– Quiero que tengas una cosa clara desde el principio. Eres de mi propiedad. Y harás todo lo que te diga. Si te pido que abrillantes mis botas, lo harás. Si te ordeno que limpies el estiércol de mis establos, lo limpiarás. Y si te quiero en mi cama, espero verte tumbada y con las piernas abiertas antes de que me haya quitado el cinturón.

Sus palabras deberían haberle revuelto el estómago de miedo, pero había algo demasiado intencionado en ellas. Él deliberadamente trataba de asustarla, pero no le iba a dejar hacerlo.

– Estoy aterrorizada -dijo arrastrando las palabras.

No había reaccionado como él esperaba, de modo que se acercó más a ella.

– Cuando te has casado conmigo hoy, has perdido tu último instante de libertad. Ahora puedo hacer contigo lo que quiera, menos matarte, claro. Y aunque no estoy seguro de ello, incluso creo que también.

– Si no lo hago yo primero -contestó ella.

– No tendrás oportunidad.

Ella trató otra vez de razonar con él.

– He hecho una cosa horrible. Me he equivocado, pero ya tienes mi dinero. Toma el triple de lo que debería costarte reconstruir el molino, y acabemos con esto.

– Algunas cosas no tienen precio -apoyó un hombro sobre una de las columnas de la cama -. Esto debería divertirte…

Ella lo miró con cautela. Estaba claro que ella no pensaba así.

– Había decidido no enviarte a Nueva York. Pensaba decírtelo por la mañana.

Kit se sintió enferma. Negó con la cabeza, esperando que no fuera cierto.

– Irónico, ¿verdad? -dijo él-. No quería lastimarte. Pero ahora todo ha cambiado y ya no me preocupa eso -extendió la mano y comenzó a desabrochar los botones de su camisa.

Ella parecía perfectamente tranquila, pero la chispa de confianza que tenía antes, se había evaporado.

– No hagas esto.

– Es demasiado tarde -separó la camisa y contempló sus senos.

Ella trató de no decirlo, pero no pudo evitarlo.

– Tengo miedo.

– Lo sé.

– ¿Me dolerá?

– Sí.

Apretó los ojos con fuerza. Él le quitó la camisa, y se quedó desnuda delante de él.

Esta noche sería lo peor, se dijo. Cuando acabara, él habría perdido todo el poder sobre ella.

Él la tomó bajo las rodillas y la tumbó en la cama. Ella giró la cabeza cuando él comenzó a desnudarse. Momentos más tarde, él se subió al mismo lado de la cama, cediendo el colchón bajo su peso.

Cain sintió algo extraño en su interior al verla retirar la cabeza. Sus ojos cerrados… la resignación en esa cara en forma de corazón… ¿cuánto le habría costado admitir su miedo? Maldita sea, él no la quería así. El quería sus insultos y su lucha. Quería verla maldiciéndolo, con ese chispazo de cólera que tan bien conocía.

Le separó las rodillas para forzar su reacción, pero ni siquiera entonces luchó. Abrió un poco más las piernas y cambió su posición para arrodillarse entre ellas. Entonces miró hacia abajo a la parte secreta de ella, bañada por la luz de la lámpara.

Ella siguió inmóvil cuando él separó el sedoso vello oscuro con los dedos. Su rosa salvaje de las profundidades del bosque. Pétalos dentro de pétalos. Protectoramente doblados alrededor de su corazón. El estómago le dio un vuelco al mirarla. Sabía desde la tarde del estanque lo pequeña que era, lo apretada que estaba. Se sintió inundado por un indiscutible sentimiento de ternura.

Por el rabillo del ojo vio su delicada mano formarse en un puño sobre la colcha. Esperaba que se abalanzase sobre él y luchara por lo que le estaba haciendo. Deseaba que lo hiciera. Pero ella no se movió, y su misma impotencia lo desarmó.

Con un gemido se acostó y la estrechó entre sus brazos. Ella estaba temblando. La sensación de culpa tan poderosa como su deseo luchaba dentro de él. Nunca había tratado a una mujer tan cruelmente. Esto era parte de la locura a la que había llegado.

Él la sostuvo contra su pecho desnudo y acarició los mechones húmedos de su pelo. Mientras la calmaba, alimentaba su propio deseo, pero no cedió hasta que finalmente Kit dejó de temblar.

– Lo siento -susurró él.

El brazo de Cain parecía sólido e irónicamente consolador envolviéndola. Oyó su respiración lenta pero sabía que no estaba dormido, no más de lo que lo estaba ella. La luz plateada de la luna llenaba de quietud la habitación, y ella sintió una extraña sensación de calma. A pesar de la tranquilidad, por el infierno que habían pasado y el infierno que sin duda tenían por delante, se vio obligada a hablar.

– ¿Por qué me odias tanto? Antes incluso de lo del molino. Desde el día que regresé a Risen Glory.

Él se quedó en silencio durante un momento. Después la respondió.

– Nunca te he odiado.

– Estaba destinada a aborrecer a quién heredara Risen Glory -dijo ella.

– ¿Todo vuelve siempre a Risen Glory, no? ¿Amas tanto esta plantación?

– Más que a nada en el mundo. Risen Glory es todo lo que he tenido siempre. Sin ella, no soy nada.

Él retiró un mechón de pelo que le caía sobre la mejilla.

– Eres una mujer hermosa y además tienes coraje.

– ¿Cómo puedes decir eso después de lo que he hecho?

– Supongo que hacemos lo que creemos conveniente.

– ¿Cómo forzarme a casarme contigo?

– Como eso -sé quedó callado un momento-. No lo siento Kit. No más que tú.

Su tensión volvió.

– ¿Por qué no has seguido adelante y has terminado lo que ibas a hacer? No te lo habría impedido.

– Porque te quiero dispuesta. Deseosa y tan hambrienta de mí como yo de tí.

Ella era demasiado consciente de su desnudez, y se alejó de él.

– Eso no ocurrirá nunca.

Esperaba verlo enfadado. En su lugar, él se recostó en las almohadas y la miró sin intentar tocarla.

– Tienes una naturaleza apasionada. Lo sé por tus besos. No temas eso.

– No quiero tener una naturaleza apasionada. Está mal en una mujer.

– ¿Quién te ha dicho eso?

– Todo el mundo lo sabe. Cuando la señora Templeton nos habló de la Vergüenza de Eva, nos lo dijo.

– ¿La qué de Eva?

– La Vergüenza de Eva. Ya sabes.

– Buen Dios -él se incorporó en la cama-. ¿Kit sabes exactamente lo que ocurre entre un hombre y una mujer?

– He visto a los caballos.

– Los caballos no son humanos -le puso las manos en los hombros y la giró hacia él-. Mírame. Aunque me odies, ahora estamos casados y no podrás evitar que te toque. Pero quiero que sepas lo que ocurre entre nosotros. No quiero asustarte otra vez.

Pacientemente, con un lenguaje sencillo y directo le habló de su propio cuerpo y del suyo. Y le dijo como era el momento de la penetración.

Después, se levantó de la cama y caminó hacía la mesa, dónde cogió su copa de brandy. Se dio la vuelta y se quedó tranquilamente de pie, dejándola satisfacer una curiosidad que no le confesaría a él.

Los ojos de Kit absorbieron su cuerpo, tan claramente iluminado por la luz de la luna. Vio una belleza que nunca antes se habría imaginado, una belleza esbelta y musculosa, que hablaba de fuerza, dureza y cosas que no entendía. Sus ojos fueron a su miembro erecto que creció con su mirada, y su miedo volvió.

Él debió haber sentido su reacción, porque dejó la copa y volvió con ella. Esta vez sus ojos reflejaban un desafío, y aún cuando ella tenía miedo, nunca había rechazado un desafío, no cuando provenía de él.

Su boca estaba torcida en una mueca que podría haber sido una sonrisa. Entonces bajó la cabeza y acarició sus labios con los suyos. Su toque con la boca cerrada, fue suave y ligero como una pluma. No había una lengua invasora que le recordara lo que pronto ocurriría.

Una parte de su tensión se disolvió. Sus labios encontraron un sendero hacía la oreja. Besó el valle por debajo, tomó el lóbulo con su diminuto pendiente de plata suavemente entre sus dientes y después con los labios.

Kit cerró los ojos para disfrutar de las sensaciones que despertaba en ella, y los abrió de golpe cuando el cogió sus muñecas y las extendió por encima de su cabeza.

– No tengas miedo -susurró él acariciándole la suave piel exterior de sus brazos-. Te gustará. Te lo prometo.

Él hizo una pausa al llegar a su codo, acariciándolo con el pulgar hacía delante y hacía atrás a través de su sensible piel.

Todo lo que había pasado entre ellos tenía que haberla puesto cautelosa, pero mientras la acariciaba en deliciosos círculos que la hacían estremecer, el pasado se evaporaba y las exquisitas sensaciones del presente la tomaron presa.

Él deslizó la sábana hasta su cintura y contempló lo que revelaba.

– Tienes unos senos muy hermosos -murmuró él roncamente.

Una mujer educada correctamente habría bajado los brazos pero Kit no había sido educada correctamente, y no conocía la modestia. Le vio bajar la cabeza, miró sus labios y sintió su cálido aliento en su sensible carne.

Gimió cuando él rodeó en círculos el pequeño pezón con la lengua. Poco a poco, fue aumentando la presión. Ella arqueó el cuerpo y él abrió los labios para abarcar todo lo que ella le ofrecía. Tiernamente la succionó.

Ella se encontró levantando los brazos y poniendo las manos en su cabeza, acercándolo más. Mientras con la boca torturaba un pezón, con la callosa mano se ocupaba del otro, apretándolo suavemente con el pulgar y el índice.

Kit no conocía a los hombres, y no sabía que él estaba dando rienda suelta a su propia pasión, mientras le daba placer a ella. Todo lo que sabía era que la lengua sobre su pecho encendía todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo.

Él apartó la sábana y se puso a su lado. Otra vez su boca encontró la suya, pero esta vez no tuvo que persuadirla para abrirla. Sus labios le esperaban abiertos. De todas formas, él se tomó su tiempo, dejándola acostumbrarse a él.

Mientras él jugaba con sus labios, las propias manos de Kit se volvieron inquietas. Colocó uno de sus pulgares sobre su pezón duro y plano.

Con un gemido él metió las manos en su pelo húmedo, enredado y levantó su cabeza de la almohada. Sumergió su lengua en su boca y tomó posesión del interior caliente y resbaladizo.

El lado salvaje que había sido siempre parte de su naturaleza encontró su pasión. Ella se arqueó debajo de él, extendiendo sus dedos sobre su pecho.

El último vestigio de su autocontrol se rompió. Sus manos ya no se contentaban sólo con sus senos. Se desplazaron hacia abajo por su cuerpo hacía su vientre y después al sedoso y oscuro triángulo.

– Ábrete para mí, dulzura -le susurró roncamente en su boca-. Déjame entrar.

Ella se abrió. Sería inconcebible no hacerlo. Pero el acceso que ella ofrecía no era todavía bastante para él. Le acarició el interior de sus muslos hasta que ella pensó que se volvería loca. Finalmente sus piernas se abrieron lo suficiente para satisfacer su deseo.

– Por favor -jadeó ella.

Él la tocó entonces, a su rosa salvaje, el centro de su femineidad. Él la abrió suavemente de modo que no fuera tan difícil, tomándose su tiempo a pesar que la necesitaba con una locura como nunca había necesitado a una mujer.

Entonces subió por su cuerpo, besando sus senos y su dulce y joven boca. Y ya, incapaz de contenerse más, se colocó entre sus piernas y suavemente la penetró.

Ella se tensó. Él la apaciguó con sus besos y entonces con un empuje suave, se abrió camino a través del velo de su virginidad y le quitó su inocencia.

Ella cayó hacía atrás al sentir un pequeño y agudo dolor. Hasta ahora, sólo había tenido placer. Le parecía una traición. Sus caricias la habían engañado. Habían prometido algo mágico, pero al final sólo había sido la promesa del diablo.

Su mano le ahuecó la barbilla y giró su rostro. Ella le fulminó con la mirada, demasiado consciente que estaba enterrado profundamente en su interior.

– Está bien, dulzura -murmuró él-. El dolor ya se acabó.

Esta vez ella no le creyó.

– Quizá para tí. ¡Retírate!

Él sonrió profunda y alegremente. Sus manos volvieron a sus senos, y ella sintió como empezaban las sensaciones otra vez.

Él comenzó a moverse dentro de ella, y ya no quiso que se retirara. Metió sus dedos en los firmes músculos de sus hombros y enterró la boca en su cuello para poder saborearlo con su lengua. Su piel sabía salada y limpia, y mientras más profundamente se movía dentro de ella, perforaba su matriz y su corazón, derritiendo sus huesos, su carne, incluso su alma.

Ella se estiró, arqueándose y permitiéndole que la montara, durante el día y la noche, por espacio indefinido, agarrándose a él, a su dulce cuerpo masculino, a su miembro duro, entrando más y más profundamente en ella, llevándola más alto, lanzándola al brillo cegador del sol y la luna, dejándola colgando una eternidad y luego se rompió en un millón de astillas de luz y oscuridad, igualando su gran grito liberador con el suyo propio.