Cain juró suavemente.

– ¿Lo sabe Magnus?

– Yo… yo creo que no -intentó tomar aliento-. También me ha dicho que… Sophronia es mi hermana.

– ¿Tu hermana?

– La hija de Garrett Weston, igual que yo.

Él acarició su barbilla con el pulgar.

– Has vivido en el Sur toda tu vida. La piel de Sophronia es clara.

– No lo entiendes -apretó la mandíbula, y trató de escupir las palabras a través de sus lágrimas-. Mi padre la entregaba a sus amigos durante la noche. Él sabía que era su hija, su propia carne y su propia sangre pero la entregaba igual… Oh, por amor de Dios…

Cain se puso pálido. La apretó más y dejó reposar su mejilla contra la coronilla de ella mientras lloraba. Gradualmente, ella le contó los detalles de la historia. Cuando terminó, Cain habló brutalmente.

– Espero que esté quemándose en el infierno.

Ahora que le había contado todo, Kit comprendió lo que debía hacer. Se soltó y se puso de pie de un salto.

– Tengo que detenerla. No puedo permitir que pase por esto.

– Sophronia es una mujer libre -le recordó él suavemente-. Si ella quiere irse con Spence, no hay nada que tú puedas hacer.

– ¡Es mi hermana! ¡La quiero, y no permitiré que haga esto!

Antes de que Cain pudiera pararla, salió del salón a toda prisa.

Cain suspiró mientras se levantaba del sofá. Kit estaba herida, y como él sabía muy bien, eso podría llevar al desastre.

Fuera, Kit se escondió entre los árboles cerca de la entrada de la casa. Le castañeteaban los dientes mientras se acurrucaba en las frías y húmedas sombras, esperando que Cain saliera. Pronto apareció, como ella sabía que haría. Le vio bajar los escalones y mirar hacía el camino. Al no verla, maldijo, y se giró hacía la cuadra.

Tan pronto como le perdió de vista, Kit corrió hacía la casa y fue hacía el armario de armas de la biblioteca. No esperaba demasiados problemas de James Spence, pero como no tenía la menor intención de dejar que Sophronia se fuera con él, necesitaba el arma para añadir peso a sus argumentos.


***

A varios kilómetros de allí, la calesa roja y negra de James Spence pasó al lado de la carreta que Magnus conducía. Spence iba como si le persiguiera el diablo, tiene prisa, pensó Magnus mientras le veía desaparecer por una curva. Desde allí no había mucho hasta el cruce del camino que llevaba a Risen Glory y al molino de algodón, Spence debía tener negocios con el molino.

Era una conclusión lógica, pero de algún modo no lo satisfizo. Hizo girar a los caballos, y se dirigió deprisa hacía Risen Glory, mientras repasaba lo que sabía de Spence.

Los cotilleos locales decían que había gestionado una cantera de grava en Illinois, había vendido su parte por trescientos dólares, y tras terminar la guerra se había marchado al Sur, con una maleta llena de dólares. Ahora poseía una próspera mina de fosfato y deseaba a Sophronia.

La calesa de Spence estaba parada al final del camino cuando Magnus llegó hasta allí. El hombre de negocios iba vestido con una levita y sombrero negro, con un bastón en su mano enguantada. Magnus apenas le miró un momento. Toda su atención estaba en Sophronia.

Ella estaba de pie al lado del camino, con su mantón de lana envolviendo sus hombros y una pequeña maleta a sus pies.

– ¡Sophronia! -paró la carreta y saltó.

Ella levantó la mirada hacía él, por un momento creyó ver una chispa de esperanza en sus ojos, pero después se nublaron y ella se apretó más fuerte el mantón.

– Márchate de aquí, Magnus Owen. Esto no tiene nada que ver contigo.

Spence se alejó un paso de la puerta de la calesa y miró a Magnus.

– ¿Pasa algo, chico?

Magnus metió un pulgar en su cinturón y le fulminó con la mirada.

– La señora ha cambiado de opinión.

Los ojos de Spence se redujeron bajo el ala de su sombrero.

– Si estás hablando conmigo, chico, sugiero que me llames señor.

Mientras Sophronia veía la confrontación, una sensación de temor se deslizaba por su espalda. Magnus se giró hacia ella, pero en lugar del hombre amable de voz suave que ella conocía, vio a un desconocido mirándola con dureza.

– Vuelve a la casa.

Spence avanzó otro paso.

– Bien, de acuerdo. No sé quién te crees que eres, pero…

– Vete, Magnus -Sophronia podía escuchar el temblor de su voz-. He tomado una decisión, y no puedes detenerme.

– Claro que puedo detenerte -dijo él en tono frío -. Y eso es precisamente lo que voy a hacer.

Spence caminó hacía Magnus, tomando con firmeza el bastón con empuñadura dorada en la mano.

– Creo que sería mejor para todos que te marcharas por dónde has venido. Sophronia, vamos.

Pero cuando intentó agarrarla, Magnus fue más rápido y la alejó de él.

– Ni se le ocurra tocarla -gruñó Magnus empujándola con firmeza detrás de él.

Entonces levantó los puños y fue al encuentro del otro hombre.

Hombre negro contra hombre blanco. Todas las pesadillas de Sophronia se hacían realidad. El miedo se enroscó en su interior.

– ¡No! -sujetó a Magnus por la camisa -. ¡No le pegues! Si pegas a un hombre blanco, estarás colgado de una soga al amanecer.

– Suéltame, Sophronia.

– Los blancos tienen todo el poder, Magnus. ¡Olvídate de esto ahora mismo!

Él la apartó a un lado, en claro gesto de protegerla. Spence aprovechó que le daba la espalda y cuando Magnus se giró, levantó el bastón y le golpeó en el pecho.

– Aléjate de las cosas que no te importan, chico -gruñó Spence.

En un movimiento rápido, Magnus agarró el bastón y lo partió en dos con la rodilla.

Sophronia gritó.

Magnus tiró el bastón al suelo y pegó un fuerte puñetazo en la mandíbula de Spence, que envió el propietario de la mina directamente a la tierra del camino.

Kit llegó justo en ese momento, saliendo de los árboles. Levantó su escopeta y apuntó al hombre en el suelo.

– Márchese de aquí, señor Spence. No le queremos.

Sophronia nunca había estado tan contenta de ver a alguien, pero el rostro de Magnus se puso tenso. Spence se levantó despacio, mirando a Kit de forma hostil. En ese momento se oyó una voz profunda.

– ¿Qué está ocurriendo aquí?

Cuatro pares de ojos giraron y vieron a Cain desmontando de Vándalo. Caminó hacia Kit con ese andar lento y seguro que era tan característico en él y extendió la mano.

– Dame la escopeta, Kit -habló con la misma calma como si le pidiera el pan en la mesa.

Darle el arma era exactamente lo qué Kit quería hacer. Como ya había descubierto una vez, no tenía agallas para dispararle a nadie. Cain se pondría de parte de Magnus y tranquilamente, se lo entregó.

Para su asombro, él no apuntó a Spence. Por el contrario, la cogió del brazo y la llevo sin ningún miramiento hacía su caballo.

– Acepte mis disculpas, señor Spence. Mi esposa tiene un temperamento algo exaltado -y metió la escopeta en la funda que colgaba de su silla.

Los ojos de Spence se volvieron sagaces. El molino de algodón había hecho a Cain un hombre importante en la comunidad, y ella pudo ver como trataba de buscar la forma de no enemistarse con él.

– No mencione eso, señor Cain -trató de limpiarse el barro de sus pantalones-. Supongo que ninguno de nosotros puede predecir el comportamiento de nuestras pequeñas esposas.

– Nunca han sido dichas palabras tan ciertas -respondió Cain, pasando por alto la mirada furiosa de Kit.

Spence recogió su sombrero negro y señaló a Magnus con la cabeza.

– ¿Valora usted a este chico suyo, Major?

– ¿Por qué lo pregunta?

Él dirigió a Cain una sonrisa de hombre a hombre.

– Si usted me dice que lo valora, supongo que no se sentiría feliz de verlo colgando de una soga. Y ya que ambos somos hombre de negocios, estaría más que dispuesto a olvidar lo que ha ocurrido aquí hoy.

El alivio hizo temblar las rodillas de Kit. Los ojos de Cain se dirigieron hacía Magnus.

Se quedaron mirándose durante tensos y largos segundos antes de que Cain apartara la vista y se encogiera de hombros.

– Qué Magnus arregle sus propios asuntos. No tiene nada que ver conmigo, de ninguna manera.

Kit dio un silbido de atrocidad cuando la subió a lomos de Vándalo, montó él, y espoleó al caballo para volver al camino.

Sophronia los vio marchar, con la bilis subiéndole por la garganta. Suponía que el Major era amigo de Magnus, pero parecía que no. Los blancos se unían siempre en contra de los negros. Así había sido siempre, y así seguiría.

La desesperación la abrumó. Alzó los ojos hacía Magnus para ver como se había tomado la traición de Cain, pero no parecía molestarle. Estaba de pie con las piernas ligeramente separadas, con una mano en la cadera, y una extraña luz brillando en sus ojos.

El amor que había rechazado admitir, explosionó libre dentro de ella, rompiendo todas las invisibles cadenas del pasado, arrastrándolas en una avalancha purificadora. ¿Cómo habría podido negar esos sentimientos tanto tiempo? Él era todo lo que un hombre tenía que ser… fuerte, bueno, amable. Era un hombre tierno y orgulloso. Pero ahora, por su culpa, lo había puesto en peligro.

Sólo había una cosa que pudiera hacer. Le dio la espalda a Magnus y se obligó a caminar hacía James Spence.

– Señor Spence, es culpa mía lo que ha sucedido hoy aquí -le fue imposible tocarle el brazo-. He estado flirteando con Magnus, haciendo que creyera que estaba interesada. Por favor, olvide todo esto. Iré con usted, pero prométame que no tomará represalias contra él. Es un buen hombre y todo esto es culpa mía.

Desde detrás le llegó la voz de Magnus, espesa y suave como un antiguo himno.

– Es inútil, Sophronia. No voy a dejar que te vayas con él -se puso junto a ella-. Señor Spence, Sophronia va a ser mi esposa. Si trata de acercarse a ella, lo mataré. Hoy, mañana, dentro de un año, es igual. Le mataré.

Los dedos de Sophronia se volvieron helados.

Spence se lamió los labios y miró nerviosamente por dónde Cain había desaparecido. Magnus era un hombre grande, más alto y musculoso, y Spence llevaba todas las de perder en una pelea física. Pero Spence no necesitaba ese tipo de lucha para ganar.

Con una sensación de temor, Sophronia miró las emociones que surcaban su cara. Ningún hombre negro saldría indemne si pegaba a un hombre blanco en Carolina del Sur. Si Spence no conseguía que el sheriff hiciera algo, iría al Ku Klux Klan, esos monstruos que llevaban atemorizando al estado desde hacía dos años. Cuando Spence se dirigió con toda confianza a su calesa y subió despreocupadamente al asiento, imágenes de azotamientos y linchamientos volvieron a su mente.

Él recogió las riendas y se dirigió a Magnus.

– Has cometido un grave error, chico -entonces miró a Sophronia con una hostilidad que no trató de esconder-. Volveré mañana a por tí.

– Sólo un minuto, señor Spence -Magnus se agachó para recoger las mitades rotas del bastón. Caminó hacía la calesa con una seguridad que no tenía derecho a sentir-. Me considero un hombre justo, de modo que creo necesario advertirle del tipo de riesgo que cometería si decidiera venir a por mí. O si decidiera enviar a sus conocidos con sábanas aquí. Pero eso no sería una buena idea, señor Spence. De hecho, sería muy mala idea.

– ¿Qué se supone que quieres decir? -se mofó Spence.

– Quiero decir que tengo una especie de talento, del que me gustaría hablarle, señor Spence. Y tengo tres o cuatro amigos con el mismo talento. Son hombre negros, como yo, y quizás piense que al ser negros no merece la pena tomarnos en cuenta, señor Spence. Pero estaría cometiendo un grave error.

– ¿De qué estás hablando?

– Estoy hablando de la dinamita, señor Spence. Material repugnante pero realmente útil. Aprendí a utilizarlo cuando tuvimos que volar algunas rocas para construir el molino. La mayoría de la gente no sabe demasiado sobre dinamita, puesto que es tan reciente, pero usted me parece alguien con ideas renovadoras, y supongo que la conoce. Sabría, por ejemplo, cuanto daño puede causar una pequeña carga de dinamita si alguien la pone en el lugar equivocado de una mina de fosfato.

Spence miró a Magnus con incredulidad.

– ¿Estás amenazándome?

– Supongo que podría decirse que estoy tratando de hacer una puntualización, señor Spence. Tengo buenos amigos. Realmente buenos. Y si me ocurriera algo, cualquier cosa, no estarían muy contentos. Serían tan infelices que podrían hacer estallar una carga de dinamita en el lugar incorrecto. ¿Y nosotros no queremos que eso suceda, verdad señor Spence?

– ¡Maldito seas!

Magnus puso un pie en el escalón de la calesa y se dio unos golpecitos con los trozos rotos del bastón en sus rodillas.

– Todo hombre merece su felicidad, señor Spence y la mía es Sophronia. Planeo vivir una buena vida, muy larga para poder disfrutarla, y estoy dispuesto a hacer lo necesario para conseguirlo. Cuando coincidamos en la ciudad, me tocaré el sombrero y le diré atentamente, ¿Cómo está, señor Spence? Y mientras escuche ese ¿Cómo está, señor Spence?, sabrá que soy un hombre feliz que le desea a usted y a su mina de fosfato lo mejor -sin dejar de mirarle a los ojos, le tiró las mitades rotas del bastón.