– Creo que aceptaré esa invitación y comeré algo.
– Sírvete tú mismo -anotó algo en la hoja como si no le interesara el que comiera o no-. Das la impresión de no haber hecho una comida decente en toda una semana.
– Es que no la he hecho.
– ¿De verdad? -por fin le dedicó toda su atención-. Tienes un aspecto horrible.
– Gracias, pero ya lo había notado. Y tampoco me siento muy bien, por si te interesa.
Dora se inclinó hacia adelante pero mantuvo las manos sobre el bloc en el regazo.
– Mira, si confías en que no te envenene, te prepararé algo -él la miró un momento. Aunque estaba seguro de que no lo envenenaría, era lo máximo que podía confiar en ella-. ¿Unos huevos con bacon, quizá?
– ¿Un desayuno tempranero?
– Si te apetece… -se levantó de la silla y dejó el lápiz y el bloc en la mesa a su lado-. No tardaré mucho. ¿Por qué no pruebas esa copa? Podría sentarte bien.
Su copa sin tocar estaba en la mesa. Gannon la recogió y dio un sorbo al licor sintiendo el calor deslizarse por la garganta. Le sentó bien. Demasiado bien. Lo posó y la siguió a la cocina.
– Te echaré una mano.
Ella se encogió de hombros como si no la molestara. Pero le venía bien. Cualquier cosa que le mantuviera abajo.
– El frigorífico está ahí.
Gannon se acercó y sacó zumo de naranja, una caja de huevos y un paquete sin abrir de bacon.
Dora agarró una sartén y encendió el fuego mientras él abría el paquete de bacon que había comprado esa mañana. Lanzó un bostezo y miró al reloj. Eran casi las tres.
Y cuando había comprado el bacon había sido la última vez que había usado el móvil.
Había estado esperando una llamada, lo había dejado encendido en el bolso cuando había salido corriendo para el supermercado. Y ahora la batería estaba agotada por completo. Sacó un par de vasos y sirvió el zumo ¿Cómo podía haber sido tan estúpida?
Sencillo. Le pasaba todo el tiempo. Pero en cualquier otro momento no hubiera importado.
Lo había conectado al cargador al lado de la cama y lo había apartado de la vista lo mejor que había podido. Pero sabía que Gannon la vigilaría de cerca y sería más probable que no lo descubriera si se mantenía lejos de la habitación. La batería no tardaría en cargarse y en cuanto Gannon hubiera comido algo, con el calor del fuego que le había encendido, no tardaría en dormirse. Pero sabía que sería más probable que cooperara si creía que era su propia idea.
– Hay setas, si te gustan.
Se acercó al frigorífico y las sacó.
– Setas silvestres. ¿Dónde las has conseguido?
– Las he recogido yo esta mañana -él la miró pensativo y Dora supo exactamente lo que estaba pensando-. Me comeré yo una si no te fías.
– No hace falta. Las distingo muy bien -Dora las puso en la encimera y empezó a cascar los huevos. Gannon se sentó en un taburete frente a ella.
– ¿Cómo conociste a Richard?
Ella mantuvo la vista fija en el cuenco deseando no haber empezado nunca aquella estúpida farsa. Lanzó un hondo suspiro.
– Ya te lo he dicho. Nos presentó mi hermana.
– Él no suele ir a fiestas. Conoció a su primera esposa en una cacería.
– Yo no cazo.
– Ya se nota.
Su piel, de delicado color melocotón, no era la de una entusiasta del aire libre.
– ¿Cómo está el bacon? -preguntó Dora.
Gannon se acercó a la sartén.
– Bien -echó un puñado de setas y siguió mirándola fijamente mientras ella volcaba los huevos en otra sartén más pequeña y se reunía con él-. De acuerdo. Me doy por vencido. Cuéntamelo.
– Fue a través del trabajo -Dora no levantó la vista de la sartén. Sería mejor aferrarse a la historia de Poppy antes que inventarse una. Pero no le gustaba nada.
– ¿Tu hermana trabajaba para él?
Lo cierto era que su hermana había estado haciendo un reportaje fotográfico para un anuncio de maquillaje al lado del río.
– No exactamente…
– ¡Sophie! ¿Qué es lo que pasa?
Dora se dio la vuelta y vio a la niña de pie en el umbral de la puerta. Algo en la forma en que se movía le trajo recuerdos graciosos.
– Creo que necesita ir al baño, Gannon. ¿Quieres que me ocupe yo?
– No. Ella no te conoce. Y no habla mucho inglés.
Se inclinó y levantó a la niña en brazos. Dora, que no dejó de mirarlo, hubiera jurado que la transpiración le empañaba la frente por el dolor. La niña murmuró a algo a su oído, pero él sacudió la cabeza y sin decir una sola palabra salió al recibidor.
Estuvieron fuera un rato. Dora se estaba preguntando si no se habría quedado dormido al lado de su hija cuando aparecieron los dos.
Sophie llevaba una camiseta limpia que le llegaba hasta los pies y un grueso jersey que arrastraba por el suelo.
– He buscado en tus cajones. Espero que no te importe -puso una mueca de disculpa-. Ha tenido un pequeño accidente.
– No te preocupes -Dora sonrió a la pequeña-. Ahora que estás despierta, ¿te apetecen unos huevos?
Había tostado pan y lo cortó en triángulos y extendió los huevos revueltos encima.
Gannon se lo tradujo a la niña en una lengua que le sonaba familiar y Sophie abrió mucho los ojos cuando él se sentó, la sentó encima de su regazo y le acercó el plato. Sophie comió con rapidez apenas masticando y no dejó ni las migas.
– Hay más -ofreció Dora.
Pero Gannon sacudió la cabeza.
– Eso es suficiente por ahora.
Acercó su propio plato y empezó a comer con torpeza usando una sola mano.
– Espera. No puedes comer así. Dámela.
Él no discutió, pero cuando Dora se agachó para recogerla, Sophie se aferró a su padre. Gannon la habló con suavidad y Dora se encontró examinada con intensidad por la pequeña. Entonces, como si hubiera quedado satisfecha con lo que había visto, Sophie alzó los brazos en un gesto de absoluta confianza.
– ¡Oh, dulzura! Te has quedado fría. La llevaré al lado del fuego, Gannon.
– De acuerdo.
Pero Dora ya se había ido sin esperar por su permiso. Sophie tenía los pies helados y la llevó hasta el sillón al lado del fuego sentándose con ella en el regazo. Por un momento, Dora contempló el largo pelo fino de Sophie antes de tocarlo.
– Pelo -dijo.
Sophie repitió la palabra, sonrió, cerró los ojos y se quedó dormida en el acto. Dora, incapaz de moverse sin despertarla, se relajó contra el respaldo y cuando el calor empezó a adormilarla, cerró los ojos.
Cuando Gannon llegó al salón cinco minutos más tarde, las dos estaban profundamente dormidas y abrazadas. Se quedó de pie un momento considerando como devolver a Sophie a la cama. Le daba pena molestarla de nuevo y quizá se sintiera más a salvo así. Y podría aprovechar para descansar algo sabiendo que Sophie lo despertaría si Dora se movía.
Avivó más el fuego antes de estirarse en el otro sillón al lado del de Dora. Sin embargo, a pesar del cansancio, no tenía ganas de cerrar los ojos y borrar aquella escena de infinita paz.
La mujer y la niña se habían quedado dormidas seguras de que estaban a salvo y que nada les haría daño. Por un momento, su mente voló a las cuarenta y ocho horas anteriores y supo que la paz sólo sería temporal. Al menos para él y para Sophie.
Dora se despertó con rigidez. Tenía la cabeza en un extraño ángulo y el brazo izquierdo abotargado. Por un momento no supo dónde estaba. Cuando parpadeó, vio al hombre estirado en el sillón opuesto con la cabeza contra los cojines y su largo y delgado cuerpo relajado por el sueño. Entonces lo recordó todo. Sophie. Gannon.
Sobre todo recordaba a Gannon, imposible, autoritario y arrogante y las mejillas le ardieron al pensar en cómo lo había mirado en el cuarto de baño. John Gannon no era un hombre con el que se pudiera jugar.
Fue entonces cuando se acordó del teléfono arriba en su habitación. Ahora era demasiado tarde. ¿O no? Gannon estaba profundamente dormido y parecía menos amenazador. Incluso vulnerable. Los duros ángulos de su cara habían perdido la tensión y acoso de por la noche. Ya no parecía un vagabundo, más bien un artista o académico.
Un mechón de pelo oscuro caía suavizando su alta y ascética frente y sus ojos vigilantes estaban ocultos por largas y espesas pestañas.
Su larga nariz recta, su boca firme, la fuerte barbilla, todo sugería un hombre de infinita fuerza y aguante. Era, pensó con un ligero cosquilleo en el vientre, asombrosamente atractivo.
No parecía en absoluto peligroso, más bien podría ser el hermano o el tío de cualquiera. Bajó la vista hacia la niña enroscada contra su hombro. O un padre amoroso. Pero el aspecto podía defraudar mucho. Y allí había más de un tipo de peligro.
Sophie parecía absolutamente dormida también. Sólo Dios sabría por lo que había pasado aquella niña, pero era evidente que estaba mal nutrida y agotada. Quizá pudiera llevarla hasta la cama sin despertarla.
Pero cuando intentó deslizarse, aquellos grandes ojos oscuros se abrieron de golpe y el pequeño cuerpo se tensó en sus brazos. Antes de que pudiera gritar, Dora le posó un dedo en los labios y miró a Gannon. Entonces, al comprender que Dora quería que guardara silencio, ella misma se llevó el dedo a los labios. Dora sonrió y Sophie le devolvió la sonrisa.
Hasta el momento bien.
Consiguió levantarse con al niña en brazos y aunque sus músculos se quejaron, consiguió pasar por encima de las piernas extendidas de Gannon. Se esforzó por no mirarlo, segura de que sentiría su mirada y se despertaría.
Se escabulló en silencio hacia la puerta convencida a cada paso de que se despertaría y su voz rompería el silencio para preguntarle adonde iba. Pero consiguió llegar hasta la puerta sin despertarlo, subir las escaleras y con el corazón desbocado, meter a Sophie en la cama.
Hizo otro gesto de silencio antes de meter la mano bajo la cama para buscar el teléfono y sin perder tiempo, marcó el único número que se sabía de memoria.
Le pareció que pasaba una eternidad antes de que diera señal de llamada y cuando por fin contestaron, no era su hermano, sino su ama de llaves. Bueno, era demasiado temprano.
– ¿Puedo hablar con Fergus, por favor? -susurró.
– Lo siento, no puedo oírla bien. La línea no debe estar muy bien -dijo la señora Harris.
– Fergus -susurró Dora desesperada-. ¿Está ahí?
– No creo que haya bajado todavía. Un momento.
Escuchó que posaban el receptor y los pasos de la señora Harris alejarse por el recibidor. Hubo una larga pausa, en la que Dora contuvo el aliento.
Entonces oyó la fría voz de Fergus decir con frialdad:
– Kavanagh.
Y supo exactamente cuál sería su reacción. Se pondría paternalista. Igual que había hecho cuando le había contado sus planes de embarcarse en un viaje de ayuda humanitaria por Europa, convencido de que lo llamaría a la semana para pedirle que la sacara de allí.
Y recordó su silencioso juramento de morder cristales antes que pedirle ayuda.
Y había pasado tres noches de pesadilla en Grasnia con los suministros humanitarios a salvo tras ella, tres días en los que podría haber gritado con toda la fuerza de sus pulmones y su bien conectado hermano no podría haber hecho nada por ella. Había sobrevivido al agotamiento, a los soldados hostiles, a las condiciones primitivas, a la falta de agua potable y comida decente y a los horrores de los campos de refugiados. Y a los disparos.
Y ahora que estaba a salvo en casa, ¿iba a recurrir a Fergus ante el primer problema? Él estaba a miles de millas de distancia, por Dios bendito. ¿Qué podría hacer? Y lo más importante, ¿qué se le ocurriría hacer? Llamaría al inspector, al que seguro conocería y pediría que una unidad armada fuera a la granja a liberar a su hermana de una terrible situación en la que se había metido ella sola.
De acuerdo, nadie podría describir la irrupción de Gannon con Sophie en su vida como agradable, ¿pero necesitaba de verdad que Fergus acudiera en su ayuda?
Ella había ido a Grasnia a ofrecer ayuda, no a pedirla. Había buscado el desafío. Y sin embargo, cuando un hombre se colaba por su puerta, lo único que se le ocurría era gritar en busca de ayuda.
Y si Gannon era quien decía, no corría ningún peligro. Y si hubiera estado asustada, no hubiera ido hasta el teléfono, habría salido corriendo. Y si hubiera querido a la policía, la podría haber llamado ella misma.
Sophie estaba arrodillada en la cama con los enormes ojos solemnes y la cabeza ladeada como si estuviera esperando la decisión de Dora.
– ¿Hola? ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? -sonó insistente la voz de su hermano.
Gannon y Sophie estaban metidos en problemas. Quizá estuviera siendo estúpida, pero de repente comprendió que quería ayudarlos tanto como a los refugiados de Grasnia.
– Lo siento mucho. Debo haberme equivocado de número -murmuró en voz baja para que no se la pudiera reconocer.
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