Él la tapó con la sábana. Bajo ella sólo llevaba una camisola interior de algodón de sus días en la Academia y unos delicados pololos. La ropa estaba mal emparejada, como era habitual.

– Cierra los ojos y deja que el ron haga su trabajo -susurró él.

En efecto, sintió los párpados de repente tan pesados que le costaba mantenerlos abiertos. Cuando comenzaron a cerrarse, él tocó la parte más estrecha de su espalda y comenzó a masajearla. Sus manos subían suavemente a lo largo de su espinazo, y bajaban otra vez. Apenas fue consciente cuándo él levantó su camisola y tocó directamente su piel. Mientras llegaba el sueño, sólo pensaba que su tacto parecía haber aliviado su horrible dolor.

A la mañana siguiente, encontró en su tocador un gran ramillete de margaritas silvestres en un jarrón de cristal.

17

El verano tocaba a su fin y un aire de tensa expectación colgaba sobre la casa y sus habitantes. La cosecha estaba a punto y el molino pronto estaría funcionando.

Sophronia estaba en pie de guerra esos días, cada vez más irritable y difícil de agradar. Sólo el hecho que Kit no compartía la cama de Cain le traía algo de comodidad. No es que quisiera a Cain para ella… afortunadamente había abandonado hacía tiempo esa idea. Pero sentía que mientras Kit permaneciera lejos de Cain, Sophronia no tendría que afrontar la horrible posibilidad que una mujer decente como Kit, o como ella, pudiera encontrar placer acostándose con un hombre. Porque si eso era posible, todas sus arraigadas ideas de lo que era importante y lo que no, quedarían sin sentido.

Sophronia sabía que se estaba quedando sin tiempo. James Spence estaba presionándola para que se decidiera a ser su amante, le daría dinero y protección en la casita de muñecas que había encontrado para ella en Charleston, lejos de las chismosas lenguas de Rutherford. Nunca había sido holgazana, pero ahora Sophronia se sorprendía pasando largos ratos junto a la ventana, mirando hacía la casa del capataz.

Magnus también esperaba. Sentía que Sophronia estaba pasando por una especie de crisis y se fortalecía así mismo para afrontarla. ¿Cuánto tiempo más, se preguntaba, sería capaz de esperar? ¿Y cómo iba a ser capaz de vivir, si ella se marchaba con James Spence en su fantástica calesa roja, con su mina de fosfato y su piel, tan blanca como el vientre de un pescado?

Los problemas de Cain eran diferentes, pero en el fondo, similares. Con la cosecha acabada y la maquinaria instalada, ya no había razón para trabajar tan intensamente. Pero necesitaba el entumecido agotamiento de esos largos días laborables, para impedir que su cuerpo protestara por la situación que le estaba haciendo soportar. Desde que era niño, nunca había estado tanto tiempo sin una mujer.

La mayoría de las noches volvía a la casa para la cena, y no podría asegurar si ella trataba deliberadamente de volverlo loco, o lo hacía de forma involuntaria. Cada noche aparecía en la mesa oliendo a jazmín, peinada de modo que reflejara su cambiante humor. A veces lo llevaba de forma traviesa, en lo alto de la cabeza con suaves mechones sueltos delineando su rostro, como plumas de seda negra. Otras, peinado en el severo estilo español, que a tan pocas mujeres favorecía, con raya en medio y con un moño en la nuca, pidiendo a gritos a sus dedos deshacerlo. De cualquier forma, debía luchar para despegar los ojos de ella. Qué ironía. Nunca había sido fiel a una mujer, y ahora lo estaba siendo con una con quién no podía acostarse, no hasta que pudiera colocarla en el lugar apropiado en su vida.

Kit era tan infeliz como Cain. Su cuerpo una vez despertado, no quería volver a dormirse. Eróticas y extrañas fantasías la molestaban. Encontró el libro de Walt Whitman Hojas de hierba, que Cain le había dado hacía mucho tiempo. En aquel momento los poemas la habían confundido. Ahora la dejaban desnuda. Nunca había leído una poesía así, con esos versos llenos de imágenes que dejaban su cuerpo ardiendo:

Pensamientos amorosos, zumo de amor, aroma de amor, amor complaciente, enredaderas amorosas, y trepadora savia.

Brazo y manos amorosos, labios de amor, fálica tuerca del amor, senos del amor, vientres estrujados y adheridos unos con otros por el amor…

Se moría porque la tocara. Se encontraba así misma subiendo por las tardes a su dormitorio con tiempo, para tomar húmedos baños y vestirse para la cena con sus vestidos más atractivos. Su ropa empezó a parecerle demasiado aburrida. Cortó una docena de diminutos botones de plata del corpiño de su vestido de seda en tono canela, de modo que el escote cayera abierto al centro de sus pechos. Después le puso una cadena de cuentas de cristal. Sustituyó el cinturón de un vestido de mañana amarillo pálido por una larga cenefa de tafetán rojo y azul. Llevaba zapatillas en rosa brillante con un vestido de color mandarina, y era incapaz de resistirse a ponerse unas cintas color lima en las mangas. Estaba vergonzosamente encantada. Sophronia decía que se comportaba como un pavo real extendiendo su cola para atraer a su compañero.

Pero Cain no parecía darse cuenta.


***

Verónica Gamble llegó de visita un lluvioso lunes por la tarde, casi tres meses después de la boda. Kit se había ofrecido para buscar en el polvoriento ático un conjunto de porcelana que nadie encontraba, y de nuevo su aspecto dejaba mucho que desear.

Aparte de intercambiar unas pocas palabras corteses cuando se encontraban en la iglesia o en la ciudad, Kit no había estado con Verónica desde aquella desastrosa cena. Le había enviado una atenta nota de agradecimiento por el hermoso libro, Madame Bovary, que había sido su regalo de bodas… un regalo de lo más inoportuno, había descubierto Kit, después de devorar cada palabra. Verónica la fascinaba, pero también se sentía amenazada por la fría belleza y la confianza en sí misma de la mujer más madura.

Mientras Lucy servía dos vasos de limonada en vasos helados y un plato de sándwiches de pepino, Kit comparó lúgubremente el traje de buen corte color galleta de Veronica con su propio vestido de algodón, sucio y arrugado. ¿No era lógico que su marido mostrara un evidente placer en compañía de Verónica? No por primera vez, Kit se encontró preguntándose si todas sus reuniones se desarrollaban en público. La idea de que pudieran estar viéndose en privado, le dolía.

– ¿Y cómo encuentras la vida de casada? -preguntó Verónica, después de intercambiar bromas y de que Kit se hubiera comido cuatro sándwiches de pepino, por uno de la otra mujer.

– ¿Comparado con qué?

La risa de Verónica tintineó a través de la sala como campanillas de cristal.

– Eres sin duda la mujer más refrescante de este condado, decididamente tedioso.

– ¿Si es tan tedioso, por qué continua aquí?

Verónica se toqueteó el camafeo de la garganta.

– Vine aquí para curar mi espíritu. Supongo que suena algo melodramático para alguien tan joven como tú, pero quería mucho a mi marido, y su muerte no ha sido fácil de aceptar. Sin embargo, estoy encontrando que el aburrimiento es un enemigo tan poderoso como el dolor. Cuando se está acostumbrada a la compañía de un hombre fascinante, no es fácil estar sola.

Kit no estaba segura cómo responder, especialmente porque veía algo calculado detrás de sus palabras, una impresión que Verónica rápidamente constató.

– ¡Pero basta! Seguro que no te interesa pasar la tarde escuchando las sensibleras reflexiones de una viuda solitaria, sobre todo cuándo tu vida es tan joven y novedosa.

– Estoy adaptándome, como cualquier otra recién casada, -respondió Kit con cuidado.

– Qué respuesta tan convencional y correcta. Me decepcionas. Hubiera esperado que me dijeras con tu habitual sinceridad, que me metiera en mis asuntos, aunque seguramente me lo dirás antes de marcharme. Porque he venido con el único propósito de entrometerme en las intimidades de este matrimonio tuyo tan interesante.

– Realmente, señora Gamble -dijo Kit débilmente-. No puedo imaginarme porque querría usted hacer eso.

– Porque los misterios humanos hacen la vida más divertida. Y ahora, me encuentro con uno delante de mis narices -Verónica se dio un toquecito en la mejilla con una uña ovalada-. ¿Por qué, me pregunto, la pareja más atractiva de Carolina del Sur, parece estar en conflicto?

– Señora Gamble, yo…

– ¿Por qué raramente se miran a los ojos en público? ¿Por qué nunca se tocan de esa forma casual, como lo hacen los amantes?

– Realmente, no creo…

– Desde luego, esa es la pregunta más interesante, pues hace que me pregunte sin realmente ellos son amantes.

Kit trató de decir algo, pero Verónica, la paró en el acto con un perezoso movimiento con la mano.

– Ahórrate cualquier dramatismo hasta que hayas oído atentamente todo lo que tengo que decirte. Quizás descubras que estoy haciéndote un favor.

Kit libraba una pequeña y silenciosa batalla en su interior, la prudencia de una parte, la curiosidad de otra.

– Continúe -dijo ella, tan descaradamente como pudo.

Verónica continuó

– Hay algo que no está del todo bien en esta pareja. El marido tiene un aspecto hambriento, que un hombre satisfecho no debería tener. ¡Mientras la esposa!… ¡Ah, la esposa! Es incluso más interesante que el marido. Lo mira cuando él no se da cuenta, absorbiendo su cuerpo de la manera más escandalosa, acariciándole con la mirada. Es lo más desconcertante. El hombre es viril, la esposa sensual y sin embargo, juraría que no se acuestan juntos.

Una vez dicho esto, Verónica esperó satisfecha la respuesta. Kit sintió como si la hubiera dejado desnuda. Era humillante. Pero…

– Usted ha venido aquí con un propósito, señora Gamble. Me gustaría saber cuál es.

Verónica parecía asombrada.

– ¿Pero, no es evidente? No puedes ser tan ingenua para no saber que estoy interesada en tu marido -inclinó la cabeza-. Estoy aquí para darte un ultimátum. Si no vas a hacer uso de él, por supuesto lo haré yo.

Kit se encontró casi tranquila.

– ¿Ha venido aquí para prevenirme que planea acostarse con mi marido?

– Sólo si tú no lo quieres, querida -Verónica cogió su limonada y dio un delicado sorbo-. A pesar de lo que puedas pensar, te he tomado un tremendo cariño desde que te conocí. Me recuerdas mucho a mí a tu edad, aunque yo sabía esconder mejor mis sentimientos. De todas formas, ese cariño puede llegar hasta aquí, y al final será mejor para tu matrimonio que yo comparta la cama de tu marido, en lugar de alguna pícara intrigante que tratará de interponerse permanentemente entre los dos.

Hasta ese momento, ella había estado hablando en tono ligero, pero ahora sus ojos verdes la miraban de forma inflexible, como pequeñas esmeraldas pulidas.

– Créeme cuando te digo esto, querida. Por alguna razón que no alcanzo a entender, has abandonado a tu marido maduro para la recolección, y es sólo cuestión de tiempo antes que alguna decida recogerlo. Y esa, planeo ser yo.

Kit sabía que tendría que levantarse y salir indignada del salón, pero había algo en la franqueza de Verónica Gamble que activaba la parte suya que no tenía paciencia con los disimulos. Esta mujer conocía las respuestas a los secretos que Kit sólo podía vislumbrar.

Logró mantener el rostro inexpresivo.

– Por seguir con la conversación, suponga que lo que ha dicho es cierto. Suponga… que yo no tengo… no tengo interés en mi marido. O suponga, otra vez por seguir con la conversación, que es mi marido quién no tiene ningún interés en mí… -sus mejillas enrojecieron, pero estaba determinada a seguir-. ¿Cómo me sugiere que yo consiga… consiga interesarlo?

– Seduciéndolo, desde luego.

Hubo un silencio largo y doloroso.

– ¿Y cómo -preguntó Kit fríamente -podría hacer eso?

Verónica lo pensó durante un instante.

– Una mujer seduce a un hombre siguiendo sus instintos, sin pensar en ningún momento si lo que hace está bien o mal. Un vestido seductor, ademanes seductores, una buena voluntad para atormentarle con promesas por venir. Eres una mujer inteligente, Kit. Estoy segura que si te lo propones, encontrarás la manera. Sólo recuerda esto. El orgullo no tiene sitio en el dormitorio. Es un lugar sólo para dar, no para pelear. ¿Me comprendes?

Kit asintió rígidamente.

Al haber logrado el propósito de su visita, Verónica recogió sus guantes y su bolsito, y se puso de pie.

– Te lo advierto, querida. Ya puedes aplicarte rápido con tus lecciones, pues no te daré mucho más tiempo. Ya has tenido suficiente.

Y salió de la habitación.

Un momento más tarde, cuando estaba ya dentro de su landó, Verónica sonrió para sí misma. Cómo hubiera disfrutado Francis esta tarde. No muy a menudo la vida te da la oportunidad para hacer de Hada Madrina, y tenía que admitir que lo había hecho de forma impecable.