuelo. Pero lo que necesitaba era ayuda práctica.

– ¿Puedes demostrarlo?

Gannon sintió una oleada de alivio. No le había preguntado ni cómo ni por qué. Las preguntas para las que no tenía respuesta. Ni tampoco le había preguntado si había amado a la madre de su hija o siquiera si había sido su mujer. Pero lo haría. Más pronto o más tarde. No podría evitarlo. Y cuando le contara toda la historia, ¿estaría tan conforme en ayudarlo?

– No tengo el certificado de defunción, si es eso a lo que te refieres. Ni siquiera sé donde está enterrada. Sólo tengo una nota escrita a mano de alguien que estaba con ella cuando murió, una mujer que me envió la carta en la que me rogaba que cuidara a Sophie.

La idea que le asaltó a Dora fue terrible, pero sabía que en una zona de guerra podía pasar cualquier cosa.

– ¿Estás seguro de que es tu hija, Gannon?

Eso mismo se había preguntado él cientos de veces mientras buscaba a Sophie. Y no era que tuviera importancia. La súplica de una mujer muerta hubiera sido suficiente. Lo único que sabía era que la niña estaba en el campo de refugiados, lo único que le había explicado la mujer que le había enviado la nota. Pero la carta había tardado meses en llegarle y la situación había cambiado. Y entonces, un día, recorriendo un campo de refugiados había visto a aquella diminuta chiquilla morena y la había reconocido. ¿Pero quién creería eso?

– Tengo una fotografía de mi madre a la edad de dos años. Sophie es su vivo retrato.

Dora asintió.

– Eso ayudará.

– Un prueba de paternidad será lo definitivo. ¿Cuánto tardará el doctor en llegar?

– En este momento estaba en el quirófano. No llegará antes de una hora o así. ¿Quieres que te prepare algo de comer?

Gannon sacudió la cabeza.

– No, gracias. Creo que llamaré a mi abogado y me acostaré un rato.

Dora no le insistió, sino que le dejó hacer llamada mientras le preparaba la cama. Necesitaba más dormir que comer. Y en cuanto estuviera dormido, quizá ella pudiera tomar algunas decisiones por su cuenta acerca de con quien hablar.

Quizá una llamada a su propio abogado no fuera mala idea, aunque sólo fuera para decirle que podría tener que sacarla bajo fianza en cualquier momento y que si eso ocurría, se llevara a Sophie a casa de Fergus. Su hermano podría no estar de acuerdo, pero no la dejaría tirada en un momento de crisis.

Estaba extendiendo el edredón cuando alzó la vista para descubrir que la estaba observando un visitante inesperado. ¿Cuánto tiempo llevaría allí con aquellos ojos cargados de secretos penetrando hasta su alma?

– ¿Todo arreglado?

– Sí -John se pasó una mano por la cara-. Él se encargará de solucionar la posición legal de Sophie mientras yo demuestro la paternidad. Y se pondrá en contacto con Henri para pagar los desperfectos del avión. En cuanto eso esté hecho, iremos a la policía local juntos para hacer una declaración. Parece ser que me denunciarán y después tendré que ir al magistrado local a ver que es lo siguiente. ¿Y sabes una cosa?

– ¿Que no has hecho daño a nadie?

– No, pero he roto más leyes de las que se puedan contar. Earnshaw cree que me castigarán para dar ejemplo, si no, todo el mundo haría lo mismo.

– En ese caso, será mejor que dediques un tiempo prudente a este colchón tan bueno. Las celdas de la policía no son sitios muy cómodos precisamente.

– ¿Y cómo lo sabes tú?

– Una vez se me ocurrió que quería ser actriz y conseguí un papelito en una serie de televisión de policías. Me pasé todo el tiempo en las celdas y eso me quitó toda idea de hacer una carera en televisión. Son demasiado incómodas.

– ¿Cómo te ganas la vida? -Dora puso expresión sorprendida-. Dijiste que habías conocido a Richard a través del trabajo.

– No, dije que lo había conocido a través de mi hermana. Ella lo conoció a través de su trabajo. Es modelo. Puede que hayas oído hablar de ella. ¿Poppy Kavanagh?

– No suelo dedicarme a ver revistas de moda – entonces frunció el ceño-. ¿Te pareces tú a ella?

– Un poco. Ella es más alta y mucho más sofisticada, por supuesto.

– Quizá haya visto su fotografía en alguna parte porque sigo pensando que tu cara me resulta familiar.

– Eso debe ser -su fotografía había salido en la prensa sin cesar durante los seis meses anteriores, pero se alegraba de que creyera que había visto a su hermana-. Ella estaba en una sesión fotográfica en el río, en un pequeño puente cerca de la granja, cuando les sorprendió a todos una tormenta. Richard estaba trabajando en la casa y los invitó a todos a que se refugiaran.

– ¿Y os presentó ella?

– Mmm.

Ella y Poppy habían compartido el apartamento hasta entonces. Pero desde el día en que había conocido a Richard, Poppy se había ido a vivir con él. Sólo había vuelto a empaquetar sus cosas. Quizá el amor a primera vista fuera un estigma familiar. Dora le dio la espalda, segura de que él notaría aquel mismo desesperado anhelo que ella había visto en la cara de Poppy cuando había empaquetado sus cosas sin dejar de quejarse que aquel tiempo podría haber estado con Richard.

Estiró el edredón con una eficacia que estaba muy lejos de sentir y arrellanó las almohadas con una ferocidad que la traicionó.

– Ya está. ¿Estás seguro de que no quieres un par de analgésicos? -dijo cuando lo que realmente deseaba era acostarse allí con él, absorber su dolor con su propio cuerpo y apoyarle la cabeza contra su pecho mientras dormía.

– No creo que cualquier cosa que se pueda comprar sin receta me sirva de mucho, Dora.

Algo en su voz sugirió que no estaba hablando de los analgésicos tampoco. Incapaz de evitarlo, Dora se dio la vuelta abrazando una almohada contra su pecho. Pero lo que había notado en su voz, no se transmitía en su cara. O quizá sólo hubiera escuchado lo que se moría por oír.

– Bueno, estoy segura de que el doctor te recetará algo si se lo pides. Ahora, sólo intenta dormir. No hace falta que te preocupes por Sophie, yo la cuidaré -todavía vaciló en el umbral de la puerta-. Confía en mí, Gannon. No voy a irme a ninguna parte. El problema es ahora tanto mío como tuyo.

Después de un momento, él asintió y empezó a desabrocharse la camisa. A Dora se le secó la boca cuando la tela se abrió para revelar la suave piel morena de su torso salpicada de vello. Al alzar la vista de las mangas, John se dio cuenta de que ella no se había movido y se detuvo.

– De verdad que agradezco tu preocupación, Dora, pero creo que será mejor que me dejes ocuparme de esto yo mismo.

Dora se sonrojó como una amapola, tiró la almohada en la cama y salió volando.

Sophie se agitó poco después un poco desconcertada y preguntando por su padre. Dora la acunó y se la llevó a la cocina para darle leche con galletas. Buscando algo con que entretener a la niña, había decidido preparar un bizcocho para el té cuando llamó Brian para avisar que había llegado el doctor Croft.

– ¡Oh, lo siento, Brian! Debería haberte avisado de que lo estaba esperando. Hazlo subir, por favor.

El doctor examinó a Sophie, leyó lo que estaba tomando y después miró a Dora por encima de las gafas.

– ¿De dónde los has sacado?

– ¿Son malos?

– No, pero no te los han vendido en una farmacia, ¿verdad? -señaló el logotipo de las Naciones Unidas-. ¿Quién es? ¿Una de tus pequeñas refugiadas?

– ¿Tiene eso importancia?

– Para mí no -miró a Sophie con una sonrisa-. La niña tiene una infección de pecho, pero con esto se le curará -dijo posando el frasco-. Está un poco baja de peso, pero aparte de eso, parece bastante saludable -entonces le dirigió a Dora una mirada pensativa-. Quizá, dadas sus recientes condiciones de vida, será mejor que la lleves a la consulta un día de éstos. Le haré unos análisis más exhaustivos. Sólo por precaución.

– Gracias. Lo cierto es que iba a pedirle que le hiciera unos análisis de sangre. Genéticos. Su padre necesita una prueba de paternidad.

– Ah, entonces supongo que él será mi otro paciente, ¿verdad? ¿Dónde está?

– Descansando. Tiene un par de costillas rotas y muchos dolores. Y como ha pillado frío y ahora ha empezado a toser…

– Enséñame el camino.

Dora lo condujo a la habitación de invitados y abrió la puerta. Gannon estaba dormido, estirado sobre la cama con la espalda desnuda. Era todo huesos y moretones.

– Mmm. No tiene muy buen aspecto, ¿verdad? No, no le despiertes. El sueño le sentará mejor que cualquier cosa que pueda darle yo.

– ¿Está seguro?

– Te recetaré unos analgésicos y antibióticos para él y volveré a examinarlo a primera hora de la mañana. Pero si estás preocupada, llámame a cualquier hora y vendré en el acto.

– ¿Y las pruebas de paternidad?

– ¿Es urgente?

– Bastante.

– Bueno, te llamaré en cuanto consiga cita con la clínica.

– Gracias, doctor.

Él se detuvo en el umbral de la puerta.

– Supongo que sabrás lo que estás haciendo, ¿verdad, Dora?

– ¿Por qué piensa eso? -preguntó ella con una tímida sonrisa.

– Bueno, sólo por precaución. Le daré al portero la receta para que vaya a buscártela -se la quitó de las manos-. Y si te preocupa algo, llámame. A cualquier hora.

– Gracias -cerró la puerta tras él y volvió al lado de Sophie-. Bien dulzura. Vamos a seguir con ese bizcocho.

John Gannon se despertó con la clara impresión de que le había pasado un tanque por encima. O un ejército armado por lo menos.

Era el atardecer y la luz dorada se filtraba por las ventanas y su cama era tan cómoda que casi había ignorado la llamada más urgente de la naturaleza.

Se movió con precaución. Y al asaltarle el dolor, recordó. Y con el recuerdo llegaron los pensamientos agridulces que le habían asaltado cuando había caído sobre aquella almohada. Miró al reloj y lanzó una maldición. Eran más de las ocho. ¿Qué había pasado con el doctor?