– Oh, fierecilla -murmuró, conmovido por su impaciencia, acariciándola tiernamente en un esfuerzo por calmar su estado de gran excitación.

– Tómame, Jared-reclamó-. ¡Oh, Jared, estoy ardiendo!

No podía negarse. Asombrado por su pasión, penetró profundamente su cuerpo ansioso, gozando de su dulzura. Disfrutó en su estrecho pasaje, que ceñía su verga latente en un abrazo apasionado.

Después, en medio del fuego de la lujuria la oyó gritar. Miranda arqueó el cuerpo y, por un instante, sus ojos se encontraron. Jared vio en la profundidad verde mar de los de Miranda el despertar del conocimiento, antes de que ella cayera rendida por la fuerza del orgasmo.

Sin pasión, dejó su semen y se retiró de ella. Estaba estupefacto, asombrado por aquella mujer que yacía inmóvil, respirando apenas, sumida en la agonía delapetite morte. Una hora antes había sido una virgen temblorosa y ahora yacía inconsciente como resultado de su intenso deseo. Un deseo que aún no podría comprender del todo.

Volvió a tomarla en brazos, estrechándola, calentando aquel frágil cuerpo con el suyo. Era muy joven, inexperta en la pasión, pero cuando despertara sería en la tierna seguridad de su amor.

Miranda gimió dulcemente y él apartó un mechón de cabellos de su frente. Los ojos verde mar se abrieron y, con el recuerdo de su pasión reciente, se ruborizó. Jared sonrió para tranquilizarla.

– Miranda, mi dulce y apasionada mujercita, aquí me tienes a tus pies, lleno de admiración.

– No te burles de mí -protestó, ocultando su rostro ardiente en su pecho.

– No lo hago, amor.

– ¿Qué me ha ocurrido?

– Lapetite morte.

– ¿La muerte pequeña? Sí, fue como si muriera. Pero la primera vez no me ocurrió.

– No suele ocurrir, amor. Estabas… estabas sobreexcitada por el deseo. Estoy impresionado contigo.

– ¡Te burlas de mí!

– ¡Oh, no! -se apresuró a tranquilizarla-. Estoy simplemente asombrado por tu reacción de esta noche.

– ¿Ha estado mal?

– No, Miranda, mi amor, ha estado muy bien. -La besó en la frente-. Ahora quiero que duermas. Cuando despiertes tomaremos una cena tardía y después, quizá, nos dedicaremos a refinar tu maravilloso talento natural.

– Creo que eres muy malo -murmuró tiernamente.

– Y yo creo que eres deliciosa -respondió, dejándola sobre las almohadas y cubriéndola con las sábanas.

Se quedó dormida casi inmediatamente, como él suponía que sucedería. Se tendió a su lado y no tardó en acompañarla.

No hubo cena tardía para ellos, porque Miranda durmió toda la noche de un tirón y Jared, sorprendido, también. Despertó cuando la grisácea luz del alba iluminó la alcoba. Permaneció quieto un momento, luego se dio cuenta de que ella había desaparecido. Su oído percibió rumores en el vestidor. Se desperezó, saltó de la cama y descalzo se dirigió a su propio vestidor.

– Buenos días, mujer -gritó alegremente mientras llenaba de agua la palangana de su lavabo.

– B… buenos días.

– ¡Maldición! ¡Este agua está helada! Miranda,… -Cruzó la puerta de comunicación.

– ¡No entres! -exclamó-. ¡No estoy vestida!

Pero él abrió la puerta y entró. La joven se cubrió con una toalla pequeña de lino, pero él se la arrancó.

– ¡No va a haber falsa modestia entre nosotros, señora mía! Tu cuerpo es exquisito y yo me complazco con él. ¡Eres mi mujer!

Miranda no dijo nada, pero sus ojos se desorbitaron al verlo. Jared bajó los ojos a su erección y masculló en voz baja:

– Maldita sea, fierecilla, desde luego, hay que ver el efecto que produces sobre mí.

– ¡No me toques!

– ¿Y por qué no, esposa?

– ¡Porque es de día!

– ¡En efecto! -Dio un paso hacia Miranda que, gritando, saltó a toda prisa del vestidor. Se encogió de hombros, recogió su jarra de agua caliente y, silbando, se la llevó a su vestidor, donde vertió el contenido en su palangana. Se lavó, y luego, con fingida indiferencia, volvió a la alcoba donde ella trataba frenéticamente de vestirse. Se colocó detrás de Miranda, la sujetó con brazo de hierro y, con dedos atrevidos, le desabrochó la blusa y le acarició el pecho.

– ¡Ohhh!

La blusa cayó, al igual que los pantalones de montar y los pantaloncitos de batista y encaje. La volvió hacia sí, pero ella empezó a golpearle el pecho.

– ¡Eres un monstruo! ¡Una bestia! ¡Un animal!

– ¡Soy un hombre, señora mía! Tu marido. Deseo hacer el amor contigo, y te aseguro que lo haré.

Su boca se posó, salvaje, sobre la de Miranda, forzando los labios a separarse, acariciándola con la lengua, vertiendo el dulce fuego que recorría sus venas. Elia siguió golpeándole, pero la ignoró como si se tratara de un insecto y la llevó a la cama. Su cuerpo se tendió junto al de ella y Miranda se encontró prisionera de su abrazo.

Ahora la boca de Jared se volvió tierna y apasionada, buscando su dulzura hasta que la oyó gemir. Movió las manos libremente y las deslizó por debajo de ella, acariciando su larga espalda, abarcando sus nalgas, atrayéndola hacia sí en un abrazo tan tórrido que Miranda sintió como si su cuerpo fuera abrasado por el de su marido.

Separó la cabeza, se ahogaba, y mientras estaba distraída, Jared fue bajando y sus labios le recorrieron el vientre. De pronto lanzó la lengua en busca del interior de sus muslos.

– Jared! ¡Jared! -murmuró tirando del oscuro cabello.

El se estremeció.

– Está bien, mi amor -aceptó de mala gana-, pero, maldita sea, me gustas tanto… Un día dejaré de hacerte caso y entonces vas a desearlo tanto como yo. -Se incorporó y montándola rápidamente, la tomó con un cuidado y una ternura que lo asombraron-. Ven conmigo, mi amor -le murmuró, moviéndose despacio y sintiendo la tormenta que iba creciendo dentro de ella. En el momento en que ella coronó la punta de su palpitante verga con la humedad del amor, él entregó su ardiente tributo.

Miranda se sintió vacía, pero llena; machacada, pero amada; débil, pero fuerte. Una gran calma la inundó y lo abrazó.

– Sigues siendo una bestia -murmuró débilmente a su oído.

– Te he amado bien, señora mía -sonrió al responder-, a plena luz del día, y la casa no se ha caído.

– ¡Villano! -se retorció para desasirse-. ¿Acaso no tienes vergüenza?

– Ninguna, fierecilla. ¡Nada de nada! -Cambió de postura para contemplarla-. ¡Tengo hambre!

– ¿Cómo? ¡Eres insaciable!

– Hambre de desayuno, mi amor, aunque lamento decepcionarte.

– ¡Ohhh! -Se sonrojó.

– Pero en cuanto termine, estoy a tu disposición -prometió, bajando de la cama y riendo ante su expresión indignada-. Diré a la cocinera que te prepare una bandeja, porque necesitas todo el descanso que puedas conseguir, Miranda. Me propongo sacar el máximo partido de nuestro tiempo solos antes del regreso de tu madre y Amanda.

Lo vio desaparecer en su vestidor. Tumbada entre la ropa revuelta, se sintió extrañamente relajada. Era un pillo, pensó, pero, vaya… Y una sonrisita alzó su boca machacada de besos… Estaba descubriendo que sentía una debilidad por los pillos. Aunque no pensaba confesárselo, ¡por lo menos de momento!

5

Cada día de su luna de miel era mejor de lo que había sido el anterior. Miranda, en un principio nerviosa como un potrillo, empezaba a calmarse algo a medida que se iba acostumbrado a la presencia de Jared en Wyndsong, en su alcoba y en su vida.

El día de Navidad, Jared despertó encontrándosela apoyada en un codo, contemplándole a la escasa luz de aquella mañana de invierno.

La miró con ojos entornados, simulando dormir. Estaba preciosa con su camisón de seda azul pálido, de largas mangas y modestamente abrochado hasta la barbilla.

Su cabello oro pálido estaba suelto después del dulce combate de la noche anterior, aunque cuando se acostó lo llevaba recogido en dos largas trenzas. Ignoraba por qué la visión de aquellas trenzas le había excitado, pero lo hicieron. Las había soltado dejando que su magnífica cabellera color platino se deslizara entre sus dedos, excitándose con las suaves y perfumadas trenzas y Miranda se rió de él. Y la había poseído de golpe, allí y entonces, y ella había seguido riendo, una risa de mujer, tierna y seductora, hasta que por fin había entregado su cuerpo. Jared sintió que esta vez ella no le había entregado nada más. Miranda maduraba.

Continuó tumbado tranquilo y ella alargó la mano para acariciarle. En sus ojos verde mar descubrió perplejidad y ternura, y asombrado pensó: «!Se está enamorando de mí!" Las mujeres empalagosas siempre le habían fastidiado, pero deseaba que ésta lo fuera un poco. No quería una desvalida, pero la quería toda ella. Alargando la mano la acarició a su vez.

– Oh! -se ruborizó sintiéndose culpable

– ¿Cuánto tiempo llevas despierto?

– Ahora mismo -mintió-. Feliz Navidad, Miranda.

– Feliz Navidad también a ti -saltó de la cama y corrió a su vestidor regresando un instante después con un paquete envuelto en alegres colores-. ¡Para ti, Jared!

Se incorporó y aceptó el regalo. Lo desenvolvió y sacó un precioso chaleco de raso color arena bordado de florecitas de oro y hojas verdes. Los botones eran de malaquita verde. También había varios pares de gruesos calcetines de lana. Supo por la ansiosa mirada en su rostro que ella había hecho ambas cosas. Cuidadosamente levantó el chaleco de su nido de papel de seda y lo examinó. Estaba maravillosamente hecho y se sintió profundamente emocionado.

– Pero, señora mía, es maravilloso. Te felicito por el trabajo. Desde luego me llevaré este magnífica prenda a Londres la próxima primavera y seré la envidia de todos los socios de White's.

– ¿De verdad te gusta? -¡Dios mío, parecía boba!-. Confío en que los calcetines merezcan también tu aprobación -terminó gravemente.

– Por supuesto que sí. Me siento halagado de que te molestaras preparándome estos regalos -la atrajo hacia sí-. Dame un beso navideño, mi amor.

Le besó ligeramente y a continuación preguntó:

– ¿Y no hay nada para mí?

Jared se rió.

– ¡Miranda! ¡Miranda! Precisamente cuando empiezo a creer que estás madurando, te me vuelves como una niña. -Pareció confusa y él continuó-: Sí, gata laminera, tengo algo para ti. Ve a mi vestidor y encontrarás dos cajas en el cajón de abajo del arcón. Tráelas para que pueda entregártelas como es debido.

Estuvo de vuelta al instante con las cajas y se las entregó. Una era grande, la otra pequeña. Las puso ante él sobre la cama y Miranda las contempló. La caja grande llevaba el nombre de una tienda de París, y la pequeña la etiqueta de un joyero de Londres.

– Bien, Miranda, ¿cuál quieres primero?

– La pequeña debe de ser más valiosa -respondió, y él se la tendió riendo-. ¡Oh! -exclamó encantada al abrir la caja. Sobre el raso blanco descansaba un gran broche de camafeo que representaba una cabeza de color cremoso y los hombros de una doncella griega con los rizos peinados hacia arriba, retenidos por cintas, sobre un fondo de tono coral. La doncella llevaba alrededor del cuello una exquisita cadena de oro de la que pendía un diamante perfecto. Era una pieza rara y Miranda comprendió que le había costado una fortuna. La sacó del estuche y suspiró complacida-. Es lo más hermoso que jamás he poseído -declaró, mientras se la prendía en el camisón.

– La vi el año pasado en Londres y la mandé pedir en cuanto nos conocimos. Al joyero se le indicó que hiciera otra si había vendido el original. No estaba seguro de que llegara a tiempo por Navidad, pero los hados han debido de oír mis ruegos. Abre la otra, cariño.

– Aún no te he dado las gracias, mi señor.

– Las palabras no son necesarias, Miranda. Veo el agradecimiento en tus bellos ojos. Ahora, abre la caja de madame Demse.

De nuevo su preciosa boca dibujó una O de alegría al levantar la prenda de la caja.

– Dime, ¿viste también esto en París la última vez que estuviste allí? -Se levantó y sostuvo la exquisita bata de seda color lima y encaje circasiano contra su esbelto cuerpo.

Los ojos verde oscuro de Jared brillaban divertidos.

– Con anterioridad ya había comprado prendas parecidas a madame Denise. Para Bess y Charity, naturalmente -añadió con picardía.

Miranda alzó la ceja en señal de incredulidad.

– Creo que la abuela Van Steen tiene razón acerca de ti, Jared.¡Eres un pícaro!


Llegó el nuevo año 1812 y con él fuertes tormentas invernales. Un barco costero de Nueva York trajo una carta de Torwyck diciendo que Dorothea y Amanda estaban sitiadas por la nieve y que ni siquiera intentarían regresar antes de la primavera, cuando tanto el río como el estrecho de Long Island estarían libres de hielo.

El mundo que los rodeaba estaba blanco y silencioso, algunos días iluminado por el sol y con el cielo tan azul que casi daba la sensación de que era verano. Otros días eran grises y soplaba el viento. El bosque estaba oscuro y tranquilo excepto por los pinos de hoja perenne, que gemían y suspiraban su soledad alrededor de Long Pond al extremo oeste de la isla. Los marjales salados estaban helados en las oscuras mañanas de febrero con una piel de hielo, y la pureza de los prados solamente rota por ocasionales huellas de zarpas. En las cuatro lagunas de agua dulce las ocas canadienses, los cisnes y patos salvajes… ánades reales, patos de flojel y otros tipos… pasaban los inviernos en una paz relativa. En los establos de la mansión los caballos y el ganado llevaban una vida aburrida, soñando en los soleados y tibios prados del verano, rota la helada monotonía por los piensos diarios y la amistosa compañía de varios gatos de corral. Incluso las aves permanecían mayormente en el interior.