La espaciosa sala en la que los dos estaban de pie, parecía haber encogido. Incluso sin moverse, él emanaba una aureola de peligro y poder. De alguna manera parecía haberse olvidado de ello. ¿Qué curioso mecanismo de auto protección había hecho que lo colocara al mismo nivel que a los otros hombres? Era un error que no cometería otra vez.
Cain era consciente de su escrutinio. Ella parecía no tener ninguna intención de ser la primera en hablar, y su serenidad indicaba un grado de autoconfianza que lo interesó. Curioso, para probar sus límites, rompió el silencio con deliberada brusquedad.
– ¿Quería usted verme?
Ella sintió un ramalazo de satisfacción. No la había reconocido. El velo del sombrero le había dado esta pequeña ventaja. La mascarada no duraría mucho, pero mientras tanto, tendría tiempo para medir a su adversario con ojos más sabios que los de una inmadura chica de dieciocho años que sabía de unas cosas mucho y de otras nada.
– Esta sala es muy hermosa -dijo ella descaradamente.
– Tengo un ama de llaves excelente.
– Es usted afortunado.
– Sí, lo soy -él caminó por la habitación, moviéndose de un modo fácil, demostrando sus muchas horas a caballo-. Normalmente es ella la que recibe las visitas como la suya, pero resulta que ha salido a algún tipo de recado.
Kit se preguntó a qué se referiría y quién pensaba que era ella.
– Ha ido a ver a la curandera.
– ¿La curandera?
– Echa las cartas y lee el futuro -después de tres años en Risen Glory, él ni siquiera conocía eso. Nada podría haber dejado más claro que él no pertenecía allí.
– Está enferma y Sophronia ha ido a verla.
– ¿Usted conoce a Sophronia?
– Sí.
– ¿De modo que vive cerca?
Ella negó con la cabeza pero no se explicó. Él indicó una silla.
– No ha dado a Lucy su nombre.
– ¿Lucy? ¿Quiere usted decir a la criada?
– Ya veo que hay algo que usted no sabe.
Ella ignoró la silla que él indicó y anduvo hacía la chimenea, dándole prudentemente la espalda. Él observó que se desplazaba con un paso más atrevido que la mayoría de las mujeres. Tampoco trataba de ponerse en una postura para lucir su vestido. Era como si la ropa fuera algo que ponerse por la mañana, y una vez hecho, olvidarse.
Decidió presionarla.
– ¿Su nombre?
– ¿Es importante? -su voz era baja, ronca y claramente sureña.
– Tal vez.
– Me pregunto por qué.
Cain se sentía cautivado tanto por su manera provocativa de evitar responder a su pregunta como por el débil olor a jazmín que llegaba desde ella y nublaba sus sentidos. Deseaba que se girara de nuevo para poder echar un buen vistazo a esas encantadoras facciones que sólo podía vislumbrar detrás del velo.
– Una dama misteriosa -se burló el suavemente -en la guarida del enemigo sin una madre celosa para servir como chaperona. No es en absoluto correcto.
– Yo no me comporto siempre correctamente.
Cain sonrió.
– Tampoco yo.
Su mirada fija fue desde el sedoso pelo negro enrollado bajo el tonto sombrerito hasta el que descansaba sobre la nuca. ¿Cómo sería suelto y cayendo sobre esos hombros blancos desnudos? La sacudida de excitación le indicaba que llevaba demasiado tiempo sin una mujer. Aunque incluso si hubiera tenido una docena la noche anterior, sabía que esta mujer le hubiera excitado igual.
– ¿Debo esperar que un esposo celoso llame a mi puerta buscando a su caprichosa esposa?
– No tengo marido.
– ¿No? -de repente quiso probar los límites de esa autoconfianza-. ¿Por eso ha venido usted? ¿Ha bajado tanto el nivel de los solteros elegibles del condado que las damas sureñas bien educadas tienen que explorar la guarida del yanqui?
Ella se dio la vuelta. A través de su velo él sólo pudo ver unos brillantes ojos y una pequeña nariz llameando con delicadeza.
– Le aseguro, Major Cain que no estoy aquí para explorar en busca de un marido. Usted tiene una opinión muy elevada de sí mismo.
– ¿Yo? -él se movió más cerca. Sus piernas acariciaron su falda.
Kit quiso retroceder, pero se obligó a permanecer quieta. Él era un depredador y como todos los depredadores, se alimentaba de la debilidad de sus víctimas. Aún la menor retirada sería una victoria para él, y ella no le mostraría ninguna debilidad. Al mismo tiempo, su proximidad hacía que se sintiera un poco mareada. La sensación debería haber sido desagradable, pero no lo era.
– Dígame, dama misteriosa. ¿Qué hace una joven respetable visitando a un hombre, sola? -su voz era profunda y guasona y sus ojos grises brillaban con luz tenue con una travesura que hizo que su sangre corriera más deprisa-. ¿O es posible que la joven y respetable dama no sea tan respetable como parece?
Kit levantó la barbilla y le miró a los ojos.
– No juzgue a otros por su propio rasero.
Ella no sabía que su desafío no expresado sólo lograba excitarlo más todavía. ¿Eran azules los ojos detrás de ese velo de nido de abeja o eran más oscuros, más exóticos? Todo sobre esta mujer le intrigaba. Ella no era ninguna coqueta con sonrisa afectada, ni una orquídea de invernadero. Le recordaba a una rosa salvaje, creciendo rebelde en lo más profundo del bosque, una rosa con espinas preparadas para pinchar a cualquier hombre que la tocara.
La parte salvaje de él reconocía la misma cualidad en ella. ¿Como sería esquivar esas espinas y arrancar esa rosa de las profundidades del bosque?
Aún antes de que él se moviera, Kit entendió que algo estaba a punto de ocurrir. Ella quería escaparse, pero sus piernas no respondían. Mientras miraba ese apuesto rostro, trató de recordar que era su enemigo. Controlaba todo lo que ella más quería: su casa, su futuro, su misma libertad. Pero ella había sido siempre una criatura de instinto, y su sangre había empezado a rugir tan fuerte en su cabeza que nublaba su razón.
Despacio, Cain levantó su mano llena de cicatrices y la ahuecó en su nuca. Su toque fue extremadamente suave y de modo exasperante, excitante. Ella sabía que debía retirarse, pero sus piernas, como su voluntad, rechazaban obedecer.
Él levantó el pulgar y lo deslizó hacia arriba a lo largo de la curva de su mandíbula y bajo el borde del velo. Lo llevó al valle detrás del lóbulo de su oreja. Acarició el sedoso hueco, enviando un temblor por todo su cuerpo.
Acarició sus delicadas orejas y los zarcillos de rizos que rodeaban los pequeños pendientes. Su respiración tranquila onduló el borde inferior de su velo. Trató de alejarse, pero estaba paralizada. Entonces él bajó sus labios.
Su beso fue amable y persuasivo, en absoluto como el húmedo asalto del amigo de Hamilton Woodward. Sus manos se levantaron por voluntad propia y le tocaron. La sensación de su carne caliente a través de su fina camisa se hizo parte del beso. Y se perdió en un mar de sensaciones.
Sus labios se abrieron y empezaron a moverse sobre los de ella, cerrados. Él curvó la mano a lo largo de la delicada línea de su espina dorsal hasta la parte más estrecha de su espalda. El pequeño espacio entre sus cuerpos desapareció.
Se le fue la cabeza cuando su pecho presionó sus senos y sus caderas se encontraron con su plano estómago. La punta húmeda de su lengua comenzó un juego diabólico, deslizándose tranquila entre sus labios.
Esa espantosa intimidad la inflamó. Una salvaje y caliente sensación se vertió por todo su cuerpo.
Y del de él.
Perdieron sus identidades. Para Kit, Cain ya no tenía un nombre. Él era el típico hombre, feroz y exigente. Y para Cain, la misteriosa criatura velada de sus brazos era todo lo que una mujer debería ser… pero nunca era.
Él se puso impaciente. Su lengua decidida, empezó a investigar más profundamente, para pasar la barrera de sus dientes y tener acceso al dulce interior de su boca.
La desacostumbrada agresión llevó un parpadeo de racionalidad a la febril mente de Kit. Algo no iba correctamente…
Él acarició el lado de su pecho, y la realidad volvió fría, condenatoria. Ella hizo un sonido ahogado y se echó hacía atrás.
Cain estaba más fastidiado de lo que quería admitir. Había encontrado las espinas de la rosa salvaje demasiado pronto.
Ella estaba de pie ante él, los pechos elevándose, las manos colocadas en puños. Con una pesimista certeza de que el resto de su rostro nunca podría cumplir con la promesa de su boca, extendió la mano y subió el velo por encima del sombrero.
El reconocimiento no llegó inmediatamente. Quizá porque él se fijó en sus rasgos separados en vez de en el conjunto. Vio la frente suave, inteligente, las gruesas pestañas curvadas, las cejas oscuras, los ojos de un increíble violeta, la barbilla decidida. Todo eso junto con esa boca rosa salvaje de la cual él había bebido tan profundamente, hablaban de una intensa belleza, poco convencional.
Entonces sintió una inquietud, un fastidioso sentido de familiaridad, una indirecta de algo desagradable acechando al otro lado de su memoria. Miró las pequeñas ventanas de su nariz, como las alas de un colibrí. Ella tensó la mandíbula y levantó la barbilla.
En ese momento la reconoció.
Kit vio sus iris grises convertirse en negros, pero ella también estaba conmocionada por lo que había pasado entre ellos, por dejarle llegar tan lejos. ¿Qué le había ocurrido? Este hombre era su enemigo mortal. ¿Cómo había podido olvidarlo? Se sintió enferma, enfadada y más confusa de lo que había estado en su vida.
Llegó un ruido desde el vestíbulo… una serie de pasos rápidos, como si se estuviera derramando un saco de maíz seco en el suelo de madera. Una bola de piel blanquinegra entró lanzada a la habitación, patinando al parar en seco. Merlín.
El perro movió la cabeza, estudiándola, pero no le llevó tanto tiempo como a Cain descubrir su identidad. Con tres ladridos de reconocimiento, se lanzó deprisa a recibir a su vieja amiga.
Kit se puso de rodillas. Ignorando el daño que sus polvorientas patas estaban infligiendo a su vestido de viaje color gris paloma, le abrazó y metió la cara en su pelaje. Su sombrero cayó a la alfombra, aflojando el organizado pelo, pero a ella no le importó.
La voz de Cain se metió en su abrazo como un viento polar sobre un glaciar.
– Veo que la escuela no ha mejorado tus modales. Todavía eres la pequeña mocosa testaruda que eras hace tres años.
Kit buscó sus ojos y dijo la única cosa que le vino a la mente.
– Estás enfadado porque el perro ha sido más listo que tú.
8
No mucho tiempo después de que Cain saliera del salón, Kit escuchó una voz familiar.
– ¿Lucy has permitido a ese perro entrar en la casa de nuevo?
– Ha entrado sin que yo lo supiera, señorita Sophronia.
– ¡Bien, pues voy a echarlo!
Kit sonrió cuando oyó acercarse unos pasos rápidos y enérgicos.
– No dejaré que te eche -susurró Kit abrazando a Merlín.
Sophronia entró en la habitación, y se detuvo de repente.
– Oh lo siento. Lucy no me dijo que tenemos visita.
Kit la miró y la sonrió traviesamente.
– ¡Kit! -Sophronia se llevó la mano a la boca-. ¡Dios mío! ¿Realmente eres tú?
Con una risita Kit se puso de pie y corrió deprisa hacia ella.
– Claro que soy yo.
Las mujeres se abrazaron mientras Merlín las rodeaba en círculos ladrando a sus faldas.
– Es tan bueno verte. Oh Sophronia, eres incluso más bella de lo que recordaba.
– ¡Yo! Mírate tú. Pareces una imagen salida del Libro de la Señora Godey.
– Todo es mérito de Elsbeth -Kit rió otra vez y cogió la mano de Sophronia. Se sentaron en el sofá y trataron de ponerse al día después de tres años de separación.
Kit sabía que era culpa suya que la correspondencia entre ellas hubiera sido poco frecuente. A Sophronia no le gustaba escribir cartas, y las pocas que la había enviado estaban llenas de elogios a lo que Cain estaba haciendo en Risen Glory, por lo que las respuestas de Kit habían sido mordaces. Sophronia finalmente había dejado de escribir.
Kit recordó su anterior agitación por todas las mejoras que Sophronia había hecho en la casa. Ahora le parecía tonto, y la alabó por todo el trabajo que había realizado.
Sophronia asimiló las palabras de Kit. Sabía que la vieja casa brillaba bajo su cuidado, y estaba orgullosa de lo que había logrado. Al mismo tiempo comenzó a sentir la familiar combinación de amor y resentimiento que poblaban sus relaciones con Kit.
Durante mucho tiempo Sophronia había sido la única persona que cuidaba de Kit.
Ahora Kit era una dama con amistades y experiencias que Sophronia no podía compartir. También era hermosa, serena y pertenecía a un mundo en el que Sophronia nunca entraría.
Las viejas heridas comenzaron a abrirse.
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