– En efecto -murmuró su voz profunda y estrechó la fina cintura.
Miranda casi dejó de respirar. Sus ojos se abrieron y oscurecieron. Jared se inclinó y besó aquellos labios con dulzura, tiernamente.
– Oh, sí. Miranda, has enloquecido mis sentidos -murmuró contra su boca. Dulcemente le mordisqueó los labios mientras con una mano revolvía la sedosa mata de cabello largo, precioso. La sostuvo en un abrazo firme pero tranquilo y con un gemido entrecortado Miranda cayó contra él. Jared le besó el hoyuelo de la barbilla, luego recorrió la sedosa longitud del cuello hasta los senos. Las cintas que sujetaban las dos partes de su camisón desaparecieron. Con un suspiro, la levantó, la llevó a través de la alcoba y la depositó sobre la cama. Se echó junto a ella, enteramente vestido, y la abrazó. La besó con una pasión que la dejó casi inerme, pero consciente aún de sus sentidos recién despertados. Sintió el poco control que tenía sobre sí misma cuando él hundió la cara entre sus senos. Una boca ansiosa y húmeda se cerró sobre un pezón hinchado, dolorido, y mientras chupaba, ella experimentó una extraña sensación en un lugar oculto entre sus piernas. Los dedos de Jared no tardaron en encontrarlo y la acariciaron con dulzura.
Después de lo que parecía una eternidad, él se puso boca arriba, y tomó la fina manecita y la colocó sobre su virilidad cubierta. Sin palabras le enseñó el ritmo y se estremeció bajo su tacto delicado hasta que finalmente la detuvo y con voz extrañamente enronquecida le dijo:
– ¿Ves, Miranda? Si te sientes indefensa bajo mi contacto, también me ocurre a mí con el tuyo.
– No lo sabía -respondió ella en un murmullo.
– Hay muchas cosas que no sabes, fierecilla, pero te las enseñaré si me dejas. -Después, inclinándose sobre ella, volvió a anudar sus cintas, le alisó el cabello revuelto y le dio las buenas noches con un beso.
La puerta se cerró tras él y Miranda permaneció temblando unos minutos. ¡Así que aquello era el amor! Se dio cuenta de que al mostrarse enteramente sincera con él le había dado un arma poderosa contra ella. Sin embargo, Jared no había utilizado ese arma. Había sido igualmente sincero con ella.
Ser una mujer casada presuponía ciertas responsabilidades. Pero si incluso podía ser madre al cabo de un año. ¡Madre! La idea le produjo un montón de dudas. Desde luego, tendría que madurar antes de poder criar a un hijo. ¡Oh, Dios! ¿En qué se estaba metiendo?
En los días siguientes. Miranda estuvo extrañamente mansa y su madre temió que hubiese caído enferma. No montaba a caballo, sino que se quedaba en casa, vagando por la mansión y haciendo preguntas sobre cosas domésticas. Amanda comprendía y se preguntó qué podía haberle dicho Jared para transformar a su rebelde hermana en semejante y dócil criatura. También se preguntó cuánto tiempo duraría. La pregunta quedó contestada en el curso de la semana, cuando una Miranda apagada y exhausta por todo un día de hacer mermelada rompió a llorar en la mesa.
Jared se levantó de un salto y estuvo al instante a su lado, claramente preocupado, para gran diversión de Amanda.
– ¡No puedo hacerlo! -sollozaba Miranda-. Simplemente, no puedo. ¡Odio las tareas del hogar! Oh, Jared, ¿cómo puedo llegar a ser una buena ama de casa? He quemado la mermelada, he estropeado todo un bacalao al salarlo demasiado, mis tartas de calabaza están demasiado especiadas, el jabón que he hecho huele más a cerdo que a perfume, y mis velas humean.
Jared, tranquilizado, contuvo la risa.
– Oh, fierecilla, no me comprendiste. No quiero que seas lo que no eres. Sólo quería que comprendieras cómo se lleva una casa. No es necesario que tú hagas mermelada, o jabón o que sales el bacalao. Tenemos servicio para estos trabajos. Tú sólo necesitas saber cómo se hace, para supervisar. -Le cogió una mano y le besó la palma-. Esta manita es más hábil para otras cosas -murmuró de modo que sólo ella pudiera oírlo, y el rubor tiñó las mejillas de Miranda.
Dorothea se preguntó acerca de esta intimidad entre su hija y Jared. Cierto, iban a casarse dentro de poco, pero ¿era correcto que rodeara a Miranda con su brazo? Se había enterado por Jemima que la otra noche él había subido la bandeja al dormitorio de Miranda y que tardó más de media hora en salir. Dorothea descubrió sorprendida que estaba celosa. Después de todo, aún era joven para amar. La visión de Miranda y Jared le dolía al recordar cómo estaban las cosas entre ella y Thomas. Suspiró por lo bajo. ¿Había terminado la vida para ella? ¿Quién sabía?
Las siguientes semanas transcurrieron rápidamente como preparación final para la boda. Tanto el novio como la novia las pasaron por alto, cabalgaban por la isla cuando el tiempo era bueno y se encerraban en la biblioteca cuando era malo. A veces Amanda los acompañaba, y estaba entusiasmada al ver lo bien que se adaptaban.
Los Dunham de Plymouth llegaron en masa: seis adultos y cinco niños. Después de un primer momento incómoda, ambas familias encajaron. Elizabeth Lightbody Dunham y Dorothea van Steen Dunham se hicieron amigas rápidamente. La madre de Jared estaba encantada con Miranda, que se portaba de maravilla. Dorothea, que estaba más acostumbrada a que la felicitaran por Amanda, lo reconoció.
– Naturalmente -asintió Elizabeth-. Tu pequeña Amanda es una perfección y sin duda será una esposa perfecta para lord Swynford. Pero no habría servido para Jared. Miranda tiene espíritu. Llevará a mi hijo por el camino de la amargura, que es exactamente lo que necesita. Nunca estará del todo seguro de ella y en consecuencia siempre la tratará divinamente. Sí, mi querida Dorothea, estoy más que satisfecha con Miranda.
El día de San Nicolás amaneció claro y frío. Apenas asomó el sol por el horizonte, proyectando sus cálidos dedos dorados sobre el agua azul de la bahía, cuando los botes zarparon de ambas rías de Long Island en dirección a Wyndsong Manor. Entre los invitados estarían los Horton, Young, Tutill, y Albertson; Jewel, Boisseau, Latham, y Goldsmith; Terry, Welles y Edwards. Los Sylvester de Sheker Island asistirían, así como los Fiske de Plum Island y los Gardiner de la isla vecina de Wyndsong. La casa estaba ya llena de Dunham y, desde unos días antes, habían empezado a llegar parientes y amigos íntimos de Dorothea desde el valle del Hudson y de la ciudad de Nueva York.
La abuela Van Steen de las gemelas, Judith, vivía aún con su cabello rojizo ahora completamente blanco, pero con los ojos tan azules como siempre. Lo mismo que su hija Dorothea y su nieta Amanda, era menuda y llenita. Cuando vio a Jared por primera vez, comentó:
– Parece un pirata… un pirata elegante, pero pirata al fin. Será la pareja perfecta para esa salvaje Miranda, no cabe duda.
– ¡Santo Dios, madre! ¡Qué cosas dices! -Cornelius van Steen, el joven dueño de Torwyck Manor, parecía turbado-. Debo excusarme por mi madre, damas y caballeros. -Se inclinó ante los Dunham y Van Steen reunidos.
– Nadie, Cornelius, debe excusarse en mi nombre -exclamó la vieja señora Van Steen-. ¡Válgame Dios, qué puritano eres! No puedo entender cómo engendré semejante hijo. Mi observación quería ser un cumplido y Jared lo entendió así, ¿no es cierto, muchacho?
– En efecto, señora, he comprendido exactamente lo que ha querido decir -respondió Jared, y los ojos le brillaron cuando alzó la enjoyada y gordezuela mano para besarla.
– ¡Bendito sea! ¡Y además es un pícaro! -añadió la anciana.
– ¡En efecto, también lo soy!
– Ja, ja, ja -rió la vieja señora-. ¡Ah, ojalá fuera treinta años más joven, muchacho!
– No me cabe la menor duda de cómo sería, señora -fue la inmediata respuesta y para puntuar su observación alzó una de sus negras cejas.
Miranda rió al recordar el incidente. Estaba mirando por la ventana de su alcoba la salida del sol. Iba a ser un día maravilloso. Detrás de ella el fuego de leña de manzano crepitaba en la chimenea. Amanda, adormilada, preguntó desde la cama:-¿Ya estás levantada? -El número de invitados hacía necesario que compartieran una cama aquellos últimos días.
– Sí, estoy despierta. No podía dormir.
Miranda miró a su alrededor. Hoy dormiría en la habitación principal, recién decorada, y durante muchos días había vivido con aquella idea. Toda su vida, ésta había sido su alcoba. Su cama ancha, de baldaquino con doseles de lino blanco y verde tejido en casa. Las columnas de la cama, de cerezo, eran torneadas. De pequeña, tendida en la cama, había imaginado lo que sería deslizarse por ellas, girando y girando hasta que se quedara mareada y dormida. Había una preciosa cómoda de cerezo con remates flameados contra un macetero de la habitación, con sus tiradores de cobre siempre relucientes. El tocador se lo regalaron cuando cumplió catorce años, con un espejo incluido, precioso, perfecto, sin manchas. Había una mesilla redonda junto a la chimenea y al otro lado un sillón de madera, de brazos, con un cojín de terciopelo verde.
La alcoba principal había sido redecorada de nuevo para ella y Jared. El trabajo había durado semanas. No tenía ni idea de cómo sería, porque él había querido darle una sorpresa. Por lo menos no había sido el dormitorio de sus padres, pensó con alivio. Cuando Thomas y Dorothea se casaron, los abuelos aún estaban viviendo en la casa. Su bisabuelo había muerto en 1790 y sus abuelos habían pasado a ocupar la habitación principal. Pero cuando su abuela Dunham murió, el abuelo no abandonó el dormitorio. Cuando falleció, cuatro años atrás, sus padres decidieron quedarse en la alcoba donde habían vivido durante más de veinte años. Así que en realidad era la alcoba del abuelo la que se había rehecho para ella y Jared.
El pequeño reloj de la repisa de la chimenea, con su esfera pintada, marcaba las siete y media y Amanda protestó:
– ¿Por qué demonios elegiste las diez de la mañana para casarte? Yo no pienso hacerlo hasta la tarde.
– Fue idea de Jared.
– ¿Hace buen día?
– Sí. Cielo azul, sin nubes, soleado. La bahía está llena de barcos; vienen de todas partes. Me recuerda los desayunos de caza que solía organizar papá.
Amanda salió a regañadientes de la cama, protestando por la frialdad del suelo.
– Será mejor que empecemos a prepararnos -suspiró.
En aquel momento llegó Jemima con una bandeja muy cargada.
– No me digan que no van a comer, porque Dios sabe cuándo volverán a hacerlo, sobre todo con la plaga de langosta que hay abajo. «Sírvales un desayuno ligero», dijo mamá, así que la cocinera ha preparado seis jamones y montones de huevos, pan, café, té y chocolate. Tres de los jamones ya han desaparecido y falta aún la mitad de los invitados. -Plantó la bandeja encima de la mesa-. Dentro de una hora tendré el agua caliente para sus baños. -Luego salió disparada.
– ¡Estoy hambrienta! -anunció Miranda.
– ¿De verdad? -Amanda se asombró-. ¿Hambrienta en la mañana de tu boda? Siempre has tenido nervios de acero, hermana.
– ¡Puedes ponerte nerviosa por mí, Mandy, y me comeré también tu parte!
– ¡No, no lo harás! Además, no es mi boda-rió Amanda descubriendo la bandeja. Había dos platos con huevos revueltos ligeros como plumas y finas rebanadas de jamón-. ¡Oh, deliciosos! Nunca he probado huevos como los que hace nuestra cocinera -observó.
– Es por la crema de leche, el queso de la granja y los cebollinos-respondió Miranda, quien embadurnaba de mantequilla un cruasán perfecto para luego recubrirlo generosamente de mermelada de frambuesa.
Amanda se quedó con la boca abierta.
– ¿Cómo sabes todo esto?
– Lo pregunté. Sírveme chocolate, ¿ quieres, cariño? El secreto del chocolate es el toque de canela.
– ¡Santo Dios! -exclamó Amanda.
Terminado el desayuno, ambas bañeras fueron preparadas y llenadas de agua caliente. Se habían lavado el pelo el día anterior, sabiendo que no tendrían tiempo por la mañana. Ya secas y en bata, esperaron a que les trajeran los trajes. Dorothea había deseado que Miranda luciera su traje de novia, pero era demasiado alta y delgada.
Si el traje se hubiera modificado para que pudiera llevarlo Miranda, Amanda no habría podido lucirlo en junio, y tal como estaba era perfecto para la menor. Así que madame Dupre, una conocida modista de Nueva York, había sido traída de la ciudad para que cosiera el traje de Miranda, el de Amanda como dama de honor y el trousseau.
El blanco puro no favorecía a Miranda, así que su traje era de terciopelo color marfil. El traje era de última moda, con mangas cortas bordeadas de encaje y una cintura justo debajo del pecho. El escote profundo y cuadrado estaba también ribeteado de encaje y la falda estaba rematada por una banda de cinco centímetros de plumas de cisne. Miranda lucía una hilera de perlas perfectamente regulares alrededor de su esbelto cuello.
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