– ¿Katharine Louise por qué no estás en la cama? -Miss Dolly estaba de pie en la puerta, con su gorro de dormir torcido y un gesto de preocupación en la cara.
– Me siento inquieta. Lamento haberla despertado.
– Déjame darte un poco de láudano, querida. Así podrás dormir.
– No lo necesito.
– Claro que sí, Katharine. No seas obstinada.
– Está bien -acompañó a Miss Dolly arriba pero la mujer mayor rechazó dejarla sola hasta que Kit tomó varias cucharaditas de láudano.
Se durmió, sólo para ser asaltada por gran cantidad de imágenes producidas por el opio. Hacía el amanecer, un gran león dorado vino a ella. Olió a su macho, olor a selva, pero en lugar de sentir miedo, enterró los dedos en su melena y lo acercó más a ella.
Gradualmente, el león se transformó en su marido. Él susurró palabras de amor y comenzó a acariciarla. A través del sueño, ella sintió su piel. Era cálida y tan húmeda como la suya.
– Voy a poseerte ahora -susurró su marido del sueño.
– Sí -murmuró ella.
Él la penetró entonces y su cuerpo ardió en combustión. Se movió con él, subió con él, y justo antes que las llamas la consumieran, gritó su nombre.
Todavía sentía los efectos del sueño provocado por el láudano cuando despertó por la mañana. Miró fijamente la seda rosa y verde del dosel, tratando de desprenderse del atontamiento que producía los efectos secundarios de la medicina. Pareció tan real… el león dorado que se había convertido bajo sus manos en…
Rápidamente se incorporó en la cama.
Cain estaba afeitándose tranquilamente delante del espejo colgado sobre la jofaina. Llevaba sólo una toalla blanca cubriéndole las caderas.
– Buenos días.
Ella le fulminó con la mirada.
– Vete a tu propia habitación a afeitarte.
Él se giró y miró con inequívoco placer sus senos.
– Aquí es mejor el paisaje.
Comprendió que la sábana se le había caído hasta la cintura, y rápidamente se la subió hasta la barbilla. Entonces vio su camisón arrugado en el suelo. Él se rió cuando la vio contener el aliento. Ella levantó la sábana y se tapó hasta la cabeza.
Estaba claro. La humedad entre sus muslos no era imaginaria.
– Fuiste una gata salvaje anoche -dijo él claramente divertido.
Y él había sido un león.
– Estaba drogada -replicó ella-. Miss Dolly me hizo tomar láudano. No me acuerdo de nada.
– Entonces supongo que tendrás que fiarte de mi palabra. Fuiste dulce y sumisa, y me dejaste hacer todo lo que quise.
– ¿Quién está soñando ahora?
– Anoche tomé lo que me pertenece -dijo él en un tono deliberado-. Es bueno para tí que tu libertad sea cosa del pasado. Evidentemente necesitas una mano firme.
– Y tú, evidentemente, necesitas una bala en el corazón.
– Sal de la cama y ponte un vestido, esposa. Ya te has escondido demasiado.
– Yo no me he escondido.
– Eso no es lo que he oído -él se aclaró la cara y cogió una toalla para secarse-. Ayer vi a una de nuestras vecinas en Charleston. Con evidente placer me informó que no estás recibiendo a las visitas.
– Perdóname si no estoy ansiosa por escuchar a todo el mundo chasquear sus lenguas porque me he casado con un yanqui, que además me ha abandonado un día después de mi boda.
– ¿Eso es lo que realmente te duele, no? -dejó la toalla-. No tuve elección. El molino debe ser reconstruido para la cosecha de este año, y necesitaba encontrar suministro de madera y contratar carpinteros.
Él caminó hacía la puerta.
– Quiero que te vistas y estés abajo en media hora. El coche estará esperando.
Ella lo miró con desconfianza.
– ¿Para qué?
– Es domingo. El señor y la señora Cain van a la iglesia.
– ¡A la iglesia!
– Así es, Kit. Esta mañana vas a afrontarlos a todos, y dejarás de comportarte como una cobarde.
Kit se puso en pie de un salto llevando la sábana consigo.
– ¡Yo no he sido una cobarde en mi vida!
– Cuento con ello -y desapareció por la puerta.
Nunca lo admitiría, pero él tenía razón. No podía continuar escondiéndose más. Maldiciendo entre dientes, echó la sábana a un lado y se lavó.
Decidió llevar el vestido de nomeolvides en muselina azul y blanco que había llevado la primera noche de su regreso a Risen Glory. Después de ponérselo, se hizo un moño flojo, complementado con un casquete de satén beige y azul sobre la cabeza. Joyas, sólo llevaba su detestado anillo de boda y unos pequeños pendientes de labradoritas.
Era una mañana cálida y los parroquianos no habían entrado aún en la iglesia. Mientras se iban acercando en el carruaje de Risen Glory, Kit podía ver todas las cabezas girarse. Sólo los niños jugando en un alarde de energía eran indiferentes a la llegada de Baron Cain y su novia.
Cain ayudó a bajar a Miss Dolly, y extendió el brazo para tratar de ayudar a Kit. Pero ella se apartó elegantemente, y cuando él ya retiraba el brazo, se acercó. Con lo que esperaba fuera una sonrisa íntima, deslizó primero una mano y después la otra encima de su brazo y se aferró a él en una pose de mujercita cariñosa y desvalida.
– Vas a comportarte, ¿de acuerdo? -murmuró él.
Ella le dirigió una ardiente sonrisa y susurró entre dientes.
– Sólo hago mi papel, y tú puedes irte al infierno.
La señora Rebecca Whitmarsh Brown fue la primera que la alcanzó.
– Hola, Katharine Louise no esperábamos verte esta mañana. Eso por no hablar de tu repentino matrimonio con el Major Cain. Nos sorprendió muchísimo, no es cierto, Gladys?
Los ojos de su hija Gladys estaban fijos en Cain, y por su expresión, Kit dedujo que yanqui o no, no le había hecho ninguna gracia verse relegada por una jovencita como Kit Weston.
Kit presionó la mejilla en el brazo de Cain.
– Hola señora Brown, Gladys. Sí, creo que sorprendió a muchos. Pero no a todo el mundo, pues mucha gente adivinó tras mi regreso a Risen Glory lo que sentíamos el uno por el otro. Aunque él, al ser un hombre, fue capaz de esconder sus verdaderos sentimientos mejor que yo, ya saben que las mujeres esas cosas no podemos esconderlas.
Cain hizo un sonido ahogado e incluso Miss Dolly parpadeó.
Kit suspiró y chasqueó la lengua.
– Traté de combatir nuestra atracción… el Major era un intruso yanqui, y además uno de nuestros enemigos más perversos. Pero como escribió Shakespeare, "el amor conquista todas las cosas". ¿No es así, querido?
– Creo que eso lo escribió Virgil, querida -contestó él -. No Shakespeare.
Kit sonrió a las mujeres.
– ¿No creen que es un hombre muy inteligente? ¿Nunca pensaron que un yanqui supiera tanto, verdad? Ya sabemos lo vacías que tienen sus cabezas.
Él apretó su brazo en lo que parecía un gesto cariñoso, pero que en realidad era un aviso para que no siguiera.
Ella se abanicó el rostro.
– ¡Bueno, que calor! Baron, querido, será mejor que pasemos dentro, que hace más fresco. Parece que no me sienta bien el calor esta mañana.
Apenas habían salido las palabras de su boca y una docena de pares de ojos se posaban en su cintura.
Esta vez la malvada sonrisa de Cain, era inequívoca.
– Desde luego, querida. Entremos rápidamente -la condujo hacía las escaleras, con el brazo alrededor de sus hombros como si llevara una delicada flor, y su fruto necesitara protección.
Kit sintió los ojos de los parroquianos fijos en su espalda y los pudo imaginar contando mentalmente los meses. Déjalos que cuenten, se dijo. Pronto verían que estaban equivocados.
Pero entonces le llegó un pensamiento horrible.
La curandera había vivido siempre en una casucha desvencijada en lo que habían sido las tierras de los Parsell durante más tiempo del que alguien pudiera recordar. Algunos decían que el viejo Godfrey Parsell, el abuelo de Brandon, la había comprado en un mercado de esclavos en Nueva Orleans. Otros decían que había nacido en Holly Grove y era en parte Cherokee. Nadie sabía con exactitud los años que tenía y si tenía algún nombre.
Blancas o negras, todas las mujeres del condado habían ido a verla en algún momento de sus vidas. Podía curar las verrugas, predecir el futuro, hacer pociones de amor y determina el sexo de los niños aún no nacidos. Kit sabía que era la única que podía ayudarla.
– Buenas tardes curandera. Soy Kit Weston… Katharine Louise Cain ahora… la hija de Garrett Weston. ¿Me recuerda?
La puerta crujió al abrirse y apareció una cabeza canosa.
– Eres la joven de Garrett Weston. Has crecido -la anciana dejó salir un cacareo seco, quebrado-. Sin duda tu padre estará quemándose en el fuego del infierno.
– Seguramente. ¿Puedo pasar?
La anciana se apartó de la puerta, y Kit entró al interior de una pequeña y limpia habitación, a pesar de su desorden. Los manojos de cebollas, hierbas y ajos colgaban de las vigas, muebles desiguales llenaban los rincones y al lado de la única ventana de la casa había una rueca. Una de las paredes de la habitación estaba llena de estanterías de madera inclinadas en el centro por el peso de distintas vasijas de barro y otros tarros.
La curandera revolvió el fragrante contenido de una cacerola que tenía colgando de un gancho de hierro sobre el fuego. Después se sentó en una mecedora junto a la chimenea. Como si estuviera sola, empezó a mecerse y canturrear con una voz tan seca como las hojas caídas.
– Hay un bálsamo en Gilead…
Kit se sentó en la silla más próxima a ella, era vieja y tenía el asiento hundido, y escuchó. Desde la reunión en la iglesia de esa mañana, había tratado de pensar que haría si tuviera un bebé. La ataría a Cain para el resto de su vida. No podía dejar que sucediera eso, no mientras todavía tuviera alguna posibilidad, algún milagro que le devolviera su independencia y pusiera todo en orden otra vez.
Tan pronto como volvieron de la iglesia, Cain desapareció pero Kit no pudo escaparse hasta mucho después esa tarde, cuando Miss Dolly subió a su dormitorio a leer la Biblia y dormir la siesta.
La curandera dejó finalmente de cantar.
– Niña, cuéntale tus problemas a Jesús, Él te indicará el camino a seguir para mejorar tu vida.
– No creo que Jesús pueda hacer mucho por solucionar mi problema.
La señora alzó la vista al techo y cacareó.
– ¿Señor? ¿Estás escuchando a esta niña?-la risa agitó su huesudo pecho-. Ella desprecia tu ayuda. Cree que la curandera puede ayudarla, pero no Jesucristo, tu hijo.
Sus ojos comenzaban a llorarle por la risa y se los secó con la esquina del delantal.
– Oh Señor -cacareó de nuevo- esta niña… ella es tan joven.
Kit se inclinó hacía adelante y tocó la rodilla de la anciana.
– Necesito seguridad, curandera. Ahora no puedo tener un hijo. Por eso he venido a verla. Le pagaré bien si me ayuda.
La anciana dejó de mecerse y miró a Kit a la cara por primera vez desde que había entrado en su casa.
– Los hijos son una bendición del Señor.
– Son una bendición que yo no deseo -el calor en la pequeña casa era opresivo y se levantó-. Cuando era niña, oía a las esclavas hablando. Decían que a veces usted las ayudaba para evitar tener más hijos, aunque ponía en peligro su vida por ello.
La curandera estrechó los ojos y la miró con desprecio.
– Los hijos de aquellas esclavas eran vendidos y mandados lejos. Tú eres blanca. No debes preocuparte de que arranquen a tu hijo de tus brazos y no vuelvas a verlo nunca más.
– Lo sé. Pero no puedo tener un bebé. No ahora.
De nuevo la anciana comenzó a mecerse y a canturrear.
– Hay un bálsamo en Gilead que cura todos los males. Hay un bálsamo en Gilead…
Kit caminó hacía la ventana. Estaba perdiendo el tiempo. La curandera no la ayudaría.
– Ese yanqui. Puede llevar el demonio consigo, pero también tiene bondad.
– Mucho de demonio y poco de bondad, creo yo.
La vieja se rió entre dientes.
– Un hombre así, tiene una semilla fuerte. Tendré que hacer un remedio poderoso para combatirla.
Se levantó con dificultad de la mecedora y fue arrastrando los pies hacía las estanterías, dónde miró en uno de los frascos y luego en otro. Finalmente vertió una generosa cantidad de polvo grisáceo en un tarro de mermelada vacío y lo tapó con un trozo de tela que ató con una cuerda.
– Agítalo antes de poner una cucharadita en un vaso de agua y bebértelo todas las mañanas, después de haber pasado la noche con él.
Kit cogió el tarro y le dio un abrazo rápido y agradecido.
– Gracias -sacó varios dólares que se había metido en el bolsillo y se los puso en la mano.
– Haz lo que la curandera te dice, señorita. Yo sé lo que es mejor.
Y entonces soltó otro jadeante cacareo, y volvió junto al fuego, riéndose en silencio de una broma que sólo ella conocía.
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