Las verduras de por sí eran como un cuadro del cuerno de la abundancia. Junto a grandes cuencos de porcelana llenos de puré de calabacín regado con mantequilla fundida, había judías verdes con almendras, coliflores enteras, cebollas hervidas en leche, mantequilla y pimienta negra, y salsas. La receta de Dorothea para el puré de calabacín era la que había utilizado la cocinera, dado que era una favorita de la familia.
Había cinco fuentes hondas de porcelana a listas rojas y blancas con macarrones y queso de Chester rallado, otro de los platos preferidos de Miranda, así como patatas con salsa holandesa, puré de patata con mantequilla y suflé de pacatas, el secreto celosamente guardado de la cocinera.
Aunque era invierno, había enormes fuentes de ensalada de lechuga y pepino con una salsa suave deliciosamente perfumada y con el vinagre justo para que el paladar despertara.
El pastel de bodas… un pastel de fruta, ligero, cubierto de azúcar molido… llamaba la atención de todos. En el aparador, alrededor del pastel, había crema de pifia, buñuelos de manzana, tres tipos de pastel de queso y natillas. Los invitados se extasiaban ante los ligeros pasteles genoveses rellenos de crema de café y, pese a la reciente aparición de los pastelillos de carne dulce sobre la mesa del día de Acción de Gracias, éstos desaparecieron tan deprisa como el surtido de tartas de limón y frambuesa, los suflés y los pequeños tarros de chocolate que Miranda había preferido siempre y que no formaban oficialmente parte del menú. La cocinera había decidido que aquello era lo que Miranda necesitaba en aquel día de grandes cambios.
Incluso los invitados que no carecían de nada en sus casas estaban entusiasmados por la variedad de la comida y la elegante presentación de cada plato. Dorothea, algo más relajada ahora, los observaba divertida y con afecto, cogió por fin un plato para ella y lo llenó de pavo, suflé de calabacín, jamón, y más ensalada de la que solía comer. Había sido una semana interminable y deseaba sabor de primavera. En cierto modo, a Dorothea los pepinos siempre le recordaban la primavera.
Los refrescos líquidos eran igualmente abundantes, lo cual complacía especialmente a los caballeros. Había diversidad de vinos, tintos y blancos, cerveza, sidra, licor de manzana, ponche de ron, té y café. Se habían montado mesitas en el vestíbulo, en el salón, en la biblioteca y en el salón familiar. Los invitados, aferrando sus platos bien colmados, encontraban rápidamente asiento. Los novios estaban sentados ante una mesa de caballetes hecha con una plancha de roble delante de la chimenea. La mesa, de mediados del 1600, era una de las pocas piezas que quedaban de la primera mansión. También se sentaban con ellos Jonathan y su esposa, John Dunham y Elizabeth, Bess Dunham Cabot y su marido Henry, Amanda, Dorothea, Judith, Annette y Cornelius van Steen.
Miranda se recostó en su silla y miró divertida a los invitados. La enorme cantidad de comida que la cocinera de Wyndsong y sus ayudantes habían preparado con tanto esfuerzo iba desapareciendo rápidamente.
– ¿Cuándo crees que comieron por clima vez? -preguntó Jared solemnemente, y a Miranda se le escapó la risa-. Me gusta oírte reír, fierecilla. ¿Me atreveré a esperar que sea un día feliz para ti?
– No soy desgraciada.
– ¿Puedo traerte algo de comer? -preguntó, solícito-. He prometido mantenerte, y creo que eso incluye la comida.
Miranda le dirigió una sonrisa sincera y se le encogió el corazón.
– Gracias, mi señor. Algo ligero, por favor, y un poco de vino blanco.
Le trajo un plato con una loncha de pechuga de pavo, un poco de suflé de patata, judías verdes y puré de calabacín. En el plato de él había ostras, dos lonchas de jamón, judías verdes, macarrones y queso.
Dejó los platos sobre la mesa y pasó al comedor, de donde volvió con dos copas de vino: uno tinto y otro blanco.
Miranda comió en silencio y de pronto le dijo por lo bajo:-Ojalá se marcharan todos a sus casas. Sí tengo que volver a sonreír con dulzura a otra anciana o besar a otro caballero ligeramente piripi…
– Si partimos el pastel -le respondió-, y les echas tu ramo poco después, no tendrán más excusas para quedarse. Además, pronto oscurecerá y nuestros invitados querrán estar fuera del agua y a salvo en tierra firme.
– Tu lógica y tu sensatez me asombran, esposo -murmuró, ruborizada por haberse atrevido a utilizar esa palabra.
– Y yo deseo estar a solas contigo, esposa -respondió y el rubor de Miranda aumentó.
Cortaron el pastel con la ceremonia habitual y, mientras se ofrecía el postre a los invitados, una camarera pasó entre ellos con una bandeja de pequeños trozos de pastel metidos en cajitas para que las señoras se los llevaran de recuerdo y soñaran con el amor. Miranda dejó transcurrir un tiempo prudencial; luego subió parte de la escalera con gran alboroto y desde allí lanzó su ramo. Cayó directamente en las manos de Amanda.
Poco después, ella y Jared despidieron a sus invitados desde la puerta principal de Wyndsong House. Eran sólo las tres y medía de la tarde, pero ya el sol había empezado a desaparecer por el oeste, sobre Connecticut.
Entonces la casa quedó en silencio y ella miró a Jared con gran expresión de alivio.
– Ya te advertí que odio las grandes recepciones -musitó.
– Entonces, no daremos ninguna -le respondió él.
– Imagino que debería ocuparme del servicio.
– Hoy no es necesario. Ya tienen instrucciones.
– Debería dar a la cocinera el menú de la cena.
– Ya lo tiene.
– Entonces me reuniré con las señoras. Supongo que están en el salón familiar.
– Todo el mundo se ha ido, Miranda. Tu madre y tu hermana se fueron con tu abuela, tu tío y sus primas. Pasarán el resto del mes en Torwyck, con los Van Steen. Tu madre tenía muchas ganas de pasar una temporada con su hermano.
– ¿Estamos solos? -Miranda se apartó de él, nerviosa.
– Estamos solos. Es, según tengo entendido, el estado habitual para unos recién casados en su luna de miel.
– ¡Oh! -Su voz, de pronto, era apenas audible.
– ¡Ven! -Le tendió la mano.
– ¿Adonde?
Los ojos verde botella se posaron en la escalera.
– Pero si aún es de día -protestó ella, escandalizada.
– La caída de la tarde es un momento tan bueno como cualquier otro. No quiero regirme por el reloj cuando se trata de hacerte el amor, mi vida.
Dio un paso hacia Miranda y la joven retrocedió.
– ¡Pero no nos amamos! Cuando se concertó este matrimonio, yo traté de comprobar la idoneidad en asuntos íntimos. ¡No pareciste interesado! ¡Te reíste de mí y me trataste como a una niña! Así pues, deduje que este matrimonio sería sólo de nombre.
– ¿Qué diablos quieres decir? -gruñó Jared, quien se adelantó y la tomó en sus brazos. ¡Cielos, qué cálida carga! Por un momento hundió la cabeza en su escote y aspiró el dulce aroma. Ella se estremeció contra él y Jared, alzando la cabeza, murmuró con rabia-: ¡Ni por un minuto has creído en el fondo de tu corazón que nuestro matrimonio fuera sólo de palabra, Miranda! -Luego la tomó en sus brazos, subió la escalera y cruzó el rellano hasta su habitación. Abrió la puerta de un puntapié y dejó a Miranda firmemente en el suelo; le dio la vuelta y empezó a desabrocharle el traje.
– ¡Por favor! -murmuró-. ¡Por favor, así no!
Jared se detuvo y la oyó suspirar profundamente. Luego la abrazó y le dijo al oído con dulzura:
– Me empujas a la violencia, fierecilla. Llamaré a tu doncella para que te ayude, pero no esperaré mucho.
Miranda se quedó como clavada en el suelo y le oyó cerrar la puerta. Todavía sentía sus brazos rodeándola, brazos fuertes, brazos que no aceptaban negativas. Pensó en lo que Amanda le había contado acerca de hacer el amor y pensó en la terrible sensación que Jared le producía.
– ¿Señora? Señora, ¿puedo ayudarla?
Dio media vuelta, sorprendida.
– ¿Quién eres?
– Soy Sally Ann Browne, señora. El señor Jared me eligió para que fuera su doncella.
– No te había visto en Wyndsong antes.
– Oh, no, señora. Soy la nieta de la cocinera, de Connecticut.
– Sally Ann pasó por detrás de Miranda y empezó a desabrocharla-.Tengo dieciséis años, y llevo ya dos años trabajando. Mi antigua ama murió, pobrecilla, pero claro, tenía cerca de ochenta, años. Crucé el agua para visitar a mi abuela antes de buscar otro empleo, y he aquí que había un puesto vacante. -Le bajó el traje y ayudó a Miranda a salir de él-. Soy buena costurera y sé peinar mejor que nadie. Pese a su edad, mi vieja señora iba siempre a la última moda. Que Dios la tenga en Su Gloria.
– ¿Mi marido te contrató?
– Sí, señora. Me dijo que creía que sería usted más feliz teniendo su propia doncella, y una de edad parecida. Palabra que la vieja Jemima se disgustó mucho al principio, pero su hermana le dijo: ¿Y quién se ocupará de mí, Mima, si tú no estás?. Esto gustó tanto a Jemima que no volvió a pensar en el asunto. -Sally Ann trabajaba tan deprisa como hablaba y pronto, avergonzada, Miranda se encontró desnuda. La doncella le pasó un sencillo y delicioso camisón de seda blanca con un gran escote y mangas anchas y flotantes rematadas por encajes-.Ahora siéntese en su tocador y le cepillaré el cabello. Cielos, qué precioso color, es como oro plateado.
Miranda permaneció sentada en silencio mientras Sally Ann charlaba, y sus ojos verde mar se fijaron en la habitación. Las ventanas con sus asientos acolchados, esquinados, mirando al oeste. Las paredes estaban pintadas de oro pálido y las molduras del techo y maderas eran de color blanco marfil. Los muebles eran todos de caoba, y entre ellos destacaba la cama de estilo Sheraton con altas columnas talladas.
El dosel y las caídas eran de algodón francés de color crema estampado con pequeñas espigas verdes; se llamaba toile dejouy. Por un instante, Miranda no pudo apartar los ojos de la cama. ¡Nunca había visto nada tan grande! Con un gran esfuerzo de voluntad, apartó los ojos de aquella cama para fijarlos en el resto del mobiliario de la alcoba. Había candelabros a ambos lados de la cama, cada uno con su soporte de plata y sus matacandelas. Frente a la cama estaba la chimenea con su preciosa repisa georgiana y con la parte delantera recubierta de mosaicos pintados con ejemplares de la flora local. A la izquierda de la chimenea había un gran sillón de orejas tapizado de damasco color oro viejo. A la derecha, una mesita redonda de Filadelfia, de tres patas, de caoba de Santo Domingo con los tres pies tallados, y dos butacas también de caoba, de Nueva York, tapizadas de satén color crema con espigas verdes. Los cortinajes de las ventanas hacían juego con las caídas de la cama, y sobre el suelo había una rara y preciosa alfombra china en color blanco y oro.
– Ya está, señora. ¡Dios mío!, si yo tuviera semejante cabello sería una princesa.
Miranda miró a su doncella; en realidad es como si la viera por primera vez. Le sonrió. Sally Ann era una muchacha fuerte y torpona con un rostro bondadoso y una atractiva sonrisa. Tenía el cabello color zanahoria, los ojos oscuros. Estaba cubierta de pecas y en conjunto resultaba tan sosa como el algodón blanco.
– Gracias, Sally Ann, pero yo encuentro que mi cabello es de un color un poco raro.
– ¿Tan raro como la luz de la luna, señora?
Miranda se conmovió.
– Hay algo de poeta en ti.
– ¿Necesitará algo más, señora?
– No. Puedes retirarte, Sally Ann.
La puerta se cerró tras la doncella y Miranda se levantó del tocador para seguir explorando. A la izquierda de la chimenea había una puerta abierta; al echar un vistazo comprendió que aquello sería ahora su vestidor. Estaba recién amueblado con un armario de Newport y una cómoda panzuda. Se adelantó más y descubrió que el vestidor de Jared estaba a continuación del suyo, con un arca de cajones de Charleston. El cuarto olía a tabaco y a hombre, y huyó nerviosa hacia su alcoba, donde se sentó ame una de las ventanas. El cielo era de color fuego y morado, oro y melocotón por la puesta del sol, y la bahía estaba oscura y en calma. Los árboles, ahora sin hojas, resaltaban en relieve sobre el poniente.
Al oír que Jared entraba en la alcoba. Miranda permaneció inmóvil. El cruzó la estancia silenciosamente y se sentó a su lado, luego le pasó el brazo por la cintura y la atrajo hacia él. En silencio contemplaron cómo huía el día hacia el oeste y el cielo se llenaba de oscuridad, adquiriendo un color azul profundo, mientras el horizonte se perfilaba en oro oscuro y la estrella vespertina resplandecía. Los dedos de Jared hicieron que el camisón se deslizara del hombro y sus labios depositaron un beso en la piel sedosa. Miranda se estremeció y él murmuró:
– Oh, Miranda, no tengas miedo de mí, sólo quiero amarte.
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