Kit se giró cuando la puerta de la biblioteca se abrió. Cain estaba de pie al otro lado. Tenía un aspecto áspero, elegante y en cierta manera indómito.

Ella llevaba solamente un fino camisón. La cubría desde el cuello hasta los pies, pero tras lo que había ocurrido entre ellos en su dormitorio se sentía expuesta.

– ¿Insomnio? -él habló alargando la palabra.

Los pies desnudos y el pelo suelto la hacían sentirse muy joven, especialmente tras ver esa noche a Verónica Gamble. Deseó por lo menos haberse puesto sus zapatillas antes de haber bajado.

– Yo… apenas he comido nada en la cena. Tenía hambre, y he bajado para ver si quedaba algo del pastel de cerezas.

– No me importaría tomar un trozo. Miraremos juntos.

Aunque él hablaba en un tono casual, sintió algo calculado en su expresión, y deseó poder impedirle acompañarla a la cocina. Debería haberse quedado en su habitación, pero apenas había probado bocado en la cena, y esperaba poder tomar algo que le ayudara a dormir.

Patsy, la cocinera, había dejado el pastel tapado con un paño encima de la mesa. Kit cortó un trozo pequeño para ella, y le pasó el plato a Cain. Él cogió un tenedor y se acercó a la ventana. Cuando ella se sentó a la mesa, él abrió la ventana para dejar entrar la brisa de la noche, después se apoyó en el alféizar y empezó a comer.

Tras dar solamente unos bocados, retiró el pastel.

– ¿Por qué malgastas tu tiempo con Parsell, Kit? Es un muermo.

– Sabía que dirías algo agradable de él -pinchó con el tenedor en el borde de la tarta-. Apenas te has comportado civilizadamente con él.

– Mientras tú, desde luego, has sido un modelo de amabilidad con la señora Gamble.

Kit no quería hablar de Verónica Gamble. La mujer la confundía. Kit la odiaba, aunque también le gustaba. Verónica había viajado por todas partes, había leído de todo y se había relacionado con gente fascinante. Kit podría haberse pasado horas hablando con ella.

Sentía el mismo tipo de confusión que cuando estaba con Cain.

Jugó con una de las cerezas.

– Conozco al señor Parsell desde niña. Es un hombre estupendo.

– Demasiado estupendo para tí. Y eso es un cumplido, así que guarda las garras.

– Debe ser una especie de cumplido yanqui.

Él se movió de la ventana, y las paredes de la cocina parecieron cernirse sobre ella.

– ¿Piensas de verdad que ese hombre te permitiría montar a caballo con pantalones? ¿O pasear por los bosques con vestidos viejos? ¿Piensas que te dejará tumbarte en un sofá con la cabeza de Sophronia en tu regazo, enseñar a Samuel como disparar, o flirtear con cada hombre que veas?

– Una vez que me case con Brandon no flirtearé con nadie.

– Flirtear está en tu naturaleza, Kit. A veces ni siquiera creo que seas consciente de hacerlo. Me han comentado que las mujeres sureñas adquieren esa característica desde la cuna, y no creo que tú seas la excepción.

– Gracias.

– No es un cumplido. Necesitas encontrar otro hombre para casarte.

– Es curioso. No recuerdo haber pedido tu opinión.

– No, pero tu futuro marido deberá pedirme permiso… si es que quieres hacer uso de todo tu dinero.

El corazón de Kit dio un vuelco. La obstinación en la mandíbula de Cain la asustó.

– Eso sólo es una formalidad. Darás el consentimiento al que yo elija.

– ¿Eso crees?

El pastel se coaguló en el estómago de Kit.

– No juegues con esto. Cuando el señor Parsell te pida permiso para casarse conmigo, se lo darás.

– No estaré cumpliendo con mi responsabilidad como tu tutor si estoy convencido que cometes un error.

Ella se puso de pie de un salto.

– ¿Estabas pensando en tu responsabilidad de tutor esta noche en mi dormitorio cuando… cuando me has toqueteado?

Un chisporroteo de electricidad corrió entre ellos.

Él la miró, y despacio negó con la cabeza.

– No, no pensaba en ello.

El recuerdo de sus manos en sus senos era demasiado reciente y ella deseó no haberlo mencionado. Se alejó de él.

– En cuanto a Brandon, no te preocupes. Sé lo que hago.

– A él no le importas tú. Ni siquiera le gustas.

– Te equivocas.

– Te desea, pero no te aprueba. Es difícil conseguir dinero en efectivo en el Sur. Lo que le interesa de tí es tu fondo fiduciario.

– Eso no es cierto -sabía que Cain tenía razón pero nunca lo reconocería. Debía asegurarse de cualquier forma que aprobara ese matrimonio.

– Casarte con ese pomposo bastardo sería el mayor error de tu vida – dijo él finalmente-. Y yo no voy a tomar parte en eso.

– ¡No digas eso!

Pero mientras miraba ese rostro implacable, sintió Risen Glory alejándose de ella. El terror que había estado fraguándose toda la noche llegó finalmente. Su plan… sus sueños. Todo se desvanecía. No podía dejar que eso sucediera.

– Tienes que dejar que me case con él. No tienes ninguna opción.

– Por supuesto que tengo una maldita opción.

Ella oyó su voz venir de lejos, casi como si no perteneciese a ella.

– No quería contarte esto, pero…-se mojó los labios resecos -. La relación entre el señor Parsell y yo ha progresado… demasiado lejos. Tiene que haber una boda.

Todo pareció como en un sueño. Observó el momento en que él comprendió sus palabras. Los rasgos de su rostro se tornaron duros e inexorables.

– Le has dado tu virginidad.

Kit asintió con la cabeza, de forma lenta e inestable.

Caín oyó un rugido dentro de su cabeza. ¡Un grito de ultraje atroz! Resonó en su cerebro, rasgándole la piel. En ese momento, la odió. La odió por no ser lo que él quería que fuera… salvaje y pura. Pura para él.

El eco casi olvidado de la risa histérica de su madre resonaba en su cabeza mientras salía de la sofocante cocina, a la tormenta exterior.

12

Magnus conducía la calesa de la iglesia a casa con Sophronia a su lado y Samuel, Lucy y Patsy detrás. Cuándo abandonaban la iglesia, había tratado de hablar con Sophronia, pero ella había sido brusca y él no había querido insistir. El regreso de Kit la molestaba, aunque él no entendía por qué. Había algo muy extraño en esa relación.

Magnus la miró. Estaba sentada a su lado como una hermosa estatua. Ya estaba cansado de todos los misterios que la rodeaban. Cansado de su amor por ella, un amor que estaba trayéndole más miseria que felicidad. Pensó en Deborah Williams, la hija de uno de los hombres que trabajaban en el molino de algodón. Deborah le había dejado claro que le gustarían sus atenciones.

¡Maldita sea! Él estaba listo para asentarse. La guerra había acabado, y tenía un buen trabajo. Estaba contento con su empleo de capataz en Risen Glory, y de su pequeña y limpia casa al lado del huerto. Sus días de borracheras y mujeres fáciles habían acabado. Quería una esposa y niños. Deborah Watson era bonita. También tenía un carácter dulce, a diferencia del carácter avinagrado de Sophronia. Sin duda sería una buena esposa. Pero en lugar de animarlo, la idea hacía que se sintiera incluso más infeliz.

Sophronia no le sonreía a menudo pero cuando lo hacía, era como ver salir un arco iris. Ella leía periódicos y libros y entendía de cosas que Deborah jamás podría. Tampoco había oído a Deborah cantar mientras trabajaba como Sophronia solía hacerlo.

Observó una calesa carmesí y negra viniendo hacia ellos. Era demasiado nueva para pertenecer a alguno de los locales. Probablemente un norteño. Seguramente un aventurero.

Sophronia se tensó y él miró más fijamente el vehículo. Cuando se acercó reconoció al conductor como James Spence, el propietario de la nueva mina de fosfato. Magnus no había tenido ningún contacto con él, pero por lo que había escuchado, era un buen hombre de negocios. Pagaba buenos salarios y no engañaba a sus clientes. Pero a Magnus no le gustaba, probablemente porque parecía que a Sophronia sí.

¿Qué veía Magnus? Que Spence era un hombre bien parecido. Llevaba un sombrero de castor beige, que se levantaba en ese momento, revelando una cabeza con un cabello espeso negro con raya en medio, y evidentemente bien cortado.

– Buenos días, Sophronia -dijo -. ¿Un día agradable, no?

Ni siquiera miró a los demás ocupantes.

– Buenas, señor Spence.

Sophronia respondió con una abierta sonrisa que hizo rechinar los dientes a Magnus, haciéndole desear sacudirla.

Spence volvió a ponerse el sombrero, la calesa continuó su camino y Magnus recordó que esta no era la primera vez que Spence mostraba interés en Sophronia. Los había visto a los dos hablando un día que fue a Rutherford a hacer unas compras.

Sus manos apretaron involuntariamente las riendas. Era hora de que tuvieran una conversación.

La oportunidad le llegó esa tarde, sentado junto a Merlín en el porche delantero de la casa, disfrutando de su día de asueto. Un parpadeo azul en el huerto llamó su atención. Sophronia con un vestido azul, caminaba entre los cerezos, observando las ramas altas y probablemente tratando de decidir si las frutas estaban ya maduras o debía dejarlas otro día.

Se levantó y caminó en su dirección. Con las manos en los bolsillos, entró al huerto.

– Podrías también dejar a los pájaros que disfruten de las cerezas -dijo al llegar a su lado.

Ella no le había oído llegar, y se sobresaltó.

– ¿Se puede saber que haces, tratando de asustarme así?

– No trato de asustarte. Supongo que es mi don natural de andar ligero.

Pero Sophronia no pensaba responder a su broma.

– Márchate. No quiero hablar contigo.

– Pues lo siento porque yo quiero hablar contigo de todas formas.

Ella le dio la espalda y empezó a andar hacía la casa. Con pocos pasos rápidos, se plantó delante de ella.

– Podemos hablar aquí en el huerto -él mantuvo su voz tan agradable como pudo- o te agarras de mi brazo, y vamos a mi casa, allí puedes sentarte en la mecedora de mi porche y escuchar lo que tengo que decirte.

– Déjame.

– ¿Quieres hablar aquí? Me parece bien.

Él la cogió por el brazo y la condujo hacia el nudoso tronco del manzano detrás de ella, utilizando su cuerpo para bloquear cualquier posibilidad que ella tuviera para escabullirse de él.

– Estás comportándote como un tonto, Magnus Owen -sus ojos dorados ardían con un brillante fuego-. La mayoría de los hombres ya habrían captado la indirecta. No me gustas. ¿Cuándo se te va a meter eso en tu dura mollera? ¿Acaso no tienes orgullo? ¿No te molesta ir arrastrándote detrás de una mujer que no quiere nada contigo? ¿No sabes que me río de tí en cuanto me das la espalda?

Magnus se estremeció pero se quedó dónde estaba.

– Puedes reírte de mí todo lo que quieras, pero mis sentimientos hacía tí son sinceros, y no me avergüenzo de ello -él dejó reposar la palma de la mano en el tronco cerca de su cabeza-. Además eres tú la que debería avergonzarse. Tú, que te sientas en la iglesia y cantas alabanzas a Jesús, y después en cuanto sales por la puerta, lo primero que haces es mirar con ojos calculadores a James Spence.

– No trates de juzgarme, Magnus Owen.

– Ese norteño puede ser rico y apuesto, pero no es tu tipo. ¿Cuándo vas a dejar esas tonterías, y a ver realmente lo que te conviene?

Las palabras de Magnus le dolían a Sophronia pero no iba a dejar que él lo supiera. En su lugar, movió la cabeza de manera provocativa y se recostó en el tronco del árbol. Al mismo tiempo, empujó sus senos hacía él tanto como pudo.

Le llegó un ramalazo de victoria cuando le observó respirar profundamente y devorarla con la mirada. Ya era hora que le castigara por tratar de interferir en su vida, y pensaba hacerlo de la manera que más le dolería. Le llegó una sensación de tristeza al tener que causarle dolor. El mismo dolor que notaba en él cuándo esos ojos oscuros la miraban o le hablaba como ahora. Trató de combatir esa debilidad.

– ¿Estás celoso Magnus? -ella colocó la mano sobre su brazo y apretó la carne cálida y dura debajo de su codo. Tocar a un hombre generalmente le provocaba un sentimiento repulsivo, sobre todo si era uno blanco, pero este era Magnus y a ella no le asustaba especialmente-. ¿Quieres que te sonría a tí en lugar de a él? ¿Es eso lo que te molesta, hermano capataz?

– Lo que realmente me molesta -dijo él con voz ronca -es verte luchar contigo misma, y no poder hacer nada al respecto.

– No tengo ninguna guerra en mi interior.

– No hay ningún motivo para que me mientas. ¿No te das cuenta? Mentirme a mí es como mentirte a tí misma.

Sus amables palabras agrietaron la crisálida de su autodefensa. Él lo vio, como veía su vulnerabilidad detrás de su falsa seducción. Lo veía y a pesar de todo se moría por besarla. Se maldijo así mismo por ser tan tonto de no haberlo hecho antes.