Gimoteó cuando otro trueno dejó el olor de azufre en el aire. ¡No me tragues! Comenzó a desplazarse poco a poco por la rama. El viento movía la rama que estaba empezando a ceder bajo su peso.
El cielo se iluminó con otro relámpago. Justo entonces vio que la rama no estaba lo bastante cerca para alcanzar la ventana. La desesperación la empapó más todavía.
Parpadeó, se limpió la nariz con la manga, y empezó a ir hacía atrás en la rama.
Cuando llegó al suelo, un trueno se oyó tan cerca que le dolieron los oídos. Temblando se apoyó de espaldas en el tronco. La ropa se le pegaba a la piel, y el ala de su sombrero colgaba como una hojuela empapada alrededor de su cabeza. Las lágrimas que estaba luchando por contener le quemaban en los párpados. ¿Era así como acabaría todo? ¿Perdería Risen Glory porque era demasiado débil, demasiado niñita para entrar en una casa?
Saltó cuando algo le tocó las piernas. Merlín la miraba con detenimiento, con la cabeza ladeada hacia un lado. Se puso de rodillas y enterró la cara en ese pelaje húmedo y mohoso.
– Tú chucho… -sus brazos temblaron cuando rodeó con ellos al animal-. Soy tan inútil como tú.
Él lamió su mejilla húmeda con su áspera lengua. Otro relámpago la sobresaltó. El perro ladró y Kit se puso rápido de pie, llena de determinación. ¡Risen Glory era suya! ¡Si no podía entrar en la casa a través de una ventana, lo haría por la puerta!
Enloquecida por la tormenta y su propia desesperación, corrió deprisa hacia la puerta trasera, combatiendo el viento y la lluvia demasiado desesperada para prestar atención a la voz interior que le ordenaba abandonar y probar otro día. Se lanzó contra la puerta, y cuando el cerrojo no cedió, empezó a machacarla con sus puños.
Las lágrimas de ira y frustración la estrangulaban.
– ¡Déjame entrar! ¡Déjame entrar, yanqui hijo de puta!
Nada ocurrió.
Ella continuó machacando, maldiciendo y dando patadas con el pie.
Un relámpago volvió a iluminar el cielo y movió el arce del que antes se había protegido. Kit gritó y se lanzó de nuevo hacía la puerta.
Directamente a los brazos de Baron Cain.
– Qué demonios…
El calor de su pecho desnudo, caliente de la cama rezumó a través de su camisa fría, húmeda, y durante un momento, todo lo que quiso hacer fue quedarse donde estaba, contra él, hasta que dejara de tiritar.
– ¿Kit, qué pasa? -la asió por los hombros-. ¿Ha ocurrido algo?
Ella dio un paso atrás. Desgraciadamente Merlín estaba detrás de ella. Tropezó con él y cayó en el duro suelo de la cocina.
Caín estudió el montón enredado que había ante sus pies. Su boca se torció.
– Supongo que esta tormenta es demasiado para ti.
Ella trató de decirle que podía irse directamente a Hades, pero sus dientes le castañeteaban tanto que le hacían imposible hablar. Se había clavado el revolver en la caída, y sentía un dolor afilado en la cadera.
Cain pasó sobre ellos para cerrar la puerta. Desgraciadamente Merlín eligió ese momento para separarse.
– Chucho desagradecido -Cain cogió una toalla de un gancho cerca del fregadero y empezó a pasarla sobre su pecho.
Kit comprendió que su revólver sería visible bajo sus ropas tan pronto como ella se levantara. Mientras Cain estaba preocupado en secarse ella se lo sacó de los pantalones y lo escondió detrás de una cesta de manzanas cerca de la puerta trasera.
– No sé cual de los dos está más asustado -dijo Cain mientras veía a Merlín salir de la cocina y dirigirse al pasillo que dirigía a la habitación de Magnus-. Pero desearía que hubieras estado quietecito en tu cama hasta mañana.
– Te aseguro que no me asusto de la maldita tormenta -le devolvió Kit.
En ese momento sonó otro trueno y ella se puso rápidamente de pie con una mortal palidez en su rostro.
– Entonces estaba equivocado -él habló arrastrando las palabras.
– Sólo porque yo… -se calló y tragó en el momento que pudo verlo entero.
Estaba casi desnudo, sólo llevaba unos pantalones de color pardo por debajo de las caderas, con los dos botones superiores sin abrochar por su prisa por llegar a la puerta. Ella estaba acostumbrada a ver hombres con poca ropa trabajando en el campo o en la serrería, pero ahora se sentía como si nunca hubiera visto ninguno.
Su pecho era ancho y musculoso, ligeramente cubierto de vello. Una cicatriz de una cuchillada le atravesaba un hombro y otra sobresalía sobre el desnudo abdomen de la cinturilla abierta de sus pantalones. Sus caderas eran estrechas y el estómago plano, bifurcado por una delgada línea de pelo rubio leonado. Sus ojos se movieron lentamente más abajo al punto en el que sus piernas se juntaban. Lo que vio allí la fascinó.
– Sécate tú mismo.
Ella levantó la cabeza y lo vio mirándola con detenimiento, con una toalla extendida en su mano, y una expresión perpleja. Ella cogió la toalla y se secó bajo el borde de su sombrero dándose un ligero golpe en sus mejillas.
– Podrías hacerlo mejor si te quitaras ese sombrero.
– No quiero quitármelo -ella hizo un ruido inquieto por su reacción-. Me gusta mi sombrero.
Con un gruñido de exasperación, él se dirigió al vestíbulo, sólo para reaparecer con una manta.
– Quítate esa ropa mojada. Puedes envolverte con esto.
Ella miró con detenimiento a la manta y después a él.
– ¡No pienso quitarme mi ropa!
Cain frunció el ceño.
– Estás helado.
– ¡No estoy helado!
– Tus dientes están castañeteando.
– ¡No es cierto!
– Maldita sea, chico, son las tres de la mañana, he perdido doscientos dólares al póker esta noche y estoy malditamente cansado. Ahora quítate esa asquerosa ropa de modo que podamos irnos a dormir. Puedes quedarte en la habitación de Magnus esta noche, y no quiero saber nada de ti hasta el mediodía.
– ¿Estás sordo, yanqui? Ya te lo he dicho. ¡No pienso quitarme mi jodida ropa!
Cain no debía estar acostumbrado a tener alguien haciéndole frente, y la severa línea de su mandíbula le dijo que debería haberlo matado de forma inmediata. Cuando él dio un paso adelante, ella corrió hacia la cesta de las manzanas, sólo para pararse en seco cuando él la agarró del brazo.
– ¡Oh, no vas a irte!
– ¡Deja que me vaya, hijo de puta!
Ella comenzó a retorcerse, pero Cain la sujetaba con fuerza del brazo.
– ¡Te he ordenado que te quites esa ropa mojada, y vas a hacer lo que te digo, para poderme ir a dormir de una maldita vez!
– ¡Puedes pudrirte en el infierno, yanqui! -ella se retorció otra vez, y trató de golpearle, pero sin mucho éxito.
– Estate quieto o te vas a lastimar -él la sacudió como advertencia.
– ¡Qué te jodan!
Su sombrero se le empezó a caer cuando notó que la levantaba en vilo.
Sonó un trueno, Cain se sentó en una silla de la cocina, y ella se sorprendió al encontrarse de pronto tumbada boca abajo sobre sus rodillas.
– Voy a hacerte un favor -su palma abierta cayó sobre su trasero.
– ¡Eh!
– Voy a enseñarte una lección que debería haberte enseñado tu padre.
Su mano bajó otra vez y ella gritó más de indignación que de dolor.
– ¡Basta ya, tú maldito y podrido bastardo yanqui!
– Nunca maldigas a la gente que es mayor que tú…
Él le dio otro manotazo duro, urticante.
– O más fuerte que tú…
Su trasero comenzó a arderle.
– Y sobre todo…
Los dos manotazos siguientes dejaron su trasero insensible.
– … ¡no me maldigas a mí! -la empujó de su regazo-. ¿Ahora nos entendemos o no?
Ella contuvo el aliento cuando aterrizó en el suelo. La furia y el dolor se arremolinaron como una neblina a su alrededor, nublando su vista, de modo que no lo vio inclinarse hacia ella.
– Vas a quitarte esa ropa -su mano agarró su camisa húmeda.
Con un aullido de rabia, ella se puso de pie.
El viejo tejido se desgarró en sus manos.
Tras eso, todo ocurrió muy deprisa. El aire frío tocó su carne. Ella oyó el débil repiqueteo de los botones cayendo en el suelo de madera. Bajó la mirada y vio sus pequeños pechos expuestos a su mirada.
– Qué en el…
Un sentimiento de horror y humillación la asfixió.
Él la liberó despacio y dio un paso atrás. Ella agarró los bordes rasgados de su camisa y trató de unirlos.
Unos ojos helados del color del estaño la miraban con detenimiento.
– Bueno. Mi chico de establo, no es un chico después de todo.
Ella se sujetó la camisa y trató de esconder su humillación detrás de la ira.
– ¿Qué diferencia hay? Yo necesitaba trabajo.
– Y conseguiste uno haciéndote pasar por un chico.
– Fuiste tú quién supuso que yo era un chico. Nunca dije que lo fuera.
– Tampoco lo negaste -él recogió la manta y se lo tiró-. Sécate un poco mientras consigo algo de beber.
Él caminó hacia la puerta de vestíbulo.
– Espero unas respuestas para cuando vuelva y no pienses en escaparte, eso sería un error aún mayor.
Después de que él desapareció ella tiró la manta y corrió deprisa hacia la cesta de manzanas para recuperar el revólver. Se sentó en la mesa para esconderlo en su regazo. Solamente entonces reunió los bordes de su camisa interior rota y los ató en un nudo torpe a su cintura.
Cain estaba ya de vuelta antes que ella comprendiera la inutilidad del resultado. Había desgarrado su camiseta interior junto con la camisa, y una profunda V le llegaba hasta el nudo en la cintura.
Cain tomó un sorbo de whisky y miró con detenimiento a la chica. Estaba sentada a la mesa, con las manos escondidas en su regazo, el suave tejido de su camisa perfilaba claramente un par de pequeños pechos. ¿Cómo no se había dado cuenta enseguida que era una chica? Esos delicados huesos deberían habérselo advertido, junto con esas pestañas que eran tan gruesas que podrían barrer el suelo.
La suciedad la había escondido. La suciedad y su lenguaje, por no mencionar su actitud beligerante. Qué tunanta.
Se preguntó qué edad tendría. ¿Catorce? Él sabía bastante sobre mujeres pero no sobre muchachas. ¿Cuándo comenzaban a crecerle los pechos? Una cosa sí estaba clara… ella era demasiado joven para vivir por su cuenta.
Él dejó en la mesa su vaso de whisky.
– ¿Dónde está tu familia?
– Ya te lo he dicho. Están muertos.
– ¿No tienes ninguna familia?
– No.
Su serenidad lo enfadó.
– Mira, una chica de tu edad no puede estar vagando sola por Nueva York. No es seguro.
– La única persona que me ha dado algún problema desde que estoy aquí has sido tú.
Ella tenía razón pero él lo ignoró.
– De todas maneras, mañana te llevaré con unas personas que cuidarán de ti hasta que seas más mayor. Ellos encontrarán un lugar para que puedas vivir.
– ¿Estás tratando de decirme que me vas a llevar a un orfanato, Major?
Lo irritó que ella pareciera divertida.
– ¡Sí, estoy hablando de un orfanato! Tú por supuesto no te vas a quedar aquí. Necesitas una casa para vivir hasta que seas suficientemente mayor para cuidar de ti misma.
– No creo que haya tenido demasiados problemas hasta ahora. Además no soy una niña. No creo que un orfanato acoja a una chica de dieciocho años.
– ¿Dieciocho?
– ¿Acaso estás sordo?
Otra vez ella había logrado impresionarlo. Él la miró con detenimiento por encima de la mesa… la ropa de chico andrajosa, un rostro y un cuello mugrientos, el pelo corto negro tieso por la suciedad. En su experiencia las chicas de dieciocho años eran casi mujeres. Llevaban vestidos y se bañaban. Pero nada en ella parecía normal en una chica de dieciocho años.
– Siento estropear todos tus agradables proyectos para un orfanato, Major.
Ella tuvo el descaro de sonreír satisfecha, y él de repente se alegró de haberle dado esos azotes.
– Muy bien, escúchame Kit… ¿o ese nombre también es falso?
– No, ese es mi verdadero nombre. Bueno, la forma en que todo el mundo me llama.
Su diversión se evaporó y él sintió un hormigueo en la base de la espalda, la misma sensación que tenía antes de una batalla. Extraño.
Él miró su mandíbula apretada.
– Sólo que mi apellido no es Finney -dijo ella-. Es Weston. Katharine Louise Weston.
Era su última sorpresa. Antes de que Cain pudiera reaccionar, ella estaba de pie, y le apuntaba con un viejo revolver del ejército.
– Hija de perra -murmuró él.
Sin retirar los ojos de él, ella se separó del borde de la mesa. La mano pequeña sujetaba firme la pistola que apuntaba a su corazón.
– No pareces muy contento con el giro que han dado los acontecimientos -dijo ella.
Él dio un paso hacia ella e inmediatamente se arrepintió. Una bala pasó a su lado rozándole la sien.
Kit no había disparado nunca una pistola dentro de una casa y sus oídos zumbaron. Notó que le temblaban las rodillas, y apretó más fuerte el revólver.
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