Hacia el norte, el cielo ya tenía un color azul oscuro, y la estrella vespertina se alzaba brillante como una joya. El bosque a sus espaldas aún tenía luz porque el sol poniente se reflejaba en el rojo y el oro de los árboles otoñales. Una leve bruma violeta se extendía sobre los campos y los marjales del sur y el oeste. En la punta de la isla, los pinares parecían envueltos en luz dorada. Mientras miraba, una pequeña bandada de patos canadienses pasó sobre su cabeza cruzando el cielo nocturno y fue a posarse en Hill Pond, cerca de la casa.

– ¡Maldición, me gusta esta isla! -dijo en voz baja.

– Qué suerte entonces que ya sea tuya -replicó una voz impertinente.

– ¿De dónde sales? -preguntó, volviéndose a ella. Le divertía que lo hubiera pillado.

– Oh, Sea Breeze y yo fuimos a pasarnos el mal humor. He vuelto a buscarte. No estaría bien que te perdiera. Sabe Dios quién sería entonces el nuevo lord, y yo tendría que casarme con él. Por lo menos contigo ya sé lo que tengo. No eres demasiado viejo y supongo que podría decir que eres razonablemente atractivo.

Jared disimuló una sonrisa. Miranda no iba a ceder ni un centímetro, pero él tampoco.

– Muy amable por tu parte. Miranda -murmuró-. ¿Seguimos hasta la casa?

Sus caballos avanzaron juntos colina abajo y hasta la próxima cuesta hacia la casa donde Jed, el mozo de cuadra, los estaba esperando.

– Unos minutos más y habría salido a buscarlos con los perros-les espetó secamente.

– Pero ¿por qué? -preguntó Miranda-. He recorrido esta isla a caballo toda mi vida.

– Pero él no.

– Estaba conmigo.

– Ya -replicó el mozo, taciturno-. Eso era precisamente lo que me preocupaba.

– No necesitas temer por Miranda, Jed -dijo Jared sin alzar la voz-. Me ha hecho el honor de aceptarme en matrimonio. Nuestra boda se celebrará el seis de diciembre. Mi primo Thomas dejó dispuesto que el luto durara solamente un mes.

– ¡Ahhh! -suspiró el mozo con un asomo de sonrisa en su rostro curtido-. Esto es otra cosa, señor Jared. -Cogió los caballos y se dirigió a las cuadras-. Buenas noches a los dos.

Jared rió.

– Se preocupa más de las conveniencias que tú, fierecilla, incluso después de tu estancia en Londres.

– Aborrecí Londres -replicó la joven con vehemencia-. Nunca pude respirar tranquila. Era sucia, ruidosa y todo el mundo tenía siempre prisa.

– Ésta es la maldición de las grandes ciudades, Miranda, pero no seas demasiado dura con Londres. Puede ser un lugar precioso y si esta situación europea no termina en guerra te llevaré otra vez allí algún día.

– Debemos volver la próxima primavera para la boda de Amanda-le recordó.

– Sí, en efecto. Pero vas a estar demasiado ocupada gastando tu tiempo y mi dinero en compras.

Miranda le sonrió con picardía.

– Las modas cambian, mi señor. Me veré obligada a comprarme un vestuario enteramente nuevo. No estaría bien que la señora de Wyndsong Manor luciera ropa de la temporada anterior.

– ¡Dios nos libre! -exclamó burlón, alzando la vista al cielo.

Entraron en la casa, donde Dorothea los estaba esperando.

– ¿Cuándo puedo decir a la cocinera que sirva la cena, Jared? Estará dispuesta en cualquier momento.

– ¿Dentro de una hora. Miranda?

Ella asintió halagada porque se lo había pedido y corrió escaleras arriba gritando a Jemima, la doncella que compartía con Amanda, que le preparara el baño. Pero al entrar en su alcoba se encontró con la bañera humeante que la esperaba.

– ¿Cómo te las arreglas siempre para hacerlo? -preguntó.

– Si se lo dijera no tendría secretos, ¿verdad? -saltó la deslenguada Jemima, una mujer alta, flaca, de cabello gris-. Vamos, niña, esta ropa huele a demonios. Ha estado montando mucho, señorita Miranda. -Miró de reojo a la muchacha mientras le quitaba las botas-. ¿Logró alcanzarla?

Miranda mantuvo la cara vuelta a otro lado a fin de ocultar su rubor.

– Nadie, ni siquiera el nuevo amo de Wyndsong, puede alcanzarme, Mima. Deberías saberlo. -Pasó tras el biombo pintado para despojarse de su ropa de montar y se la echó a la doncella-. Llévatela para que la laven. Yo me bañaré sola y te llamaré cuando te necesite.

Jemima, decepcionada, salió. Había sido la niñera de las gemelas y cuando crecieron se había quedado para servirlas como doncella personal. No se acostumbraba a que fueran mayores. Quería sus confidencias como cuando eran niñas. Naturalmente, Amanda se sentía más inclinada a confiar en Mima que Miranda. La mayor siempre había sido muy reservada.

El baño esperaba y, después de probar el agua con el dedo gordo del pie, Miranda se sujetó el cabello, entró y se hundió en el agua perfumada. La bañera era de porcelana color crema, decorada con rositas. Tenía un alto cabezal y, por haber sido fabricada especialmente para ella en París, era mayor de lo habitual y acomodaba bien sus largas piernas.

Por unos minutos permaneció sentada inmóvil, dejando que el calor del agua penetrara en su cuerpo, sin pensar en nada. El aire era tibio y perfumado con su esencia personal, alelí, un perfume ligeramente exótico aunque inocente que parecía curiosamente indicado para ella. Salió del baño, alcanzó la toalla que se calentaba ante el fuego y lentamente fue secándose.

Su mente se iba despejando. Esta tarde había sido toda una revelación, aunque nunca lo reconocería ante Jared. Gracias a Dios que la boda tardaría aún seis semanas. ¿Cómo lograban las mujeres luchar contra los sentimientos que les despertaban los hombres? ¿Ceder a ellos significaba acaso la pérdida de su personalidad?

– No perteneceré a nadie excepto a mí misma -musitó-, ¡No quiero!

Desnuda, cruzó la estancia hasta la cama donde tenía ropa limpia preparada, y se puso sus pantalones de batista blanca, medias blancas de seda, con ligas de puntillas, chambra y enagua. Toda su ropa interior estaba adornada con finas puntillas hechas a mano. Recordó la escandalosa moda de París. ¡Las señoras francesas prescindían de ropa interior, de forma que iban desnudas bajo sus trajes de seda! ¡Algunas llegaban a mojar los trajes para que se les pegaran al cuerpo!

Su vestido para la cena era de seda tornasolada verde manzana, que según la luz parecía plateada. Tenía el escote cuadrado y bajo, y la cintura la ceñía bajo el pecho al estilo imperio. Las mangas eran cortas y abullonadas. Sonrió satisfecha con su imagen en el espejo y se sujetó un collar de perlas alrededor del cuello; los pendientes eran de perlas, a juego. Se sacó las horquillas y se cepilló vigorosamente el cabello, lo trenzó y se colocó las trenzas en forma de corona sobre la cabeza. Era un estilo serio, pero los rizos de Amanda, a la última moda, no favorecían a Miranda. Por fin se puso un poco de esencia de alelí y, después de calzarse sus zapatillas sin tacón de seda verde manzana, abandonó la alcoba.

Fue a llamar a la puerta de su gemela y preguntó:

– ¿Estás lista, Mandy?

– Nos encontraremos en el rellano -respondió Amanda.

La muchacha iba vestida con su color preferido, rosa pálido, y juntas bajaron por la escalera principal de la casa y entraron en el salón familiar donde Jared y su madre esperaban.

– Caramba -murmuró Amanda de forma que sólo su gemela pudiera oírla-, qué guapo es… nuestro tutor, tu prometido.

– ¡Buenas noches, mamá! ¡Buenas noches, señor! -saludaron ambas al unísono.

Se anunció la cena y Jared ofreció el brazo a Dorothea mientras las jóvenes los seguían. La comida era relativamente sencilla. Empezó con una espesa crema de verduras, seguida de un ragú de pecho de ternera, un plato de perdices y codornices rellenas de albaricoques, ciruelas y arroz, otra fuente de langostas hervidas, un suflé de calabaza con jarabe de arce y canela, un bol de guisantes tardíos y una coliflor entera salpicada de migas con mantequilla. El segundo plato consistía en pasteles de manzana espolvoreados de azúcar, natillas y pastel de queso con chocolate. Con el primer plato se sirvieron vinos blanco y tinto, y café y té con el segundo.

Después de la cena, los cuatro pasaron al gran salón, y Amanda cantó acompañándose al piano. Jared saboreó un magnífico brandy. Al fin dejó su copa y después de felicitar a Amanda, dijo a Dorothea:-Quiero que dispongas la boda de Miranda como si Tom estuviera vivo. No repares en gastos e invita a quien quieras.

– No deseo una gran boda -protestó Miranda-. ¿No podemos casarnos en privado? La boda de Amanda va a ser el acontecimiento social de la temporada, y esto debería bastarnos.

– Amanda se casará en Londres y ninguno de nuestros buenos amigos y vecinos, así como muchos de nuestros parientes, podrán asistir. No puedes negar a tanta gente la oportunidad de ver una de vuestras bodas -observó Dorothea.

– ¡Es una tontería, mamá! Este es un matrimonio de conveniencia, no una boda por amor. Me sentiré idiota rodeada de un montón de gente diciendo sandeces y deseándome felicidad.

– Por el hecho de que sea un matrimonio de conveniencia no hay razón para que no puedas ser feliz -le replicó secamente Dorothea.

– ¡Bah, haced lo que queráis! -exclamó Miranda-. ¡Lo haréis de todos modos!

Se levantó y salió por los ventanales a la terraza que sobresalía de la colina y daba una gran vista a! mar. Sus manos largas y delicadas se abrían y se cerraban sobre la piedra de la barandilla de la terraza. Siempre le habían fastidiado los jaleos y éste iba a ser un jaleo monumental. Se estremeció por el frescor de la noche de octubre y le agradó sentir que le echaban un chal sobre los hombros.

Un brazo le rodeó la cintura, y se vio en brazos de Jared. Cuando éste le habló, Miranda sintió su aliento caliente junto al oído.

– Pensé que a todas las mujeres les gustaba preparar sus bodas.

– Si les hace ilusión su boda, supongo que sí, Pero yo no te amo. ¡No te amo!

– Me amarás, Miranda. Ya lo creo. ¡Haré que me ames! -murmuró. La volvió hacia él, se inclinó y cubrió su boca con un beso.

¡Y ocurrió de nuevo! Miranda se estremeció violentamente. Su corazón empezó a latir desbocado. La sangre se agolpó en sus oídos. «¡Lucha! -dijo su cerebro-, ¡Lucha o te dominará!» Pero sus miembros habían perdido toda su fuerza. Se derretía contra él y sus labios le devolvían los besos. Jared alzó la cabeza, dejó sus labios y le besó los párpados cerrados y estremecidos.

– ¡Me amarás, Miranda! -le susurró-. Así lo quiero y no soy un hombre que acepte negativas. -Después la mantuvo tiernamente abrazada hasta que su respiración se calmó y dejó de temblar.

Miranda se sentía impotente contra él y se preguntó si sería siempre igual entre ellos. ¿Por qué la debilitaba con sólo un beso? Se sentía confusa y casi lo odiaba por ello.

– No te veré mañana por la mañana, fierecilla -le anunció con ternura-. Zarpamos con la primera marea mucho antes de que abras esos ojos tuyos verde mar. Te autorizo a comprar cualquier cosa que consideres necesaria para la boda.

Miranda se apartó bruscamente y él inmediatamente experimentó una sensación de pérdida. Furiosa, replicó:

– ¿Me autorizas? No necesito tu permiso para gastar mi dinero-declaró, indignada.

Jared trató de hacérselo comprender con la máxima diplomacia.

– Me temo que sí. Miranda. Legalmente eres menor de edad y soy tu tutor.

– Oh.

– Mi dulce Miranda, no pelees conmigo.

– Nunca dejaré de pelear contigo -murmuró de pronto, rabiosa-. ¡Nunca!

– Creo -le respondió gravemente- que llegará el día en que tendrás que hacerlo, querida. -Se inclinó para volver a tomarla en sus brazos, tocó sus labios en un beso rápido y salvaje que la dejó sin aliento. Luego la soltó y le dijo-: Buenas noches, querida fierecilla. Te deseo felices sueños.

Y se fue.

Miranda permaneció al aire frío de la noche arrebujándose nerviosamente en su chal. Todo estaba sucediendo demasiado deprisa. Iba a casarse con un hombre a quien ni siquiera conocía, un hombre que podía dejarla desarmada con un beso y que prometía… no, que la amenazaba con voz que no admitía negativas de que un día lo amaría.

¿Por qué tenía tanto miedo de enamorarse? Los hombres, según le habían enseñado, eran superiores a las mujeres. ¿Acaso no decía la Biblia que Dios creó primero al hombre, y después, como si se le ocurriera de pronto, creó a la mujer? Miranda se había preguntado muchas veces cómo, sí las mujeres eran tan insignificantes, se había molestado Dios en crearlas. No quería tener dueño. Se casaría con Jared Dunham porque era el único medio de conservar Wyndsong y la fortuna de su padre, pero nunca lo amaría. Porque amarlo sería como darle ventaja sobre ella.

Resuelto el problema, volvió al salón. Estaba vacío, solamente iluminado por el rescoldo, cuidadosamente recogido para la noche.

Fuera, en el vestíbulo, le habían dejado una palmatoria encendida; la cogió y subió. La casa estaba en silencio. Utilizó la vela para encender sus propios candelabros y encontró su camisón preparado, así como una palangana de agua tibia.