– No vas a salirte con la tuya.
Su voz se ablandó.
– Ten cuidado, Kit. Vas a ahorrarte mucho sufrimiento si haces lo que te digo.
– ¡Vete al infierno!
– Estaré allí a tu disposición.
A pesar de cuanto lo maldijera, era consciente que había perdido. Era una especie de justicia horrible. Había hecho algo malo, y ahora pagaría por ello.
Todavía hizo un último esfuerzo cuándo vio al reverendo y a su esposa esperándolos en la vieja iglesia de los esclavos. Saltó del caballo y corrió hacía Mary Cogdell.
– Por favor… lo que Cain les ha dicho no es verdad. No estoy embarazada. Nosotros nunca…
– Ya, ya, querida. No te alteres -sus amables ojos castaños se nublaron de lágrimas mientras le acariciaba el hombro-. Necesitas calmarte por el bien del bebé.
En ese momento Kit supo que no podría escapar a su destino.
La ceremonia fue afortunadamente breve. Después Mary Cogdell la besó en la mejilla y el reverendo la aconsejó obedecer a su marido en todo. Escuchó decirle a Cain que Miss Dolly había aceptado pasar la noche con ellos, y comprendió que Cain había conseguido sacarla de la casa.
La llevó hacía Vándalo y partieron para Risen Glory. Cuanto más se acercaban, más crecía su pánico. ¿Qué pensaba hacer con ella cuando estuvieran solos?
Llegaron a la casa. Cain desmontó y le pasó las riendas a Samuel. Entonces agarró a Kit de la cintura y la bajó al suelo. Durante un momento sus rodillas amenazaron con doblársele, y él la estabilizó. Ella se recuperó y se separó.
– Ya tienes mi dinero -dijo cuando Samuel desapareció-. Ahora déjame sola.
– ¿Y negarme el placer de mi noche de bodas? No lo creo.
Su estómago se encogió.
– No va haber noche de bodas.
– Estamos casados, Kit. Y esta noche voy a poseerte.
La Vergüenza de Eva. Si no estuviera tan agotada, discutiría con él, pero no le salían las palabras.
Las luces de la casa de Magnus brillaban en la oscuridad al final del huerto. Se recogió las faldas y echó a correr hacia allí.
– ¡Kit! ¡Vuelve aquí!
Ella corrió más rápido. Tratando de huir de él. Tratando de huir de su propio carácter vengativo.
– ¡Magnus! -gritó ella.
– ¡Kit, detente! Está oscuro. Vas a hacerte daño.
Corrió por el huerto, saltando sobre las raíces que sobresalían de la tierra, y que conocía tan bien como la palma de su mano. Detrás de ella, él maldijo cuando tropezó en una de esas raíces. Sin embargo, le ganaba terreno.
– ¡Magnus! -gritó ella otra vez.
Y luego estaba por todas partes. Por el rabillo del ojo vio a Cain lanzarse por el aire. La derribó desde atrás.
Ella gritó cuando ambos cayeron a la tierra.
Él la sujetó contra su cuerpo.
Ella levantó la cabeza y hundió los dientes en la musculosa carne de su hombro.
– ¡Maldita sea! -la separó de él con un gruñido.
– ¿Qué pasa aquí?
Kit dio un sollozo de alivio al oír la voz de Magnus. Se escapó y corrió hacia él.
– ¡Magnus! Deja que me quede en tu casa esta noche.
Él puso suavemente la mano en su brazo y se giró hacia Cain.
– ¿Qué estás haciéndole?
– Tratando de impedir que se mate ella misma. O a mí. Ahora mismo, ya no sé cual de los dos corre más peligro.
Magnus la miró interrogativamente.
– Ahora es mi esposa -dijo Cain-. Me he casado con ella hace una hora.
– ¡Me obligó a hacerlo! -exclamó Kit-. Quiero quedarme en tu casa esta noche.
Magnus frunció el ceño.
– No puedes hacer eso. Ahora le perteneces.
– ¡Yo me pertenezco a mí misma! Podéis iros al infierno los dos.
Se dio la vuelta para escapar, pero Cain fue demasiado rápido. Antes de poder salir corriendo, la cogió y se la echó al hombro.
La sangre le bajó deprisa a la cabeza. Sus brazos le apretaban las piernas. Así comenzó a caminar hacía la casa.
Ella le golpeó con los puños en la espalda y sólo consiguió un azote en el trasero.
– Deja de golpearme o te dejaré caer.
Los pies de Magnus entraron en su campo de visión viniendo detrás de ellos.
– Major, llevas una mujer delicada ahí, tal vez estás tratándola un poco duramente. Quizá sería mejor que la soltaras un momento y te calmaras.
– Eso me llevaría el resto de mi vida -Cain giró en la esquina del frente de la casa, sus botan crujieron en el camino de grava.
Las siguientes palabras de Magnus hicieron removerse el ya inseguro estómago de Kit.
– Si la lastimas esta noche, vas a arrepentirte el resto de tu vida. Recuerda lo que le ocurre a una yegua a la que montan demasiado rápido.
Durante un momento, brillaron estrellas detrás de sus párpados. Entonces oyó el sonido bienvenido de pies bajar con precipitación los escalones frontales.
– ¡Kit! ¿Dulce Jesús, que ha ocurrido?
– ¡Sophronia! -Kit se revolvía tratando de incorporarse. Al mismo tiempo Sophronia asió el brazo de Cain.
– ¡Déjela!
Cain empujó a Sophronia hacia Magnus.
– Mantenla alejada de la casa esta noche -subió con Kit a cuestas las escaleras y atravesó la puerta.
Sophronia luchó en el interior del círculo de los brazos de Magnus.
– ¡Deja que vaya! Debo ayudarla. No tienes ni idea de lo que un hombre así puede hacerle a una mujer. Blancos. Piensan que poseen el mundo. Cree que es su dueño.
– Y lo es -Magnus la sujetó, acariciándola-. Se han casado, cariño.
– ¡Se han casado!
En tonos calmados, tranquilizadores, le contó todo lo que había escuchado.
– No podemos interferir en los asuntos de un hombre y su esposa. Tranquilízate, no le hará daño.
Mientras lo decía, esperaba que no notara la débil duda en su voz. Cain era el hombre más justo que conocía, pero esta noche había visto algo violento en sus ojos. A pesar de todo, continuó consolándola mientras la llevaba a través del oscuro huerto.
Sólo cuando llegaban cerca de la casa ella fue consciente de su destino, y levantó rápidamente la cabeza.
– ¿Dónde crees que me llevas?
– A casa conmigo -dijo él tranquilamente-. Vamos dentro y cogeremos algo para comer. Si te apetece nos sentamos en la cocina y charlamos de lo que quieras. O si estás cansada, puedes ir a la habitación a acostarte. Yo pasaré la noche con una manta en el porche, junto a Merlín. Hace fresco y estaré bien.
Sophronia no dijo nada. Simplemente se quedó mirándolo. Él esperó, dejándola tomar una decisión. Finalmente, ella asintió y entró en la casa.
Cain se sentó en el sillón colocado cerca de la ventana abierta de su dormitorio. Llevaba la camisa desabrochada para disfrutar de la brisa; los pies descansando sobre un escabel delante de él, y tenía una copa de brandy en la mano, colocada sobre el brazo del sillón.
Le gustaba esta habitación. Tenía los muebles necesarios para ser confortable, pero no demasiados como para parecer atestada. La cama era bastante grande para acomodar un cuerpo de su tamaño. A su lado había una jofaina, y completaba la habitación una mesa, un baúl y una librería. En invierno, el suelo de madera estaba cubierto por gruesas alfombras para proporcionarle calor, pero ahora estaba desnudo, como a él más le gustaba.
Oyó el salpicar del agua de la tina de cobre detrás del biombo en un rincón de la habitación y apretó los labios. No le había dicho a Sophronia que el baño que tenía que preparar era para Kit, no para él. Kit le había ordenado que dejara la habitación, pero cuando había visto que no se iba, había levantado la nariz y se había metido detrás del biombo. A pesar de que el agua seguramente ya estaba fría, no tenía ninguna prisa en salir.
Aún sin verla, sabía exactamente que aspecto tendría saliendo de la tina. Su piel brillaría dorada a la luz de la lámpara, y su pelo se le rizaría sobre los hombros, contrastando su negro cabello contra la blancura de su piel.
Pensó en el fondo fiduciario por el cual se había casado. Siempre había despreciado a los hombres que se casaban por dinero, pero ahora no le molestaba. Se preguntó por qué sería. Y entonces dejó de preguntárselo, tal vez por que no quería conocer la respuesta.
No quería reconocer que este matrimonio tenía poco que ver con dinero ni con la reconstrucción del molino. Era debido a ese único momento de debilidad cuando abandonó la prudencia de toda una vida y decidió abrir su corazón a una mujer. Durante un momento, sus pensamientos fueron tiernos, tontos y por último más peligrosos para él que todas las batallas de la guerra.
Al final no sólo pagaría con el molino por ese momento de debilidad. Esta noche, el antagonismo entre ellos quedaría sellado para siempre. Y esperaba ser capaz de continuar con su vida sin verse atormentado por falsas esperanzas de futuro.
Se llevó la copa a los labios, dio un sorbo y la dejó en el suelo. Quería estar completamente sobrio para lo que estaba por llegar.
Desde detrás del biombo, Kit oyó el ruido de sus pasos en el suelo de madera, y supo que estaba impacientándose. Cogió la toalla y mientras se la enrollaba por el cuerpo, deseó que fuera algo más grande. No tenía ni su propia ropa. Cain había tirado su vestido quemado.
Levantó la cabeza rápidamente cuando el se asomó por encima del biombo. La miraba tranquilamente mientras apoyaba una mano en lo alto.
– Todavía no he terminado -logró decir ella.
– Ya has tenido tiempo suficiente.
– No sé por qué me has obligado a bañarme en tu habitación.
– Sí lo sabes.
Se sujetó la toalla más fuerte. Otra vez buscó alguna salida para lo que la esperaba, pero tenía la sensación que era algo inevitable. Ahora era su marido. Si trataba de escapar, él la atraparía. Si luchaba, la derrotaría. Sólo le quedaba poner en práctica la asignatura de la sumisión, asignatura que la señora Templeton les había enseñado hacía algo más de un mes. Pero la sumisión nunca había sido algo fácil para ella.
Se miró el fino anillo que ahora tenía en el dedo. Era un pequeño y bonito aro de oro con dos pequeños corazones delicadamente perfilados en diamante y astillas de rubíes. Le dijo que se lo había dado Miss Dolly.
– No tengo nada que ponerme -dijo ella.
– No vas a necesitar nada.
– Tengo frío.
Despacio, sin apartar la mirada de ella, se quitó la camisa y se la ofreció.
– No quiero tu camisa. Si me dejas salir, iré a mi habitación y cogeré mi bata.
– Prefiero que te quedes aquí.
¡Hombre obstinado y autoritario! Apretó los dientes, y salió de la tina. Sujetándose la toalla con una mano, agarró su camisa con la otra. Torpemente se la puso sobre la toalla. Después, le dio la espalda, dejó caer la toalla y se abrochó rápidamente los botones.
Las mangas le quedaban muy largas, haciendo el trabajo más difícil. Los faldones se adherían a sus muslos, haciéndola consciente de lo fino del tejido que cubría su desnudez. Se plegó las mangas y pasó a su lado.
– Necesito ir a mi habitación para coger un peine, si no mi pelo se enredará.
– Usa el mío -él señaló hacía la jofaina con la cabeza.
Fue hacía allí y lo cogió. Se miró en el espejo, parecía pálida y cautelosa, pero no asustada. Y debería estarlo, pensó, mientras se pasaba el peine por el largo cabello húmedo. Cain la odiaba. Él era imprevisible y poderoso, más fuerte que ella, y tenía la ley de su parte. Debería llorar, implorando piedad. Sin embargo, lo que sentía era una extraña agitación interior.
A través del espejo, le vio caminar hacía el sillón. Se sentó y cruzó un tobillo sobre la rodilla. Retiró la mirada y se peinó más vigorosamente, salpicando de gotas a su alrededor.
Oyó un movimiento, y su mirada volvió al espejo. Cain recogía una copa del suelo y la levantaba hacía ella.
– A su salud, señora Cain.
– No me llames así.
– Es tu nombre. ¿Ya lo has olvidado?
– No he olvidado nada -respiró profundamente-. No olvido que te he hecho daño. Pero ya he pagado el precio y no necesito pagar más.
– Yo juzgaré eso. Ahora, deja el peine y date la vuelta para que pueda mirarte.
Despacio, hizo lo que le pedía, con una emoción extraña, entre entusiasmo y temor. Se quedó mirando las cicatrices de su pecho.
– ¿Dónde te hiciste esa cicatriz del hombro?
– En Missionary Ridge.
– ¿Y la de la mano?
– En Petersburg. Y la que tengo en el vientre fue por una mala partida de póker en un burdel de Laredo. Y ahora, desabróchate la camisa y ven aquí para que pueda echar un vistazo a mi nueva propiedad.
– No soy de tu propiedad, Baron Cain.
– Eso no es lo que dice la ley, señora Cain. Las mujeres pertenecen a sus maridos.
– Sigue pensando eso si te hace feliz. Pero yo sólo me pertenezco a mí misma.
Él se levantó y se acercó a ella con pasos deliberadamente lentos.
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