¿Cómo diablos iba a sentirse mejor hasta que viera a John y le hiciera escucharla? ¡Había estado tan segura de que ese día lo vería y se arreglaría todo! Pero todo había salido terriblemente mal. Se había desmayado. ¡Desmayado, por Dios bendito! ¿Quién había visto nunca algo tan patético?
Cerró los ojos contra la fiera luz del sol que entraba a raudales e intentó concentrarse a pesar del dolor de cabeza. John se había ido, había dicho aquel hombre. ¿A dónde? ¿Le habrían llevado esposado en un coche celular? No podían haberle hecho eso. Él no había hecho daño a nadie.
– ¿Ido? -repitió-. Usted ha dicho que…
– Exacto, señorita -repitió el hombre con paciencia-. Ahora, quédese aquí hasta que vuelva su amigo con el coche -le advirtió al intentar ella incorporarse de nuevo.
– Tan pronto…
– No esperan una vez que hay sentencia -le aseguró el hombre-. Ahora, ¿quiere intentarlo de nuevo? Pero despacio -de repente ya no parecía haber prisa para nada y Dora dejó que la ayudara a sentarse-. Dé un sorbo de esto y quédese sentada un minuto. Se pondrá bien enseguida.
Dora bebió un poco de agua y recordó sus modales.
– Gracias. Siento mucho haber sido tanta molestia -se dio la vuelta cuando se abrió la puerta-. ¡Richard! Se ha ido…
– Ya lo sé. Intenté hablar con él pero no llegué a tiempo. Mira, ¿puedes moverte? Tengo el coche fuera y el agente de tráfico me ha dado sólo dos minutos.
– Por supuesto que puedo moverme. Se puso en pie al instante y Richard la tomó del brazo cuando se balanceó y se llevó la mano a la cabeza.
– Necesita tomarse su tiempo -advirtió el ujier-. Hasta que se haya recuperado.
– Tengo que hablar con él. Es absolutamente esencial. John cree que yo he llamado a la policía, pero no lo he hecho. Tendrás que verlo… y decírselo.
– Se lo podrás decir tú misma, Dora.
– Pero no puedo… ¿No lo entiendes? No querrá hablar conmigo.
Richard la miró fijamente.
– Pero yo creía… ¡Oh, Dios! Te has levantado demasiado pronto -cuando se puso pálida, Richard la sujetó por el brazo y la llevó fuera, aposentándola en el asiento trasero.
– ¿Se las arreglará bien, señor? -preguntó dudoso el ujier que los había acompañado con el bolso de Dora.
– Voy a ahora mismo a recoger a mi esposa. Su hermana. Ella la cuidará. Gracias por haberme ayudado a traerla.
El camino a casa transcurrió en una neblina de miseria. Poppy iba con ella en la parte trasera y la rodeaba con su brazo. Pero Dora estaba desolada. Había creído que cuando viera a John todo se arreglaría.
¡Qué tonta había sido! Él la había mirado como si no existiera. Como si estuviera muerta. Y pasarían seis meses antes de que pudiera verlo, porque no dejaría que lo visitara en prisión. No necesitaba preguntarlo, lo había visto en su cara.
Pero seguramente querría saber cómo estaba Sophie, ¿no? Sintió una leve oleada de esperanza que murió en el acto. Fergus se encargaría de eso. Por eso le había dejado la responsabilidad a su hermano. No por su influencia o autoridad, sino para no tener nada que ver con la mujer que lo había traicionado. Y Fergus había aceptado con la esperanza de mantenerlos separados. No tenía sentido acudir a su hermano en busca de ayuda porque no aceptaba a John. No lo había dicho, pero estaba claro que no creía que John Gannon fuera el hombre apropiado para su preciosa hermanita.
Desde luego que había arreglado todos los papeles de Sophie, pero no había dejado de recordarla que John Gannon había estado a punto de llevarla a los tribunales. ¡Como si a ella le hubiera importado!
El problema con Fergus era que nunca había estado enamorado y no podía esperar que la entendiera.
– Vamos, cariño. Ya hemos llegado a casa -dijo Poppy-. ¿Por qué no subes a acostarte un rato? Pareces bastante débil.
– No, tengo que ver a Sophie. ¿Dónde está Sophie?
La niña era su único lazo con Gannon y de repente sintió miedo de que Fergus intentara llevársela sin que ella lo supiera.
– Eh, cálmate. Estará en la cocina con la señora Harris, supongo. Vamos a buscarla.
Pero Dora ya estaba a unos pasos por delante de ella.
Sophie, envuelta en un enorme mandil, estaba sentada en el mostrador pegando ojos y bocas en unas galletas con forma de hombre, pero bajó de la silla y corrió hacia Dora en cuanto la vio. Dora se agachó para abrazarla. Con demasiada fuerza. No debía aferrarse a la niña. Ella tendría otra vida en alguna parte con John. La soltó y la miró. Había mejorado mucho después de unos días de disfrutar de la buena cocina de la señora Harris…
– Me guardarás uno de esos hombrecitos, ¿verdad, cariño? -dijo un poco temblorosa y con la garganta atenazada.
Poppy la tomó del brazo.
– Vamos ahora, Dora. Acuéstate un rato. La señora Harris y yo cuidaremos a Sophie. Quizá nos demos un baño más tarde.
– Quizá tengas razón -debía estar pensando, no descansando, pero la cabeza le dolía tanto-. Pero avísame dentro de una hora.
– Duerme todo lo que necesites.
Fergus llegó a casa poco después de las cuatro.
– ¿Dónde está Dora? -preguntó al entrar en la piscina.
Poppy, de pie al lado del borde con un bañador blanco, estaba esperando a que Richard saliera de los vestuarios y se volvió al oír la voz de su hermano.
– ¿Está acostada? -contestó.
– ¿Por qué? -preguntó con dureza Fergus-. ¿Qué es lo que le pasa?
Acordándose de que Fergus no debía saber lo de su viaje a Londres, dijo:
– Nada. Es sólo el calor.
– Mejor. Gannon está ahí fuera y ha venido a recoger a su hija. ¿Dónde está Sophie?
– En la cocina con la señora Harris. Acaba de preparar un té, así que podrás invitar al señor Gannon a tomarlo mientras espera.
– ¿Estás segura de que Dora está descansando?
– Estaba completamente dormida cuando la dejé hace diez minutos. ¿Por qué, Fergus? ¿Estás intentando mantenerlos separados?
Fergus hizo una mueca.
– Ya he aprendido a no intentar separar a Dora de nada que quiera, Poppy. Es Gannon el que no quiere verla. Sólo quiere recoger a su hija e irse.
– Eso es un poco grosero, considerando todo lo que Dora ha hecho por él.
– Quizá. Y no niego que echaré de menos a Sophie, pero él es inflexible.
– ¡Oh, Fergus!
– No empieces con lo de: ¡oh, Fergus!, Poppy. Esto es enteramente decisión suya.
– Pero tú no has hecho nada por hacerle cambiar de idea, ¿verdad?
– Yo lo he visto, tú no. Ese hombre está completamente decidido, pero ya que Dora está acostada, le diré que entre a esperar a Sophie. Puedes ofrecerle una bebida si quieres. Eso te dará la oportunidad de decirle lo que piensas de él mientras yo voy a ver lo que pasa en la cocina.
Con aquellas palabras se dio la vuelta y se dirigió aprisa hacia la parte delantera de la casa.
– ¿He oído a tu hermano? -preguntó Richard cruzando el borde de la piscina desde los vestuarios.
– Sí.
– ¡Qué lástima! Esperaba que tuviéramos la piscina para nosotros solos un rato.
– Ahora no hay nadie -dijo Poppy sonriéndole seductora y lanzando un grito cuando Richard la agarró y la levantó en brazos.
Entonces la besó.
John Gannon, dio la vuelta a la esquina y se detuvo bruscamente. Fergus Kavanagh le había dicho que Dora estaba dormida, si no, no hubiera salido del coche. Y no era que Fergus hubiera necesitado mucho convencimiento de que sería mejor que no se vieran. Estaba claro que no aceptaba a un hombre que había estado a punto de meter a su hermana en serios problemas con la ley. Y en serios problemas con su matrimonio, aunque él no podía saberlo. Pero Gannon no lo culpaba porque deseara que saliera de su casa lo antes posible. Un corte limpio. Doloroso, pero necesario.
Y había sido doloroso. Cuando la había oído suplicar a la enfermera desde su cama del hospital, había sido como si le arrancaran el corazón. Tener su carta en las manos y no abrirla. Decirle al abogado que bajo ninguna circunstancia debía darle su dirección. Pero sabía que había hecho bien. No había necesitado que Fergus Kavanagh le hubiera mirado como si sólo constituyera un problema. Lo era.
Pero incluso entonces, en lo más profundo de su alma, todavía había albergado esperanzas. Hasta ese mismo día en que se había dado la vuelta en la sala del tribunal y la había visto con Richard. Y entonces ella había gritado y él había sabido que no podría mirar a Richard tampoco. Porque todo se le hubiera notado en la cara. No habrá podido esconder la culpabilidad ni el dolor.
Y ahora, tenía su peor pesadilla delante de él. Allí estaba ella, envuelta en los brazos de su amigo más antiguo. Del hombre que era su marido. Del hombre que la amaba. Eso lo podía entender, porque él también la amaba. La amaba por encima de la razón. Si alguna vez lo había dudado, ahora lo sabía con seguridad. Lo mismo que sabía que debía haber confiado en su instinto y se debía haber quedado en el coche.
Ahora se había quedado sin aliento y tuvo que aflojarse la corbata mientras se esforzaba por sofocar los celos y se daba la vuelta para escapar antes de que lo vieran.
Demasiado tarde.
– ¡John! -se detuvo y se volvió lentamente mientras Richard se acercaba a él con la mano extendida y una amplia sonrisa-. ¡Maldita sea, cómo me alegro de verte! -se dio la vuelta para darle la mano a la mujer que tenía a sus espaldas-. John está aquí por fin, cariño.
– Richard -empezó a protestar Gannon antes de detenerse confundido.
La mujer que estaba detrás de Richard no era Dora. La mujer a la que había besado no era Dora.
– Ya te dije que era el hombre más feliz de la tierra -estaba diciendo su amigo-. Ahora puedes ver por qué -se dio media vuelta-. Poppy, cariño, éste es John Gannon, ¿te acuerdas? Quería que fuera nuestro padrino de boda pero estaba perdido en algún país extranjero. ¿Dónde estabas en Navidad, John?
La mujer se parecía a Dora un poco. Tenía el mismo pelo rubio y cuerpo esbelto. Pero era más alta, mayor y más sofisticada, con el tipo de sofisticación del mundo de la moda y la belleza.
– ¿Poppy? -repitió como si su nombre estuviera cargado de magia.
– La hermana mayor de Dora -confirmó ella. John todavía no podía asimilarlo-. Viene de Popea y Pandora. A mi madre le gustaba mucho la mitología.
John tragó saliva intentando comprender.
– ¿Y… cómo se escapó Fergus?
Poppy lanzó una carcajada.
– La leyenda familiar dice que mi madre quería que se llamara Perseo, pero mi padre se puso firme. Dijo que todo el mundo lo llamaría Percy.
John seguía mirando a la pareja con incredulidad.
– ¿Y estás casada con Richard?
– Si te ha dicho lo contrario, te ha mentido -dijo ella con una sonrisa-. Y tendrá que pagar la multa.
Empezó a arrastrar a su marido hacia el borde de la piscina.
– ¿Dónde está Dora? -su prisa quedó interrumpida por el chapoteo del agua.
– Dora está arriba acostada, John. Se desmayó en el juzgado. Todo esto ha sido demasiado para ella. Pero eso ya lo sabes. Tú estabas allí.
– ¿Dónde puedo encontrarla? -insistió él-. Tengo que verla ahora mismo.
La hermana mayor de Dora sonrió.
– Sube las escaleras y en la tercera puerta a la derecha.
Y con eso, se unió a su marido en el agua.
Gannon subió despacio la amplia escalinata de roble. Dora no estaba casada con Richard. No dejaba de repetírselo y sin embargo, no se atrevía a creerlo del todo. Ahora entendía como había sido la confusión. El policía había supuesto que Dora era Poppy y la había llamado señora Marriott y él lo había aceptado sin cuestionarlo. Pero, ¿por qué había dejado ella que siguiera creyéndolo?
La tercera puerta a la derecha. Dio un suave golpe pero no obtuvo respuesta. En el silencio oyó la carcajada feliz de la niña desde la cocina. Sophie. Había encontrado a Sophie y la había traído a casa sorteando todo tipo de peligros. No iba a dejar que ahora se interpusiera en su camino algo tan banal como una puerta. Agarró el pomo y la abrió. Ya no importaba nada, sólo que la amaba.
Dora estaba dormida. Con el pelo extendido sobre la almohada y las doradas extremidades apenas cubiertas por una sábana. Era como la Bella Durmiente. Se moría de ganas de despertarla con un beso, pero aquello no era un cuento de hadas y él no era ningún príncipe.
En vez de eso, se arrodilló al lado de la cama y apoyó la mejilla contra las manos deseando con todas las fibras de su ser que se despertara para poder tomarla en sus brazos y sin embargo, reticente a perder aquel momento de perfecta esperanza. La promesa había estado todo el tiempo en su nombre. Nunca debería haber perdido la esperanza.
Y entonces notó algo extraordinario. Tenía las mejillas mojadas. Alargó la mano, le rozó la piel con la punta de los dedos y se llevó el sabor salado de sus lágrimas hasta los labios. Había estado llorando en sueños.
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