Tocó los pequeños pendientes de plata que ella tenía en los lóbulos de las orejas y después su pelo, enrollado en un grueso moño a la altura de la nuca.
– Quiero soltarte el pelo.
Sus labios se curvaron dándole permiso dulcemente.
Sacó los alfileres uno a uno y los puso cuidadosamente en el interior de su propio sombrero. Cuando la brillante nube de pelo cayó finalmente libre, él lo cogió en sus manos y lo llevó suavemente a sus labios.
– Dios querido, cómo te he echado de menos.
Ella puso los brazos a su alrededor y alzó la vista para mirarlo fijamente.
– Esto no va a ser un matrimonio de cuento de hadas, ¿verdad, cariño?
Él sonrió suavemente.
– No veo cómo. Somos tan irascibles como tercos. Vamos a discutir.
– ¿Te importará mucho?
– No lo querría de otra manera.
Ella presionó la mejilla en su pecho.
– Los príncipes de los cuentos de hadas siempre me han parecido aburridos.
– Mi rosa salvaje de las profundidades del bosque. Nuestra vida en común nunca será aburrida.
– ¿Qué me has llamado?
– Nada -silenció su pregunta con sus labios-. Nada en absoluto.
El beso que comenzó suavemente, creció hasta que hizo que ambos ardieran en llamas. Cain introdujo los dedos en su pelo y sostuvo su cabeza entre sus manos.
– Desnúdate para mí, ¿lo harás, cariño? -gimió suavemente-. He soñado con esto durante mucho tiempo.
Ella supo en seguida cómo debía hacerlo para darle mayor placer. Lanzándole una abierta sonrisa guasona, se quitó las botas y las medias, después se deshizo de los pantalones. Él gimió cuando el largo faldón de franela cayó recatadamente por debajo de sus caderas. Ella extendió la mano bajo él, tiró de sus calzones blancos, y los dejó caer junto a ella.
– No tengo nada debajo de esta camisa. Parece que he olvidado la camisola. A propósito.
Apenas podía controlarse para no saltar encima de ella y abrazarla.
– Eres una mujer perversa, señora Cain.
Su mano se desplazó al botón superior de la camisa.
– Estás a punto de descubrir qué perversa soy, señor Cain.
Nunca se desabrocharon unos botones tan lentamente. Era como si cada uno de ellos sólo pudiese ser desabrochado con el más lento de los movimientos. Incluso cuando la camisa estuvo finalmente desabotonada, la pesada tela la mantenía unida en la parte delantera.
– Voy a contar hasta diez -dijo con voz ronca.
– Cuenta todo lo que necesites, yanqui. Eso no te hará las cosas más fáciles -con una sonrisa de diablesa, se quitó la camisa lentamente, milímetro a milímetro, hasta que finalmente quedó desnuda ante él.
– No te recordaba bien -murmuró él espesamente-. Qué hermosa eres. Ven a mí, amor.
Ella corrió hacía él a través del suelo helado. Sólo cuando lo alcanzó se preguntó si aún sería capaz de complacerlo. ¿Y si el haber tenido un bebé la había cambiado?
Él cogió su mano y tiró de ella hacía él. Suavemente, ahuecó sus pechos más llenos entre sus manos.
– Tu cuerpo es diferente -ella asintió con la cabeza.
– Estoy un poco asustada.
– ¿Lo estas, mi amor? -él le levantó la barbilla y rozó su boca con la suya-. Moriría antes de hacerte daño.
Sus labios eran suaves.
– No es eso. Yo tengo miedo… de no ser capaz de complacerte.
– Tal vez yo no seré capaz de complacerte a ti -susurró él suavemente.
– Tonto -murmuró ella.
– Tonta -susurró él como respuesta.
Sonrieron y se besaron hasta que no soportaron la barrera de la ropa entre ellos. Se quitaron uno a otro lo que les quedaba, y cuando los besos se hicieron más profundos, cayeron sobre el saco de dormir.
Un jirón de nube se deslizó sobre la luna, llenando de sombras móviles las antiguas paredes del cañón, pero los amantes no se dieron cuenta. Nubes, lunas, cañones, un bebé con cara de corazón, una anciana con olor a menta… todo dejó de existir. En ese momento, su mundo era pequeño, formado únicamente por un hombre y una mujer, juntos por fin.
Susan Elizabeth Phillips
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