Maldijo de nuevo y se movió con más rapidez. Se fue al cuarto de baño y se salpicó agua fría por la cara. Cuando le asaltó una oleada de náusea, se agarró al borde del lavabo negándose a las demandas de su estómago hasta que remitieron.

Atravesó el recibidor para ver a Sophie, que estaba otra vez dormida en la cama de Dora. Estaba empezando a recuperar el buen aspecto, pensó. Sus mejillas estaban rosadas y su pelo negro brillaba. Cuando le retiró un mechón de la frente, la niña se despertó, abrió los ojos y le sonrió. John se inclinó para besarle en la frente y la tapó hasta el cuello. Era tan bonita. Ya la quería más que a sí mismo.

– ¿Gannon? -se dio la vuelta y encontró a Dora en el umbral de la puerta-. ¿Cómo te encuentras?

– Bien -le dio un espasmo de tos que lo traicionó y se alejó de Sophie para salir al recibidor-. Bastante bien, por lo menos.

Dora no discutió. Tenía un aspecto terrible y probablemente se sentiría aún peor. Sólo sacó dos frascos de píldoras que le pasó.

– El doctor te dejó estos analgésicos y unos antibióticos como precaución.

– No necesito antibióticos -dijo él metiéndoselos al bolsillo-. Necesito una prueba de paternidad. ¿Por qué no me despertaste?

– El doctor me dijo que no lo hiciera. Y ya ha pedido una cita para ti en la clínica para pasado mañana. Es lo más pronto que ha podido conseguir.

– ¿No podía hacerlo él?

– Ya te han apuntado en una cancelación. Tiene que hacerse bajo condiciones controladas y con testigos independientes. Bueno, ¿tienes hambre?

La náusea no le hacía decidirse.

– No mucha.

– ¿Un poco de salsa de Bovril y unas galletas?

John lanzó una carcajada.

– ¡Acabas de parecerte a mi abuela!

– Bueno, las abuelas saben algunas cosas -si fuera su abuela, le reñiría por haberse metido en aquel lío, lo metería en la cama con una bolsa de agua caliente, le lavaría la cara y le arroparía para que durmiera toda la noche-. Mientras no me parezca a ella… -añadió con un poco de acidez para ocultar los sentimientos de ternura.

Quizá debería haber sido más acida porque él estiró la mano y le acarició la mejilla con el pulgar provocándole una oleada de excitación que le hizo desear que la abrazara y le hiciera el amor. Los dedos de Gannon se deslizaron bajo su pelo como si tuvieran voluntad propia. Y de repente sus sentidos quedaron invadidos de ella ahogando la voz de la razón y de la supervivencia, una voz que decía: no puedes tener a otro hombre.

Pero mientras su perfume invadía sus fosas nasales, perdió la razón. Supo exactamente cómo la sentiría enroscada alrededor de su cuerpo, gimiendo de placer mientras él acariciaba su caliente y dulce cuerpo; los oídos saturados de sus gritos de pasión porque lo podía ver todo… estaba allí, emanando de sus nublados ojos grises. El deseo le calentó la sangre cuando ella se movió hacia él tentándole a que la tomara en sus brazos y se destruyera…

Capítulo 9

Gannon retiró la mano como si se hubiera quemado y cerró los puños. -No, Dora -dijo con voz de ultratumba-. No te pareces a ella en lo más mínimo.

Entonces se apartó poniendo entre ellos la distancia de un brazo mientras todavía tenía la fuerza de voluntad de hacerlo.

Era una hechicera. Tenía que serlo. Dora Kavanagh robaba el corazón de los hombres y lo mantenía prisionero mientras ellos le daban las gracias. Richard creía que era él hombre más feliz de la tierra y John sabía por qué. Aquella Pandora podría no tener encerrados todos los problemas del mundo, pero desde luego era el tipo de problema del que cualquier hombre sensato saldría huyendo. Y en cuanto a la esperanza, para él no había ninguna.

Y Gannon maldijo sus costillas rotas, su debilitado cuerpo que le impedía correr y la debilidad de su espíritu por no saber si quería hacerlo.

Entonces agarró las pastillas que el doctor le había dejado. Dora se dio la vuelta y le llenó un vaso de agua. Y mientras tragaba un par de analgésicos, pensaba que no le servirían de mucho. Sus síntomas físicos eran secundarios pero sospechaba que el dolor de su corazón era terminal.

– John…

Odiaba que pronunciara su nombre de aquella manera. Con suavidad, inseguridad… Lo odiaba y se moría por oírlo. Y el anhelo era lo peor.

– No, Dora.

– Por favor, John. Tengo que contarte algo.

John no quería escucharlo. Fuera lo que fuera, no quería escucharlo.

– No.

Se dio la vuelta y la cocina pareció dar vueltas a su alrededor.

«Dios bendito, ayúdame», suplicó.

Y como en respuesta, sonó un insistente timbrazo en al puerta. Por un momento, los dos permanecieron paralizados. Entonces el timbrazo se repitió y Dora empezó a atravesar la cocina.

Al pasar al lado de él, John le asió de la muñeca.

– Prométeme una cosa, Dora.

– Lo que quieras -susurró ella.

– Prométeme que pase lo que pase, cuidarás a Sophie. Que te asegurarás de que no la devuelvan…

Dora lanzó un gemido. Aquel hombre no era de los que pedía ayuda con facilidad y sin embargo, le estaba suplicando a ella.

– Te lo prometo -sus ojos dorados brillantes de intensidad, esperaban más-. Te prometo que la cuidaré, John. Tienes mi palabra.

– Dora…

Durante un momento que pareció una eternidad, John se embriagó con su tierna belleza. Sabía que no debería tocarla, que sólo rozarle la mejilla con la punta del dedo era traicionar a su amigo tanto como si la llevara a la cama. Pero no pudo evitarlo.

Le temblaba todo el cuerpo de deseo por ella, de necesidad por rodearla con sus brazos y enterrar la cabeza en su seno, de perderse en la suavidad de su cuerpo. Pero había suplicado ayuda y la ayuda había llegado. Si la abrazaba ahora, sería maldito para siempre.

Dora vio la batalla que se libraba dentro de él, el ardor que le nublaba los ojos, el deseo que los oscurecía y supo que todo era un reflejo de sus propios deseos. ¿Por qué? John Gannon era un extraño, un hombre cargado de secretos. Y sin embargo, desde el momento en que le había sorprendido en la granja y él había soltado una maldición, ella había sentido aquel especial vuelco en el corazón, había oído aquella voz interna repetir con insistencia:

«Éste. Es éste. Éste es el caballero de media noche que viene en mis sueños más secretos. El hombre que recordarás el día que te mueras. Incluso si vives cien años».

¿Por qué si no habría arriesgado tanto por él?

Alzó las manos para abarcarle la cara. Tenía la piel pálida y los pómulos muy salientes. Dora no estaba segura de cual de los dos temblaba más, lo único que sabía era que movería cielo y tierra para hacer que las cosas le fueran bien.

– John… escúchame… Tengo algo que contarte -empezó con prisa-. De Richard y de mí… Estás equivocado por completo…

El timbre sonó de nuevo, esa vez acompañado de unos fuertes golpes.

– Es la policía, Dora. Vete -dijo apartándola-. Antes de que tiren la puerta abajo.

– ¿Señorita Kavanagh? -no hizo falta mirar la identificación que extendió el hombre. Incluso con su traje bien cortado y vestido de paisano, era sin duda un policía y no iba solo-. Detective Inspector Reynolds. Agente Johnson -dijo dándose la vuelta para presentarle a su compañera.

– ¿Tienen orden judicial? -preguntó ella intentando pensar.

– No pensaba que la necesitáramos, señorita Kavanagh. Sólo queremos hablar con usted. Pero si prefiere acompañarnos a comisaría…

– No hace falta, inspector. Supongo que yo soy la causa de que estén aquí.

– ¿Señor Gannon? -Gannon estaba agarrado a la puerta de la cocina-. ¿Señor John Gannon? -John asintió y el inspector empezó a leerle los cargos-. Si me acompaña, señor…

– No pueden llevárselo -intervino Dora con indignación-. ¿Es que no ve que está enfermo?

– Déjalo, Dora -dijo él llevándose la mano al pecho al sentir otro ataque de tos-. No te involucres.

– ¡Maldita sea, Gannon! Ya estoy involucrada – se dio la vuelta hacia los policías-. No pueden llevarlo y arrojarlo a una celda. No lo permitiré.

El inspector miró a Gannon con más atención.

– No tiene buen aspecto. ¿Se hirió al aterrizar, señor Gannon?

Como respuesta, Gannon simplemente se deslizó y se desplomó sobre la moqueta todo lo largo que era.

– ¿Lo ve? ¿Qué le estaba diciendo? -Dora se agachó a su lado-. Usted, use la radio y llame a una ambulancia. ¡Ahora mismo!

La joven policía dirigió una mirada a su jefe, pero no discutió, y se descolgó la radio del cuello mientras Dora acunaba la cabeza de Gannon sobre su regazo hasta que llegaron los paramédicos y la apartaron con suavidad para poder examinarle las constantes vitales y conectarle un gotero antes de cargarlo en una camilla.

– ¿Qué diablos…?

Dora alzó la vista para encontrarse a su hermano en el umbral de la puerta.

– ¡Fergus! ¿Qué estás haciendo aquí?

– Me llamó el comisario en jefe. Dijo que podías encontrarte en problemas así que decidí venir a ver en qué tipo de líos te habías metido esta vez.

– ¡Oh, Fergus! -dividida entre las lágrimas y la risa, se levantó para abrazar a su hermano-. ¡Oh, Fergus! Eres una alegría para la vista. No podías haber llegado en mejor momento -se dio la vuelta hacia los de la ambulancia-. ¿A dónde lo llevan?

Le dieron el nombre del hospital más cercano.

– ¿Quiere acompañarlo, señorita?

Por supuesto que quería. No quería perderlo de vista ni un solo instante, ni siquiera con Fergus. Cuando Sophie se despertara y viera que su padre no estaba allí, necesitaría a alguien conocido.

– No puedo irme ahora mismo, pero iré en cuanto pueda. Dígaselo cuando recupere el sentido.

– ¿Quién es? -preguntó Fergus-. ¿Y qué es lo que le pasa?

– Parece una neumonía -dijo uno de los paramédicos-. Estará en pie antes de que se entere.

– Vete con él, Johnson -ordenó el inspector-. El señor Gannon no es el tipo de hombre al que una neumonía tenga postrado mucho tiempo.

– ¿Por qué no le esposan a la camilla? -preguntó Dora con enfado.

– ¡Dora! -la advirtió Fergus pasando el brazo por su hombro mientras la llevaba al salón para servirle un poco de brandy-. ¿Por qué no me cuentas lo que ha estado pasando aquí? -preguntó al ofrecérselo-. Entonces podremos hacer algo al respecto.

– Perdóneme, señor, pero si no le importa, tengo que hacerle algunas preguntas a la señorita. ¿Está la pequeña aquí, señorita Kavanagh?

Pero Fergus intervino por ella.

– Bueno, inspector. Entenderá que mi hermana está conmocionada. Y no contestará a ninguna pregunta hasta que llegue su abogado. Si quiere esperar abajo, estoy seguro de que el portero podrá ofrecerle una taza de té.

– Lo siento, pero tengo que saberlo. ¿Está la niña aquí, señorita Kavanagh?

– Está dormida, inspector. Por favor, no la moleste.

– Tengo que informar a los Servicios Sociales…

– ¡No! -Dora se llevó la mano a la boca-. No puede llevársela. Le prometí a John que la cuidaría.

– Lo siento, señorita, pero…

Dora comprendió que las emociones no iban a servirle de nada.

– El padre de Sophie me ha encargado que la cuide hasta que pueda hacerlo él mismo.

– ¿El padre? Me perdonará, señorita, pero eso tendrá que demostrarlo.

– El padre de Sophie -repitió Dora con paciencia-, acaba de ser trasladado al hospital. Yo soy la única persona que conoce la niña aparte de él y si la apartan de mí se sentirá muy sola y asustada. Le prometí a John Gannon que cuidaría de ella y lo haré.

– Lo haremos, inspector -intervino de nuevo Fergus-. De hecho, lo mejor será que mi hermana y la niña vengan a Marlowe Court conmigo -le pasó al inspector su tarjeta-. Creo que podrá aceptar mi palabra de que mi hermana se presentará mañana a primera hora en la comisaría con su abogado.

El policía miró la tarjeta.

– No soy yo el que puede decidirlo, señor -dijo incómodo.

– No tiene por qué hacerlo -descolgó el teléfono y le pasó el receptor al hombre-. Llame al comisario en jefe. Estoy seguro de que me avalará.

Dora casi sintió lástima por el hombre. Una cosa era tratar con una mujer joven aturdida y otra muy diferente enfrentarse a Fergus Kavanagh en su actitud más dictadora. Sus hermanas podían tomarse libertades con su dignidad, y llamarle Gussie a sus espaldas cuando las reñía, pero para el resto del mundo, él era el presidente de Industrias Kavanagh y malo para el que lo olvidara.

– ¿Quiere ver a Sophie? ¿Asegurarse de que está bien?

El alivio del policía fue palpable.

– Eso sería…

Hizo un gesto que lo decía todo.

Sophie dormía pacífica abrazada a su muñeca.

– Gracias, señorita. Tendré que informar a los Servicios Sociales donde se encuentra, por supuesto. Dejaré que ellos expresen sus objeciones al señor Kavanagh.