– Sophronia no lo sabe. Nadie lo sabe.

– ¿No creerías que algo tan importante se le pasaría a Sophronia, verdad?

– No debería haber dicho nada.

– No le hablaste a Baron del niño, ¿verdad?

Kit intentó continuar serena.

– Si vas al salón, llamaré para que nos traigan el té.

Pero Verónica no se iba distraer.

– Por supuesto que no se lo dijiste. Eres demasiado orgullosa para eso.

Todo su brío la abandonó y Kit se hundió en la silla.

– No fue orgullo. No pensé en ello. ¿No es extraño? Estaba tan aturdida porque me estaba abandonando que olvidé decírselo.

Verónica paseo junto a la ventana, corrió la cortina y miró detenidamente hacía afuera.

– Creo que te has convertido en mujer de la manera más difícil. Pero bueno, supongo que es difícil para todas. Crecer parece más fácil para los hombres, quizá porque sus ritos de transición son más claros. Realizan actos de valentía en el campo de batalla o demuestran que son hombres a través del trabajo físico o haciendo dinero. Para las mujeres es más confuso. No tenemos ningún rito de transición. ¿Nos hacemos mujeres la primera vez que un hombre nos hace el amor? ¿Si es así por qué nos referimos a ello como la pérdida de la virginidad? ¿No implica la palabra 'pérdida' que estábamos mejor antes? Aborrezco la idea de que nos hacemos mujeres a través del acto físico de un hombre. No, yo creo que nos hacemos mujeres cuando nos damos cuenta de lo que es importante en nuestras vidas, cuando aprendemos a dar y tomar con un corazón cariñoso.

Cada palabra que Verónica pronunciaba calaba en el corazón de Kit.

– Querida -dijo Verónica en voz baja mientras se acercaba a la cama y recogía su capa -es hora de dar el último paso para convertirte en mujer. Algunas cosas en la vida son temporales y otras son eternas. Nunca estarás contenta hasta que decidas cuál es cuál.

Se fue tan rápidamente como llegó, dejando únicamente el poso de sus palabras. Kit escuchó arrancar al carruaje, cogió la chaqueta que hacía juego con su traje de montar y se la puso sobre su arrugado vestido de lana. Se escabulló fuera de la casa y se abrió paso hacia la vieja iglesia de los esclavos.

El interior era oscuro y frío. Se sentó sobre uno de los incómodos bancos de madera y pensó intensamente en lo que Verónica había dicho.

Un ratón se rascó en la esquina. Una rama golpeó en la ventana. Recordó el dolor que había visto en el rostro de Cain antes de marcharse, y en ese momento la puerta tras la cual tenía encerrado a su corazón se abrió.

No importa cuánto hubiera tratado de negarlo, no importa lo intensamente que había luchado contra ello, estaba enamorada de él. Su amor había sido escrito en las estrellas mucho antes de aquella noche de julio cuando la había bajado del muro tirando de sus pantalones. Toda su vida desde su nacimiento la había preparado para él, igual que a él lo había preparado para ella. Era la otra mitad de sí misma.

Se había enamorado de él por de sus batallas y peleas, por su obstinación y arrogancia, por esos sorprendentes y repentinos momentos en los que sabían que estaban viendo el mundo de la misma manera. Y se había enamorado de él en las profundas y secretas horas de la noche, cuando habían creado la preciada nueva vida que crecía dentro de ella.

Deseaba poder hacerlo de nuevo. Ojala le hubiera demostrado su propia dulzura, en esos momentos que él era tierno con ella. Ahora se había ido, y ella nunca le había hablado de su amor. Pero él tampoco lo había hecho. Quizá porque sus sentimientos no eran tan profundos como los de ella.

Quería correr tras él, para comenzar todo de nuevo, sin guardarse nada esta vez. Pero no podía hacerlo. Ella era la responsable del dolor que había visto en sus ojos. Y él nunca había fingido que quería una esposa, menos una esposa como ella.

Amargas lágrimas corrieron por sus mejillas. Se abrazó a sí misma y aceptó la verdad. Cain estaba contento de haberse librado de ella.

Pero había otra verdad que necesitaba aceptar. La hora de hacerse con las riendas de su vida había llegado. Había estado atrapada en la autocompasión durante suficiente tiempo. Podría llorar en la privacidad de su dormitorio por la noche, pero durante el día necesitaba mantener los ojos secos y la cabeza despejada. Había trabajo que hacer y gente que dependía de ella. Había un bebé que la necesitaba.


***

El bebé nació en julio, casi cuatro años después de aquella calurosa tarde en que Kit llegó a Nueva York para matar a Baron Cain. El bebé fue una niña, con pelo rubio como el de su padre y sorprendentes ojos violetas rodeados por diminutas y negras pestañas. Kit le puso Elizabeth y la llamaba Beth.

El parto fue largo, pero el nacimiento tuvo lugar sin complicaciones.

Sophronia permaneció a su lado hasta el final mientras que Miss Dolly revoloteaba por la casa, apartando a todo el mundo de su camino y haciendo trizas tres de sus pañuelos. Más tarde los primeros visitantes de Kit fueron los Rawlins y Mary Cogdell, que parecían patéticamente aliviados al ver que el matrimonio con Cain había producido finalmente un bebé, aunque hubiese tardado doce meses en llegar.

Kit pasó el resto del verano recuperando las fuerzas y enamorándose profundamente de su hija. Beth era una niña dulce y tranquila, más feliz cuando estaba en los brazos de su madre. Por la noche, cuando se despertaba para que la alimentaran, Kit podía arroparla cerca de ella en la cama, donde las dos dormitaban hasta el amanecer… Beth contenta con el dulce y lechoso pecho de su madre y Kit llena de amor por este precioso bebé que era un regalo que le había entregado Dios cuando más lo necesitaba.

Verónica le escribía cartas regularmente y de vez en cuando iba de visita desde Charleston. Un profundo afecto creció entre las dos mujeres. Verónica todavía hablaba de forma escandalosa sobre su deseo de hacer el amor con Cain, pero Kit ahora reconocía sus declaraciones como un intento poco sutil de estimular los celos de Kit y mantener vivo sus sentimientos por su marido. Como si necesitara algo más para recordarle el amor que sentía por su marido.

Con los secretos del pasado barridos, la relación de Kit con Sophronia se hizo más profunda. Las dos aún peleaban como siempre, pero ahora Sophronia hablaba libremente y Kit estaba más cómoda en su presencia. A veces, sin embargo, a Kit le dolía el corazón cuando veía el rostro de Sophronia suavizarse con un amor profundo y constante al captar la mirada de Magnus. Su fuerza y bondad habían colocado los últimos restos de los fantasmas de Sophronia en el pasado.

Magnus comprendía la necesidad de Kit de hablar de Cain, y por las noches mientras se sentaban en el pórtico, él le contaba todo lo que sabía sobre el pasado de su marido: Su niñez, los años de vagar, su valentía durante la guerra. Ella lo absorbía todo.

A principios de septiembre se encontró con energías renovadas y un conocimiento mas profundo de sí misma. Verónica le había dicho una vez que debía determinar qué cosas en la vida eran temporales y cuales eternas. Mientras montaba por los campos de Risen Glory, por fin entendió lo que Verónica quería decir. Ya era hora de buscar a su marido.

Desgraciadamente, comprobó que era más fácil en la teoría que en la práctica. El abogado que manejaba los asuntos de Cain sabía que había estado en Natchez, pero desde entonces no había tenido noticias suyas. Kit se enteró de que las ganancias de la venta del molino de algodón habían permanecido intactas en un banco de Charleston. Por alguna razón, se había marchado prácticamente pobre.

Preguntó a lo largo de todo el Mississippi. La gente le recordaba pero nadie parecía saber donde había ido.

A mediados de octubre, cuando Verónica llegó de Charleston para hacerle una visita, Kit estaba desesperada.

– He preguntado por todas partes pero nadie sabe dónde está.

– Está en Texas, Kit. En una ciudad llamada San Carlos.

– ¿Sabías dónde estaba todo este tiempo y no me lo has dicho? ¿Cómo has podido hacer eso?

Verónica ignoró el humor de Kit y tomó un sorbo de té.

– En realidad, querida, nunca me preguntaste.

– ¡No creí que tuviese que hacerlo!

– Te enfada que me haya escrito a mí y a tí no.

Kit quería abofetearla, pero como de costumbre, Verónica tenía razón.

– Estoy asegura que has estado enviándole toda clase de mensajes seductores.

Verónica sonrió.

– Desgraciadamente no. Era su manera de mantenerse en contacto contigo. Sabía que si algo iba mal yo se lo diría.

Kit se sintió enferma.

– Así que él sabe sobre Beth, pero ni siquiera así volverá.

Verónica suspiró.

– No, Kit él no sabe sobre ella, y no estoy segura de haber hecho lo correcto al no contárselo. Pero decidí que no eran mis noticias por lo que no debía compartirlas. No soportaría veros más heridos de lo que ya lo estáis.

Su ira estaba olvidada y Kit presionó a Verónica.

– Por favor. Dime todo lo que sabes.

– Los primeros meses se desplazaba en embarcaciones fluviales y vivía de lo ganaba en las mesas de póker. Luego se marchó a Texas y trabajó como guardia armado en una de las líneas de las diligencias. Un trabajo detestable, en mi opinión. Durante algún tiempo arreó ganado. Y ahora está dirigiendo un palacio de juego en San Carlos.

Kit sentía un fuerte dolor mientras escuchaba. Los viejos patrones de conducta de la vida de Cain se estaban repitiendo.

Estaba yendo a la deriva.

21

Kit llegó a Texas la segunda semana de noviembre. Fue un viaje largo, que se hizo aún más arduo por el hecho de que no viajaba sola.

El desierto de Texas fue una sorpresa para ella. Era tan diferente de Carolina del Sur… llanas praderas del este de Texas y ciudades interiores, más inhóspitas y lejanas, donde los sinuosos árboles crecían en irregulares rocas y las plantas rodadoras corrían de un lado a otra a través del áspero y montañoso terreno. Le dijeron que los cañones se desbordaban cuando llovía, llevándose a veces rebaños enteros de ganado, y que en el verano, el sol cocía la tierra hasta que se endurecía y se agrietaba. Aún así, había algo en esa tierra que le resultaba atractivo. Quizá el desafío que planteaba.

Cuanto más se acercaba a San Carlos, más insegura se sentía de lo que había hecho. Ahora tenía preciadas responsabilidades, y sin embargo, había abandonado su entorno familiar para buscar a un hombre que nunca le había dicho que la amaba.

Cuando subía los peldaños de madera que llevaban al palacio del juego " La Rosa Amarilla ", su estómago se enroscó en apretados y dolorosos nudos. Apenas había podido comer durante días y esta mañana, ni los apetitosos olores que subían del comedor del cercano Hotel Ranchers habían podido tentarla. Había estado perdiendo el tiempo mientras se vestía, arreglándose el pelo de una forma, y después de otra, cambiándose de vestido varias veces y buscando botones o ganchos desabrochados que pudiera haber pasado por alto.

Finalmente, había decidido llevar el vestido gris paloma con el encaje rosa. Era el mismo vestido que había llevado en su regreso a Risen Glory.

Había añadido el sombrero que hacía conjunto y cubierto con un velo su rostro. La reconfortó un poco la ilusión de que estaba volviendo a empezar de nuevo. Pero el vestido ahora se ajustaba de forma diferente, más ajustado en el pecho, como recordatorio de que todo había cambiado.

Su mano enguantada temblaba ligeramente cuando alcanzó la alegre puerta que conducía al bar. Vaciló un momento, tiró hacía ella, y entró.

Había oído que la Rosa Amarilla era el mejor y más caro de los salones de San Carlos. Tenía papel pintado en rojo y oro, y una lámpara de araña. La barra de caoba, acabada de forma florida, recorría la longitud de la sala, y detrás había colgado un retrato de una mujer tumbada desnuda, con rizos dorados y una rosa amarilla atrapada entre los dientes. La habían pintado contra un mapa de Texas, de modo que lo alto de su cabeza descansaba cerca de Texarkana y los pies se ondulaban a lo largo del Río Grande. El retrato dio a Kit un renovado golpe de valor. La mujer le recordaba a Verónica.

Todavía no era mediodía, y había pocos hombres sentados. Uno por uno, dejaron de hablar y se giraron para estudiarla. Aunque no podían ver sus facciones claramente, su vestido y su comportamiento indicaban que no era una mujer que perteneciera al salón, aunque éste fuera el elegante La Rosa Amarilla.

El barman se aclaró la garganta nerviosamente.

– ¿Puedo ayudarla, Señora?

– Me gustaría ver a Baron Cain.

Él echó un vacilante vistazo hacía las escaleras de la parte posterior y luego al vaso que estaba limpiando.

– No hay nadie aquí con ese nombre.