Una imagen de Magnus Owen apareció en su mente. ¡Maldito sea ese hombre! Odiaba la manera en que la miraba con esos ojos oscuros, como si sintiera pena de ella. Dulce y bendito Jesús, como si no tuviera él un cuerpo de risa. Magnus Owen que la odiaba tanto que no podía soportarlo, tenía el descaro de compadecerse de ella.
Un involuntario escalofrío le recorrió el cuerpo cuando imaginó unos miembros blancos pálidos envolviendo los suyos más oscuros. Apartó la imagen y siguió con su resentimiento.
¿Pensaba realmente Magnus Owen que dejaría que la tocara? ¿Él o cualquier otro hombre negro?¿Pensaba Magnus que había estudiado tan duramente escondida en los aseos, escuchando a las damas blancas de Rutherford hasta poder hablar exactamente como ellas, sólo para acabar con un hombre negro que no podría protegerla? Probablemente no. Especialmente un hombre negro cuyos ojos parecían taladrar en los rincones más profundos de su alma.
Se encaminó a la cocina. Pronto tendría todo lo que quería… una casa, vestidos de seda, seguridad… y pensaba ganarlo de la única manera que se imaginaba, satisfaciendo el anhelo de un hombre blanco. Un hombre blanco que fuera lo bastante poderoso para protegerla.
La noche se presentaba lluviosa. Los potentes vientos de febrero aullaban por debajo de la chimenea y agitaban las contraventanas cuando Sophronia hizo una pausa fuera de la biblioteca. En una mano sujetaba una bandeja de plata portando una botella de brandy y un único vaso. Con su otra mano se desabrochó los botones superiores del vestido para revelar el inflamiento de sus pechos. Era hora de hacer el siguiente movimiento. Respiró profundamente y entró en la habitación.
Cain levantó la vista del libro mayor en el escritorio.
– Debes haber leído mi mente.
Él desperezó su cuerpo grande, patilargo en la silla de cuero, se levantó y se estiró. Ella no se permitió alejarse cuando le vio rodear el escritorio, moviéndose como un gran león dorado. Había estado trabajando de sol a sol durante meses, y parecía cansado.
– Es una fría noche -dijo ella poniendo la bandeja sobre el escritorio -. Creo que vas a necesitar algo para mantenerte caliente -abrió con la mano el escote de su vestido para que no hubiera error de a lo que se refería.
Él la miró y ella reconoció el familiar gusanillo de pánico. Se recordó de nuevo lo amable que él había sido, aunque por otro lado había algo peligroso en él que la intimidaba.
Sus ojos bajaron de su cara a sus pechos.
– Sophronia…
Ella pensó en vestidos de seda y una casa color pastel. Una casa con un buen cerrojo.
– Shh… -caminó hacía él y le acarició el pecho con los dedos. Entonces dejó que su mantón de deslizara por su brazo desnudo.
Desde hacía siete meses, su vida había estado llena de mucho trabajo y poco placer. Ahora dejó caer sus párpados y cerró sus largos dedos sobre su brazo. Su mano bronceada por el sol de Carolina, era más oscura que su propia carne.
Él ahuecó su barbilla.
– ¿Estás segura de esto?
Ella se obligó a asentir con la cabeza.
Su cabeza empezó a bajar, pero justo antes que sus labios se tocaran, se produjo un ruido detrás de ellos. Se giraron a la vez y vieron a Magnus Owen de pie en la puerta abierta.
Sus apacibles rasgos se torcieron cuando la vio allí, lista para rendirse al abrazo de Cain. Ella escuchó un gruñido salir desde las profundidades de su garganta. Entró en la habitación y se lanzó a por el mismo hombre al que consideraba su mejor amigo, el hombre que le había salvado una vez la vida.
La brusquedad del ataque cogió a Cain por sorpresa. Asombrado se echó hacia atrás y apenas consiguió guardar el equilibrio. Entonces se preparó para combatir a Magnus.
Horrorizada ella vio como Magnus le arremetía. Le lanzó un puñetazo que Cain esquivó y levantó el brazo para contrarrestar otro golpe.
Magnus lanzó el puño otra vez. Esta vez encontró la mandíbula de Cain y lo envió al suelo. Cain se levantó pero no quería pelear.
Gradualmente Magnus recuperó la razón. Cuando se dio cuenta que Cain no iba a pelear, bajó los brazos.
Cain miró fijamente a los ojos a Magnus, y luego dirigió su atención a Sophronia. Puso de pie una silla que había quedado tumbada por el ataque y dijo bruscamente.
– Vete a dormir, Magnus. Tenemos un día duro mañana -se giró hacia Sophronia-. Puedes irte. No te necesitaré más.
La forma deliberada en que enfatizó esas últimas palabras no dejaba duda de su significado.
Sophronia salió deprisa de la habitación. Estaba furiosa con Magnus por echar a perder sus planes. Al mismo tiempo temía por él. Esto era Carolina del Sur y él había golpeado a un hombre blanco, no una vez, sino dos.
Apenas durmió esa noche temiendo que los demonios con sábanas blancas vinieran a por él, pero no ocurrió nada. Al día siguiente le vio trabajando con Cain, limpiando a cepillo uno de los campos. El miedo que había sentido por él, se transformó en resentimiento. Él no tenía ningún derecho a interferir en su vida.
Esa noche Cain le ordenó dejar el brandy en la mesa de fuera de la puerta de la biblioteca.
6
Flores frescas de primavera llenaban el salón de baile de la Academia Templeton para Jóvenes Damas. Pirámides de tulipanes blancos ocultaban las chimeneas vacías, mientras que floreros de cristal tallado llenos con lilas bordeaban sus repisas. Incluso en los espejos habían sido colgadas azaleas tan blancas como la nieve.
A lo largo del perímetro del salón de baile, los grupos de elegantes invitados contemplaban la terraza al final del salón de baile, que estaba encantadoramente adornada de rosa. Pronto las graduadas más recientes de la Academia Templeton, la Clase de 1868, pasaría a través de ella.
Además de los padres de las debutantes, entre los invitados se incluían miembros de las familias más elegantes de Nueva York: los Schermerhorns y los Livingstons, varios Jays y al menos un Van Rensselaer. Ninguna madre socialmente prominente permitiría a un hijo casadero perderse alguno de los eventos que rodeaban la graduación de la más reciente cosecha de chicas Templeton, e indudablemente no se perderían el baile de graduación de la Academia, ya que era el mejor lugar en Nueva York para encontrar a una nuera adecuada.
Los solteros estaban reunidos en grupos alrededor de la habitación. Sus filas se habían reducido debido a la guerra, pero todavía había los suficientes presentes para agradar a las madres de las debutantes.
Los hombres más jóvenes estaban descuidadamente seguros de sí mismos en sus esmóquines negros y sus camisas de blanco inmaculado, a pesar del hecho de que algunas de sus mangas colgaban vacías, y de que, aunque mas de uno aún no había celebrado su vigésimo quinto cumpleaños, ya usaba bastón. Los bolsillos de los solteros más viejos rebosaban por las ganancias de la economía de una próspera posguerra, y mostraban su éxito con gemelos de diamantes y relojes con pesadas cadenas de oro.
Esta noche era la primera vez que los caballeros de Boston, Philadelphia y Baltimore tendrían el privilegio de ver la última cosecha de las debutantes más deseables de Manhattan. A diferencia de sus homólogos de Nueva York, estos caballeros no habían podido asistir a los tés y las tranquilas recepciones del domingo por la tarde que habían precedido al baile de esta noche.
La hermosa Lilith Shelton adornaría la mesa de cualquier hombre. Y su padre estableció una dote de diez mil dólares por ella.
Margaret Stockton tenía los dientes torcidos, pero llevaría ocho mil dólares a su cama de matrimonio, y cantaba bien, una bella cualidad en una esposa.
Elsbeth Woodward valía cinco mil a lo sumo, pero tenía una naturaleza dulce y era más que agradable de mirar, la clase de esposa que no daría problemas a un hombre. Era una clara favorita.
Fanny Jennings estaba fuera de la competición. El chico más joven de los Vandervelt ya había hablado con su padre. Una pena, ya que valía dieciocho mil.
Y así una chica tras otra. Cuando la conversación empezó a vagar al más reciente combate de boxeo, un visitante bostoniano interrumpió.
– ¿No hay otra de la que he oído hablar? ¿Una chica del Sur? ¿Mayor que el resto? – veintiuno, había escuchado. Los hombres de Nueva York evitaron mirarse a los ojos los uno de los otros. Finalmente uno de ellos se aclaró la garganta.
– Ah, sí. Esa debe ser la señorita Weston.
Justo entonces la orquesta empezó a tocar una selección de los recientemente populares “Cuentos de Vienna Woods”, una señal de que las señoritas de la clase graduada estaban a punto de ser anunciadas. Los hombres se callaron cuando las debutantes aparecieron.
Vestidas con trajes de baile blancos, pasaron una por una a través de la terraza, pausadamente, y se hundieron en una graciosa reverencia. Después del pertinente aplauso se deslizaron sobre los escalones cubiertos con pétalos de rosas hacia el salón de baile y cogieron el brazo de su padre o hermano.
Elsbeth sonrió con tanta gracia que el mejor amigo de su hermano, que hasta ese momento la había considerado solamente una molestia, empezó a cambiar de idea. Lilith Shelton tropezó ligeramente con el dobladillo de su falda y quiso morirse, pero era una “Chica Templeton” de modo que no dejó ver su vergüenza. Margaret Stockton, incluso con sus dientes torcidos, estaba lo suficientemente atractiva como para atraer la atención de un miembro de la rama menos próspera de la familia Jay.
– Katharine Louise Weston.
Hubo un movimiento casi imperceptible entre los caballeros de Nueva York, una leve inclinación de cabezas, un vago movimiento de posiciones. Los caballeros de Boston, Philadelphia y Baltimore intuían que algo especial estaba a punto de suceder y fijaron su atención más atentamente.
Llegó hacia ellos desde las sombras de la terraza, y se detuvo en lo alto de la escalera. Enseguida vieron que no era como las otras. Esta no era ninguna gatita atigrada, domesticada para hacerse un ovillo junto a la chimenea de un hombre y mantener sus zapatillas calientes. Esta era una mujer que agitaría la sangre de un hombre, una gata salvaje con un lustroso pelo negro recogido hacia atrás con peinetas de plata, que luego caía hacia su cuello en una alborotada maraña de rizos oscuros. Era una gata exótica con grandes ojos violetas, tan excesivamente rodeados, que el peso de sus pestañas debería haberlos mantenidos cerrados. Una gata montesa con una boca demasiado atrevida para la moda pero tan madura y húmeda que un hombre sólo podía pensar en beber de ella.
Su vestido estaba hecho de satén blanco con una hinchada sobrefalda enganchada por lazos del mismo tono violeta que sus ojos. El escote en forma de corazón perfilaba levemente el contorno de sus pechos, y las mangas acampanadas, terminaban su atuendo unos guantes largos de encaje de Alençon. El vestido era hermoso y caro pero ella lo llevaba casi descuidadamente. Uno de los lazos lila se había desatado en el costado, y los guantes pronto seguirían su camino, pues se los había subido demasiado sobre sus delicados brazos.
El hijo menor de Hamilton Woodward se ofreció como su acompañante para el paseo. Los invitados más exigentes observaron que su zancada era un poquitín demasiado larga… no lo suficiente larga como para crear una mala opinión sobre la Academia… pero lo suficiente como para ser notada. El hijo de Woodward le susurró algo. Ella inclinó su cabeza y rió enseñando sus pequeños y blancos dientes. Todo hombre que la miraba deseaba que esa risa fuera sólo para él, incluso cuando reconocían que una jovencita más delicada tal vez no se reiría tan descaradamente.
Solamente el padre de Elsbeth, Hamilton Woodward, se negó a mirarla.
Bajo el refugio de la música, los caballeros de Boston, Philadelphia, y Baltimore exigieron saber más sobre esta señorita Weston.
Los caballeros de Nueva York fueron vagos al principio.
Algunos opinaban que Elvira Templeton no debería haber dejado entrar a una sureña en la Academia tan pronto después de la guerra, pero ella era la pupila del “Héroe de Missionary Ridge”.
Sus comentarios se hicieron más personales. Realmente es alguien digna de mirar. De hecho, es difícil apartar los ojos de ella. Pero un tipo peligroso de esposa, ¿no crees? Más mayor. Un poco salvaje. Apuesto a que ella no aceptaría bien el matrimonio de ninguna manera. ¿Y cómo podría un hombre tener su mente puesta en los negocios con una mujer así esperándolo en casa?
Si lo esperara.
Gradualmente los caballeros de Boston, Philadelphia y Baltimore conocieron el resto. En las últimas seis semanas la señorita Weston había captado el interés de una docena de los solteros más elegibles de Nueva York, sólo para rechazarlos.
Eran hombres de las familias más adineradas… hombres que gobernarían algún día la ciudad, incluso el país… pero a ella parecía no importarle.
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