Y antes de poder cambiar de idea, metió el teléfono en el cargador escondiéndolo bajo la cama. Entonces, apartándose el pelo de la cara, sonrió a Sophie.

– Vamos, dulzura, creo que te vendría bien un baño.

Gannon se despertó lentamente, se estiró y aunque sintió una punzada de dolor en el costado, fue menos fuerte que la noche anterior. Quizá no se hubiera hecho tanto daño como había creído. O quizá fuera que se sentía mucho mejor después de dormir y comer como no había hecho en días.

Pero hacía más frío; del fuego apenas quedaban unas brasas y se estremeció. Lo que necesitaba era un café caliente y después se enfrentaría a la pila de problemas que le esperaban.

Pero al estirarse más y frotarse los ojos, comprendió que el desayuno tendría que esperar. El sillón del otro lado del fuego estaba vacío. Sophie y Dora habían desaparecido.

Capítulo 5

Gannon estaba de pie y a mitad de camino de la puerta cuando oyó la carcajada de su hija. Se detuvo completamente sorprendido ante el inesperado sonido. Oyó un grito y subió corriendo las escaleras.

Dora, arrodillada al lado de la bañera le estaba echando agua a Sophie con las manos y se volvió cuando él entró de forma brusca.

– Hola -le saludó con una sonrisa. Llevaba una enorme camiseta azul y unas mallas tan ajustadas como una segunda piel. Se había recogido el pelo y apenas llevaba maquillaje. No había nada calculado en su aspecto, pero estaba preciosa-. Nos lo estábamos pasando bien. ¿Quieres jugar?

Gannon tragó saliva sin poder moverse. ¿Jugar? ¿Tendría la menor idea de lo que estaba diciendo?

– Me preguntaba dónde estaríais -dijo con rigidez.

– ¿Y dónde íbamos a estar? Me pareció una pena despertarte -dijo con una sonrisa-. Parecías estar tan en paz.

– ¿De verdad?

Pues en ese momento no se sentía nada en paz, turbado por el efecto de su boca jugosa cuando le sonreía.

– Y pensé que a Sophie le gustaría darse un baño.

– Pues has acertado.

– Mmm -se movió para dejarle sitio y dio una palmada al borde de la bañera-. Pero te advierto que a Sophie le gusta salpicar.

Gannon se arrodilló a su lado, pero no estaba mirando a Sophie. Dora se había duchado, tenía el pelo todavía mojado y olía a gloria y él no podía apartar los ojos de ella. Por un momento, mientras se miraban el uno al otro, Gannon sintió como si la conociera de toda la vida. Entonces Sophie, cansada de que no le hicieran caso, los duchó con una palmada bien calculada y no dejó de reírse hasta que le suplicaron que parara.

Cuando Gannon se dio la vuelta para sacar una toalla de las estanterías notó que Dora seguía mirándolo con intensidad y el ceño un poco fruncido.

– ¿Dora?

Ella siguió mirándolo antes de darse la vuelta y envolver a Sophie con la toalla.

– ¿Por qué no vas a empezar a preparar el desayuno, Gannon? Mientras, yo buscaré ropa más adecuada para Sophie.

– ¿Te apetece algo especial? -ella sacudió la cabeza pero no lo miró-. Bien.

– Y quizá puedas volver a encender el fuego. No hace mucho calor esta mañana y no quiero que pille frío.

– Yo me encargaré.

– Y… John… -él se detuvo en el umbral y esa vez fue él el que no quiso mirarla-. Haré lo que pueda para ayudaros.

A pesar de sí mismo, se dio la vuelta. Dora estaba de pie, con los pies levemente separados y Sophie en brazos. La temprana luz de la mañana producía un halo alrededor de los mechones que se le habían soltado de la banda. En ese momento, Gannon supo exactamente por qué Richard se había enamorado de ella y por qué, en una época en que la mayoría de las parejas simplemente se ponían a vivir juntas, él se había casado con ella. En el lugar de Richard, él habría hecho exactamente lo mismo. Asintió y, sin decir nada, bajó las escaleras.

En cuanto desapareció de la vista, Dora lanzó un suspiro. Ella era lo que los medios llamaban una chica Sloane, una de las «chicas con perlas» que dividían su tiempo entre las carreras de caballos de Ascott y las tiendas más exclusivas de Sloane Square. Estaba acostumbrada a que la miraran, pero cuando lo hacía John Gannon, algo se inflamaba en un sitio secreto que ni siquiera había sabido que existía. Y después el ardor empezaba a expandirse.

Sophie le rodeó el cuello con los brazos y la abrazó con fuerza y Dora sonrió y le dio un beso en la mejilla.

– Vamos, cariño. Vamos a buscarte algo de ropa.

Dora empezó a rebuscar en sus cajones pero no encontró nada que pudiera valerle a la niña. Estaba tan terriblemente delgada que las camisetas de Dora le quedaban como sacos. ¿Sería por eso por lo que Gannon la había secuestrado? ¿Por el cruel abandono que había sufrido?

La abrigó como pudo y la bajó a la cocina.

– La niña necesita ropa, Gannon.

Él alzó la vista del fuego.

– A mí me parece que está bien.

– No seas tonto. Para empezar, no tiene ropa interior.

– No creo que le importe.

– Pero me importa a mí. Y mucho. ¿Y qué hay de los zapatos? He intentado ponerle mis calcetines pero se le resbalan y tiene los pies fríos.

Él se agitó con nerviosismo.

– El fuego estará encendido enseguida.

– Pero ésa es una solución temporal. ¿O piensas dejarla aquí hasta que crezca y le valgan mis cosas?

Era una idea tentadora.

– No, bajo las circunstancias actuales, será mejor que nos vayamos cuanto antes.

– ¿Qué circunstancias?

Que se había llevado a su hija de un campo de refugiados sin permiso. Que la policía británica y francesa pronto empezarían a buscarlo si no lo estaban haciendo ya y que estaba a punto de ponerse en ridículo con la esposa de su mejor amigo.

Todo lo cual eran razones de peso para irse de la granja, pero ninguna conseguiría que hicieran una salida airosa.

Dora se cansó de esperar una respuesta.

– ¿A dónde irás, Gannon? ¿Y qué hay de Sophie? No puedes irte así con ella. Es sólo un bebé. Necesita calor, un refugio. Necesita que la cuiden.

Él no podía discutir aquello, pero escapar era lo único que había tenido en mente, llevar a su hija a la seguridad. En cuanto llegaran a la granja podrían descansar, recuperarse y él tendría tiempo para pensar. No había contado con tener compañía. La única alternativa era su apartamento de Londres, pero ése era el primer sitio en que lo buscarían las autoridades. Empezó a cascar los huevos.

– Estoy abierto a cualquier sugerencia.

– Bueno, ¿por qué no solucionar los problemas de uno en uno? Antes de que puedas llevarte a Sophie a alguna parte necesitará ropa. O sea que me iré a la ciudad y le compraré algo. O podrías ir tú y yo me quedaría con Sophie.

Él la miró intentando con desesperación leer su mente y averiguar si era algún truco.

– ¿Puedo confiar en ti?

– ¿Confiar en mí para qué? ¿Para comprar ropa? ¿O para mantener en secreto tu presencia aquí? – Dora miró a su alrededor-. No veo a nadie más aquí, así que tendrás que arriesgarte -sentó a Sophie en un taburete-. Muy bien, jovencita. ¿Qué te parece un cuenco de cereales?

Agitó la caja y Sophie le sonrió.

En cuanto la niña terminó de desayunar, Dora fue a por la cinta métrica para tomarle medidas.

– ¿A dónde vas a ir a comprar?

– A ningún sitio sin las llaves de mi coche -estaba revisando el contenido de su bolso-. Parece que las he perdido.

Gannon se las sacó de bolsillo y se las pasó.

– Supongo que necesitarás también esto -dijo mirando su monedero con las tarjetas de crédito.

– Eso creo. Iré a Maybridge. Es el sitio más cercano.

– Guarda la cuenta de lo que gastes. Te lo devolveré en cuanto consiga llegar a un banco.

– No te preocupes. Por comprarle algo de ropa a Sophie no voy a arruinarme.

Gannon recordó las extravagantes facturas de su propia ropa.

– ¿O a arruinar a Richard?

Ella desvió entonces la vista negándose a entrar al trapo.

– Estoy segura de que él haría lo mismo si estuviera aquí -murmuró-. Tardaré lo menos posible.

Gannon la siguió hasta el extremo del granero, que ahora albergaba el todo terreno de Richard. Los brillantes coches deportivos de Poppy se alineaban a su lado. Su Mini verde parecía fuera de lugar entre ellos, pero a Dora no le interesaba llamar la atención.

– Tenéis muchos coches para dos personas -dijo Gannon al abrir la puerta para que saliera.

– Éste es sólo mi coche para ir de compras – Dora se ajustó el cinturón antes de mirarlo-. Pero si estabas pensando escaparte mientras yo esté fuera, te advierto que Richard los ha inmovilizado todos antes de irse.

Gannon sonrió.

– ¿No confía en ti para sus lujosos deportivos?

Dora esbozó una sonrisa amarga.

– Quizá Richard conozca mejor a sus amigos que ellos a él -arrancó el motor-. Cuando vuelva, Gannon, será mejor que estés preparado para contarme lo que está ocurriendo -sacó unas gafas de sol de la guantera y se las puso-. ¿Y quién sabe? Si creo que lo mereces puede que se me ocurra alguna idea brillante para ayudarte.

No le dio tiempo a contestar y arrancó.

Gannon la observó alejarse preguntándose si estaría cometiendo un grave error. Creía que no, pero no podía estar seguro. Había algo en ella por lo que no se atrevería a poner la mano sobre el fuego. Y eso le preocupaba. O quizá fuera sólo que ella le preocupaba.

Se dio la vuelta y volvió aprisa a la casa cerrando la puerta con llave. Entonces llamó a Sophie para que lo siguiera y subió arriba. La echó en la cama de Dora y le dijo con suavidad que lo esperara allí mientras se duchaba y cambiaba. Primero le habló en su propia lengua y después en inglés. Cuando antes empezara a aprenderlo, mejor.

– ¿Va a volver Dora? -preguntó la niña.

Gannon le contestó despacio en inglés:

– Eso espero, dulzura. Acurrúcate aquí que estarás caliente. No tardaré mucho.

John se duchó, se cambió y empezó a revolver el armario de Richard. Él nunca había sido tan corpulento como su amigo y había perdido mucho peso en los últimos meses, pero se apretó mucho el cinturón para tener un aspecto más o menos presentable con unos vaqueros, una camisa de franela y una americana. Pero no tenía prisa por abandonar la habitación. Se sentía más relajado para mirar la casa ahora que Dora no estaba y se paseó por el dormitorio antes de mirar si había alguien fuera.

Pero la orilla del río estaba desierta. Ni un pescador a la vista.

Echó un vistazo en el cuarto de baño adyacente amueblado con el mismo estilo que el de huéspedes y con dos lavabos cargados de caros cosméticos. Abrió el vestidor y se quedó alucinado de la cantidad de ropa cara que vio.

Las facturas del bolso de Dora habían sido sólo la punta del iceberg, comprendió al deslizar la mirada por el arco iris de colores, exquisitos trajes de noche y elegante ropa de día. No era el vestuario más idóneo para una mujer que vivía tranquila en el campo. Le parecía un poco sofisticado para Dora.

Y entonces, en la parte derecha del armario, no del todo cubierto por una sábana blanca, estaba la prueba indiscutible de que ella le había dicho la verdad. Levantó la cubierta para desvelar un traje de novia de pesada seda de color marfil con una capa de terciopelo. Muy simple y muy sofisticado. Absolutamente perfecto para una boda en Navidad. Soltó la cubierta y sintió una punzada en las costillas ante el brusco movimiento. Hasta ese momento, no se había creído de verdad que Dora y Richard estuvieran casados. No había querido creerlo.

¡Qué idiota! Gannon se acercó a la ventana y contempló el familiar paisaje. Simplemente no lo entendía. ¿Qué diablos habría ido mal entre ellos? Debía haber sido algo serio. ¿Por qué si no se hubiera cambiado Dora a la habitación de huéspedes con toda su preciosa ropa en la habitación matrimonial?

Volvió al lado de Sophie. Ya tenía bastantes problemas propios como para preocuparse por los de Richard y Dora y sin embargo, tenía que encontrarle sentido a lo que estaba pasando. Echó un vistazo al pequeño armario de pino y sin pizca de remordimiento abrió la puerta en busca de algo que explicara por qué se había cambiado de habitación.

Estaba contemplando el contenido del guardarropa con el ceño fruncido cuando escuchó un timbrazo. Sophie lanzó una carcajada y él se volvió. La niña estaba jugando con algo medio escondido bajo los pliegues de la colcha. ¿Habría encontrado Dora algún juguete para la niña?

Entonces, al dar un paso hacia ella, empezó a sonar. Sophie lanzó un grito de sorpresa mirándolo con un gesto de «yo no he hecho nada», que casi le dieron ganas de reír. Casi.

– Está bien, cariño. Es sólo un teléfono.

Lo alcanzó dudando si contestar o dejarlo sonando. La decisión la tomó por él el que llamaba cuando colgó.

Dios bendito. Dora podría haber llamado a medio país mientras él estaba abajo dormido. Probablemente lo habría hecho. Entonces le había dicho que quería ayudarlo, le había llamado John con aquella seductora voz suya y le había sugerido ir a comprar la ropa de Sophie. Había hecho que todo pareciera tan razonable que él le había dado las llaves del coche sin dudar. Y hasta le había devuelto el monedero.