Incluso medio llena, la lata de queroseno era pesada. No podía arriesgase a ensillar un caballo, de manera que tendría que llevarlo a pie más de tres kilómetros. Se enrolló un trapo alrededor del asa para no lastimarse la palma de la mano y se alejó del cobertizo.
La profunda quietud de la noche de Carolina amplificaba el sonido del queroseno golpeando contra la lata, siguiendo el ritmo de sus pasos durante todo el oscuro trayecto que recorrió hasta llegar al molino. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Él sabía lo que significaba para ella Risen Glory. Cuánto debía odiarla para desterrarla de esa manera.
Amaba sólo tres cosas en la vida: Sophronia, Elsbeth, y Risen Glory. Toda su vida había estado marcada por personas que querían separarla de esta plantación. Lo que planeaba hacer estaba mal, pero quizás así era ella. ¿Por qué la odiaban tantas personas? Cain. Su madrastra. Incluso su padre no se había preocupado lo suficiente por defenderla.
Mal. Mal. Mal. El golpeteo del queroseno contra la lata le decía que se detuviera. En lugar de escucharlo, se aferró a su desesperación. Ojo por ojo, diente por diente. Un sueño por otro sueño.
No había nada que robar dentro del molino, el edificio esta abierto. Subió a rastras la lata hasta el segundo piso. Con la enagua, recogió el serrín que había en el suelo y lo amontonó en la base de una viga de madera. Las paredes exteriores eran de ladrillo, pero un buen fuego destruiría el tejado y las paredes interiores.
Mal. Mal. Mal.
Se limpió las lágrimas con la manga del vestido y roció el suelo con el queroseno. Con un sollozo de agonía, lanzó un fósforo encendido, y se alejó.
El fuego se inició con una rápida y ruidosa explosión, y empezó a propagarse. Grandes llamaradas azotaban ya la viga de madera. Esta era la venganza que la consolaría cuando abandonara Risen Glory.
Pero la destrucción que había iniciado la horrorizó. Era feo y odioso. Sólo demostraba que ella también podía infligir dolor a Cain.
Agarró un saco de arpillera vacío y comenzó a golpear las llamas, pero el fuego había prendido demasiado rápido. Una lluvia de chispas cayó sobre ella. Los pulmones le quemaban. Tropezó bajando las escaleras, abriendo la boca para poder respirar. Una vez abajo, se cayó.
Nubes de humo la siguieron. El dobladillo de su vestido de muselina comenzó a arder lentamente. Se ahogaba y gateando se dirigió a la puerta mientras que las brasas quemaban sus manos.
La gran campana de Risen Glory comenzó a sonar al mismo tiempo que el aire limpio golpeaba su cara. Se incorporó y tropezó con los árboles.
Los hombres apagaron el fuego antes de que hubiese destruido completamente el molino, pero había quedado dañado el segundo piso y la mayor parte del tejado. Al amanecer, Cain se quedo quieto descansando, con la cara llena de hollín, la ropa chamuscada y ennegrecida por el humo. A sus pies la lata de queroseno que posiblemente alguien había dejado abandonada. Magnus se puso a su lado y silenciosamente inspeccionó los daños.
– Hemos tenido suerte -dijo-. La lluvia de ayer ha impedido que se extendiera a todo el edificio.
Cain golpeó la lata con la punta de su bota.
– Una semana más, y habríamos tenido la maquinaria instalada. El fuego la hubiera quemado también.
Magnus miró hacia la lata.
– ¿Quién crees que lo ha hecho?
– No lo sé, pero tengo la intención de averiguarlo -contempló el tejado hundido-. No soy el hombre más popular en la ciudad, y no debería sorprenderme si alguien ha decidido vengarse de mí. ¿Pero por qué han esperado tanto tiempo?
– Es difícil de saber.
– No podían haber encontrado una mejor manera de hacerme daño. Desgraciadamente no tengo el dinero para reconstruirlo.
– ¿Por qué no te vuelves a casa y descansas? Tal vez las cosas se vean mejor por la mañana.
– En un minuto. Quiero echar otra ojeada. Tú márchate ya.
Magnus le apretó en el hombro y se dirigió a la casa.
Veinte minutos más tarde Caín lo descubrió. Se inclinó sobre una rodilla en el fondo de la escalera quemada y lo recogió en sus dedos.
Al principio no reconoció el sucio pedazo de metal. El calor del fuego había derretido y fusionado las púas, y la delicada filigrana de plata de la parte superior se había doblado sobre sí misma. En ese momento, sintió un fuerte nudo en el estomago, aunque ya lo intuía, tenía la prueba de quién había sido.
Una peineta de filigrana plateada. Una de un par que veía a menudo sujetando una cascada de salvaje pelo negro.
Su interior se sumió en una lenta agonía. La última vez que la vio, ambas peinetas estaban sujetando su pelo.
Se sintió arrastrado por un torbellino de dolor. Él mejor que nadie sabía que no podía bajar la guardia. Miró fijamente el pedazo de metal deformado que descansaba en su mano, y algo tan frágil como una lágrima de cristal se rompió en su interior. Sólo quedaba odio, cinismo y desprecio por sí mismo. Qué idiota, que débil, y qué estúpido había sido.
Se levantó, metió la peineta en el bolsillo, y salió de las ruinas del molino, con una mueca cruel en su cara y un firme propósito.
Ella había tenido su venganza. Ahora le tocaba a él.
14
Era casi mediodía cuando la encontró. Estaba acurrucada junto a una vieja carreta abandonada durante la guerra cerca de un arroyo al norte de la plantación. Vio las manchas de hollín en su cara, en los brazos y los trozos chamuscados en su vestido azul. Increíblemente, estaba dormida. Le dio un golpecito en la cadera con la puntera de su bota.
Abrió los ojos de golpe, pero la deslumbraba el sol, de modo que sólo veía una amenazadora silueta abalanzándose sobre ella. Aunque sabía perfectamente quién era. Trató de ponerse de pie, pero él pisó su falda, manteniéndola sujeta al suelo.
– No vas a ir a ningún sitio.
Algo cayó a su lado. Miró atentamente, y vio una de sus peinetas plateada, chamuscada.
– La próxima vez que decidas incendiar algo, asegúrate de no dejar tu tarjeta de visita.
Se le revolvió el estómago.
– Deja que te explique -dijo en un susurro ronco. ¡Qué tontería!, ¿cómo podía explicarse?
Él ya entendía demasiado bien.
Su cabeza se movió ligeramente, tapando el sol durante un instante. Cuando le miró a los ojos, se estremeció. Eran fríos, duros y parecían vacios. De nuevo, él se movió y el sol la cegó otra vez.
– ¿Te ha ayudado Parsell?
– ¡No! Brandon no haría tal cosa -Brandon no pero ella sí. Se pasó el dorso de la mano por los labios resecos y trató de levantarse, pero él seguía sin permitírselo.
– Lo siento.
Que palabras tan inadecuadas.
– Supongo que lo que sientes es que el fuego no consiguiera destruirlo todo.
– Claro que no… Risen Glory es mi vida-sentía la garganta reseca por el humo, y necesitaba beber agua, pero antes tenía que explicarse-. Esta plantación es todo lo que siempre he querido. Yo… necesitaba casarme con Brandon para tener el control de mi dinero. Iba a utilizarlo para comprarte Risen Glory.
– ¿Y cómo pensabas convencerme de vender? ¿Con otro fuego?
– No, lo que hice anoche… no fue por eso -ella trató de respirar-. He visto los libros de cuentas y sabía que habías invertido todo tu dinero. Sólo necesitaba que tuvieras una mala cosecha y te habrías marchado. Quería estar preparada. No lo he hecho para engañarte. Te habría pagado un precio justo por la tierra. Yo no quiero el molino.
– Por eso estabas tan determinada a casarte. Imagino que Parsell no era el único que iba a casarse por dinero.
– No sólo por eso. Nos gustamos. Es sólo…-su voz decayó. ¿Cuál era el motivo? Él tenía razón.
Él levantó el pie de su falda y caminó hacía Vándalo. No había nada que pudiera hacerle peor de lo que ya le había hecho. Enviarla de nuevo a Nueva York era como matarla.
Él regresó a su lado y le pasó una cantimplora.
– Bebe.
Ella la cogió y se la llevó a los labios. El agua estaba caliente y tenía un sabor metálico, pero bebió con ganas. Sólo cuando le devolvió la cantimplora vio lo que tenía él en las manos.
Una cuerda larga y fina.
Antes de que pudiera moverse, agarró sus muñecas y las ató con la cuerda.
– ¡Baron! No hagas esto.
Ató las puntas al eje de la carreta y se dirigió a su caballo sin responder.
– Desátame. ¿Qué estás haciendo?
Saltó a la silla y giró el caballo. Tan rápido como llegó, se marchó.
La tarde pasó con una lentitud desesperante. No le había atado las muñecas tan fuerte como para lastimarla, pero si lo bastante para no poder desatarse. Le dolían los hombros por lo forzada de su posición. Los mosquitos zumbaban a su alrededor y el estómago le rugía de hambre, pero la sola idea de comer la ponía enferma. Sentía demasiado odio por sí misma.
Él volvió con el crepúsculo y desmontó con la gracia lenta y fácil que ya no la engañaba. Llevaba una camisa blanca limpia y pantalones beige, en claro contraste con el aspecto inmundo de ella. Sacó algo de sus alforjas y caminó hacía ella, con el rostro oculto por el ala de su sombrero.
La miró fijamente un instante, y se agachó a su lado. Con hábiles movimientos desató el nudo que ella no había podido deshacer. Cuando se vio libre de la cuerda, se acurrucó contra la rueda del carromato.
Él le lanzó la cantimplora y abrió el paquete que había sacado de las alforjas. Llevaba un panecillo tierno, un trozo de queso, y una loncha de jamón frío.
– Come -le dijo sin más.
Ella negó con la cabeza.
– No tengo hambre.
– Come de todas formas.
Su cuerpo tenía una necesidad más acuciante que la comida.
– Necesito algo de privacidad.
Él sacó un puro del bolsillo y lo encendió. El resplandor del fósforo lanzó una sombra roja parecida a la sangre sobre su rostro. Cuando la apagó, quedó sólo la punta incandescente del cigarro y la línea despiadada de su boca.
Él señaló con la cabeza hacía un grupo de arbustos apenas a diez metros de distancia.
– Allí mismo. No te alejes más.
Estaba muy cerca para tener intimidad, pero había perdido el lujo de la libertad cuando amontonó serrín cerca de la viga de la segunda planta del molino.
Tenía las piernas rígidas. Se levantó torpemente y tropezó con los arbustos. Rogó para que él se alejara un poco, pero no lo hizo y añadió la humillación a todas las dolorosas sensaciones que estaba sintiendo.
Cuando terminó, volvió y cogió a la comida que le había traído. Quería demorarse todo lo posible, y comió despacio. Él no hizo ningún intento de meterle prisa, y se apoyó contra carreta como si tuviera todo el tiempo del mundo.
Estaba ya oscuro cuando terminó de comer. Todo lo que podía ver era la punta roja del puro y el esbozo de su silueta.
Él anduvo hacia su caballo. Las nubes dejaron ver la luna y los bañó en una luz plateada. La hebilla de cobre de su cinturón brilló cuando se volvió hacía ella.
– Sube. Tú y yo tenemos una cita.
Su tono, terriblemente seco la asustó.
– ¿Qué tipo de cita?
– Con un ministro. Vamos a casarnos.
Su mundo dejó de girar.
– ¡Casarnos! ¿Has perdido el juicio?
– Seguramente.
– Antes me casaría con el diablo.
– Es lo mismo. Pronto lo averiguarás.
La noche era cálida, pero la fría certeza de su voz le helaba la sangre.
– Has quemado mi molino -dijo él-. Y ahora vas a pagar para reconstruirlo. Parsell no es el único que se casará contigo por tu dinero.
– Estás loco. No lo haré.
– No tienes elección. Sube. Cogdell está esperándonos.
A Kit casi se le doblaron las rodillas de alivio. El reverendo Cogdell era su amigo. Una vez que le contara lo que Cain tramaba, se pondría de su parte. Se dirigió a Vándalo y comenzó a montar.
– Delante de mí -gruño él-. He aprendido a fuerza de golpes no darte nunca la espalda.
Él la colocó delante y después montó. No habló hasta que salieron a campo libre.
– No conseguirás ayuda de Cogdell, si eso es lo que esperas. Le he confirmado sus peores temores y nada le impedirá casarnos ahora.
Su corazón dio un vuelco.
– ¿De qué temores estás hablando?
– Le he dicho que te he dejado embarazada.
Ella no podía creer lo que estaba escuchando.
– ¡Yo lo negaré! Esto no te va a salir bien.
– Puedes negarlo cuanto quieras. Ya le he dicho que lo harías. Se lo he explicado todo. Desde que has descubierto que estás embarazada te comportas de forma irracional. Incluso has tratado de matarme con el incendio. Por eso no podía dejar que continuaras así.
– No.
– Le he dicho que llevo semanas pidiéndote que nos casemos, y así nuestro hijo no será bastardo, pero tú no estás de acuerdo. Dijo que nos casaría esta noche, no importa cuanto protestaras. Puedes pelear todo lo que quieras, Kit, pero al final no te servirá de nada.
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