Kit pasó por delante de él y se abrió paso hacia las escaleras.
El hombre corrió alrededor de la barra.
– ¡Eh! ¡Usted no puede subir ahí!
– Míreme – Kit no aflojó el paso-. Y si no quiere que invada la habitación incorrecta, tal vez debería decirme exactamente dónde puedo encontrar al señor Cain.
El barman era un hombre gigante, con un pecho de barril y brazos como dos jamones. Estaba acostumbrado a tratar con vaqueros borrachos y bandidos armados que buscaban hacerse una reputación, pero estaba indefenso ante una mujer que, evidentemente, era una dama.
– Última habitación a la izquierda -musitó-. Voy a tener serios problemas.
– Gracias.
Kit subió las escaleras como una reina, con los hombros hacía atrás y la cabeza alta. Esperaba que ninguno de los hombres que la miraban pudiera adivinar lo asustada que estaba.
Se llamaba Ernestine Agnes Jones pero para los hombres en La Rosa Amarilla, era simplemente Red River Ruby. Igual que la mayoría de las personas que venían al Oeste, Ruby había enterrado su pasado junto con su nombre y nunca volvió a mirar atrás.
A pesar de los polvos, de las cremas y de los labios cuidadosamente coloreados, Ruby parecía más vieja que sus veintiocho años. Había tenido una vida dura y eso se notaba. Todavía era atractiva con un rico pelo castaño y pechos como almohadas. Hasta hace poco, pocas cosas habían sido fáciles para ella, pero todo eso había cambiado con la conveniente muerte de su último amante. Ahora era la propietaria de La Rosa Amarilla y la mujer más codiciada de San Carlos… es decir, pretendida por cada hombre excepto el que ella quería.
Hizo un mohín cuando lo miró a través del dormitorio. Él se estaba remetiendo una camisa de lino por unos pantalones de paño negro, que se le ajustaban lo suficiente en la entrepierna como para renovar su determinación.
– Pero dijiste que me llevarías a dar un paseo en mi nueva calesa. ¿Por qué hoy no?
– Tengo cosas que hacer, Ruby -dijo bruscamente.
Ella se inclinó un poco hacia adelante de modo que el cuello de su roja y arrugada bata, cayera abriéndose más, pero él parecía no darse cuenta.
– Alguien podría pensar que aquí el jefe eres tú, no yo. ¿Qué tienes que hacer que es tan importante que no puede esperar?
Cuando no le respondió, decidió no presionarlo. Lo había hecho una vez, y no cometería ese error de nuevo. En su lugar, mientras caminaba alrededor de la cama hacia él, deseó poder romper la regla no escrita del Oeste e interrogarlo sobre su pasado.
Sospechaba que había un precio por su cabeza. Eso explicaría el aire de peligro que formaba parte de él tanto como el conjunto de su mandíbula. Era tan bueno con los puños como con el revólver, y la expresión firme y vacía de sus ojos le producía un escalofrió siempre que lo miraba. Sin embargo sabía leer y eso no encajaba con ser un fugitivo.
Una cosa era segura, no era un mujeriego. Parecía no darse cuenta que no había una sola mujer en San Carlos que no levantaría sus enaguas para él si tuviera la oportunidad. Ruby había tratado de meterse en su cama desde que lo había contratado para ayudarle a dirigir La Rosa Amarilla. Hasta ahora, no había tenido éxito, pero él era el hombre más apuesto que había visto nunca, y todavía no iba a abandonar.
Se paró delante de él y puso una mano sobre la hebilla de su cinturón y otra sobre su pecho. Ignoró la llamada en la puerta, y deslizó los dedos en el interior de su camisa.
– Podría ser realmente buena contigo si me dieras la oportunidad.
No fue consciente de que la puerta se había abierto hasta que él levantó la cabeza y miró por encima de ella. De manera impaciente, se dio la vuelta para ver quién los había interrumpido.
El dolor golpeó a Kit como una avalancha. Vio la escena ante ella en fragmentos separados… una bata chillona, roja y arrugada, grandes pechos blancos, una boca intensamente pintada abierta de indignación. Y después, no vio nada más que a su marido.
Parecía más viejo de lo que recordaba. Sus rasgos eran más finos y duros, con profundas arrugas en las esquinas de los ojos y cerca de la boca. Llevaba el pelo más largo, cubriéndole totalmente la parte posterior del cuello. Parecía un proscrito. ¿Tendría ese aspecto durante la guerra? ¿Atento y cauteloso, como una cuerda desgastada tan tirante que estaba apunto de romperse?
Una expresión cruda se reflejó en su cara y después su rostro se cerró como una puerta con llave.
La mujer se encaró con ella.
– ¿Quién diablos crees que eres para interrumpir de este modo? Si vienes buscando trabajo, puedes arrastrar tu culo abajo y esperar hasta que yo llegue.
Kit dio la bienvenida a la cólera que llenaba su cuerpo. Subió el velo de su sombrero con una mano y con la otra empujó la puerta de vuelta a sus bisagras.
– Usted es la que tiene que irse. Yo tengo asuntos privados con el señor Cain.
Los ojos de Ruby se entrecerraron.
– Conozco a las de tu tipo. La niña de clase alta que viene al Oeste y piensa que el mundo le debe la vida. Bien, este es mi lugar y aquí ninguna señoritinga va a decirme qué hacer. Puedes poner esos aires cuando regreses a Virginia, Kentucky o de dondequiera que vengas, pero en La Rosa Amarilla, mando yo.
– Fuera de aquí -dijo Kit, en voz baja.
Ruby se ajustó el cinturón de la bata y avanzó de modo amenazador.
– Te haré un favor hermana, voy a enseñarte que las cosas son distintas aquí en Texas.
Cain habló discretamente desde el otro lado de la habitación.
– Mi mejor consejo, Ruby… no te metas con ella.
Ruby dio un bufido desdeñoso, dio otro paso hacia adelante y se encontró el cilindro de una pistola de cañón corto.
– Fuera de aquí -dijo Kit suavemente-. Y cierra la puerta cuando salgas.
Ruby miró boquiabierta la pistola y luego hacia atrás a Cain.
Él se encogió de hombros.
– Vete.
Con una última mirada especulativa a la dama de la pistola, Ruby salió deprisa de la habitación y cerró de golpe la puerta.
Ahora que estaban definitivamente solos, Kit no podía recordar ni una palabra del discurso que tan cuidadosamente había ensayado. Se dio cuenta de que todavía sujetaba la pistola y que estaba apuntando a Cain. Rápidamente la devolvió a su bolso.
– No estaba cargada.
– Gracias a Dios por los pequeños favores.
Ella había imaginado su reencuentro cientos de veces, pero nunca había imaginado a este desconocido de ojos fríos, recién salido de los brazos de otra mujer.
– ¿Que estas haciendo aquí? -preguntó él finalmente.
– Buscándote.
– Ya veo. Bien, me has encontrado. ¿Qué quieres?
Ojala se moviera, quizás así podría encontrar las palabras que necesitaba decir, pero él permanecía de pie rígidamente, como si su simple presencia lo incomodara.
De repente todo fue demasiado… el extenuante viaje, la horrible incertidumbre y ahora esto… encontrarlo con otra mujer. Manoseó torpemente en el interior de su bolso y sacó un grueso sobre.
– Quería traerte esto -lo puso sobre la mesa junto a la puerta, se dio la vuelta, y salió.
El pasillo parecía no acabar nunca, y también las escaleras. Tropezó a mitad de las escaleras y apenas consiguió agarrarse para no caer. Los hombres sentados a la barra estiraron los cuellos para mirarla. Ruby estaba de pie al final de la escalera, llevando aún su bata roja. Kit la rozó al bajar y se abrió paso hacia las alegres puertas del bar.
Casi las había alcanzado cuando lo oyó detrás de ella. Unas manos agarraron sus hombros y la hicieron girar. Sus pies dejaron el suelo cuando Cain la cogió entre sus brazos. Sujetándola contra su pecho, la llevó a la parte posterior a través del bar.
Subió las escaleras de dos en dos. Cuándo llegó a su habitación, pateó la puerta con el pie y la cerró igual.
Al principio no parecía saber qué hacer con ella; luego la echó sobre la cama. Durante un momento la miró fijamente, con expresión aún inescrutable. Entonces atravesó la habitación y recogió el sobre que le había llevado.
Ella estaba tendida silenciosamente mientras leía.
Él echo un vistazo a las páginas una vez, rápidamente, y luego volvió al principio y las leyó más cuidadosamente. Finalmente la miró por encima de las hojas, sacudiendo la cabeza.
– No puedo creer que lo hayas hecho. ¿Por qué Kit?
– Tuve que hacerlo.
Él la miró bruscamente.
– ¿Te forzaron?
– Nadie podría forzarme a hacerlo.
– ¿Entonces por qué?
Ella se incorporó al borde de la cama.
– Era el único camino que tenía.
– ¿Qué quieres decir? ¿El único camino para qué?
Cuando ella no le respondió inmediatamente, tiró los papeles al suelo y fue hacia ella.
– ¡Kit! ¿Por qué has vendido Risen Glory?
Ella se miró detenidamente las manos, demasiado entumecida para hablar.
Él se pasó bruscamente los dedos por el pelo, parecía estar hablándose más a si mismo que a ella.
– No puedo creer que vendieras esa plantación. Risen Glory significa todo para ti. Y por diez dólares el acre. Eso es solamente una fracción de lo que realmente vale.
– Quería deshacerme de ella rápidamente, y encontré al comprador adecuado. Deposité el dinero en tu cuenta en Charleston.
Cain estaba aturdido.
– ¿Mi cuenta?
– Era tu plantación. Tu dinero puso a Risen Glory otra vez en pie.
Él no dijo nada. El silencio se extendió entre ellos hasta que pensó que gritaría si no lo llenaban.
– Te gustará el hombre que la compró -dijo finalmente
– ¿Por qué Kit? Dime por qué
¿Estaba imaginándolo, o podía detectar un ligero insulto en su voz? Ella pensó en Ruby apretujándose contra de él. ¿Cuántas otras mujeres había tenido así desde que la había abandonado? Seguro que muchas más de las que a ella le gustaría. Parecería tonta cuando se lo explicara pero ya no le importaba su orgullo. Allí no habría más mentiras por su parte, expresadas o no expresadas, solamente la verdad.
Levantó la cabeza, luchando contra el nudo que se formaba en su garganta. Él permanecía de pie en las sombras de la habitación. Estaba contenta de no tener que ver su rostro mientras hablaba.
– Cuando me dejaste -dijo despacio -pensé que mi vida había acabado. Al principio te culpé a tí, y después a mí misma. Hasta que no te marchaste no me dí cuenta de lo mucho que te amaba. Te amaba desde hacía mucho tiempo pero no iba a admitirlo, de modo que lo escondí bajo otros sentimientos. Quise venir a buscarte enseguida, pero eso no era… no era práctico. Además, he actuado impulsivamente demasiado a menudo, y necesitaba estar segura de lo que estaba haciendo. Y quería asegurarme que cuando te encontrara, cuando te dijera que te amo, tú me creerías.
– Así que decidiste vender Risen Glory -su voz sonaba espesa.
Los ojos de Kit se llenaron de lágrimas.
– Iba a ser la prueba de mi amor. Iba a agitarlo bajo tus narices como un estandarte. ¡Mira lo que he hecho por ti! Pero cuando finalmente la vendí, descubrí que Risen Glory era solamente un trozo de tierra. No era un hombre para abrazarte, hablar contigo y hacer una vida juntos -su voz se entrecortó y se levantó para tratar de cubrir su debilidad-. Entonces hice algo muy tonto. Cuando planeas cosas con la imaginación, a veces resultan mejor que en la vida real.
– ¿Qué?
– Le dí a Sophronia mi fondo fiduciario.
Hubo una suave y sobresaltada exclamación desde las sombras de la habitación, pero ella apenas la escuchó. Sus palabras salían en breves y bruscos estallidos.
– Quería deshacerme de todo, de modo que te sintieras responsable de mí. Era una póliza de seguro en caso de que tú no me quisieras. Podría mirarte y decirte que tanto si me querías como si no, tendrías que llevarme contigo, pues no tengo otro lugar dónde ir. Pero no estoy tan desamparada. Nunca me quedaría contigo porque te sintieras responsable de mí. Eso sería peor que estar separados.
– ¿Y fue tan horrible estar separados?
Ella levantó la cabeza ante la inconfundible ternura de su voz.
Él salió de las sombras, y los años parecieron haberse esfumado de su rostro. Los ojos grises que siempre le habían parecido tan fríos, ahora estaban rebosantes de emoción.
– Sí -susurró ella.
Él ya estaba junto a ella, abrazándola, levantándola.
– Mi dulce, dulce Kit -gimió, enterrando el rostro en su pelo-. Dios querido, cómo te he echado de menos. Cómo te quiero. Desde que te dejé sólo he soñado con estar contigo.
Estaba en sus brazos otra vez. Trató de respirar hondo, pero se transformó en un sollozo cuando aspiró su familiar olor a limpio. Sentir su cuerpo contra ella después de tantos meses era más de lo que podía soportar. Él era su otra mitad, la parte que le había faltado durante tanto tiempo. Y ella era la otra mitad de él.
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