Al principio Miranda encontraba extraño verse separada de su familia. Nunca había estado lejos de ellos en toda su vida y ahora incluso Wyndsong empezaba también a parecerle diferente. En el primer momento le había costado creer que era ella y no su madre, la dueña de la casa. Se había reconciliado con la idea de que Jared era el señor de la mansión, pero le costaba más aceptar su propio lugar en ella. Bajo su suave dirección, empezó a tomar las riendas de la autoridad que le correspondía como dueña y señora.

Llegó marzo y con él el deshielo. Parecía que eran una isla de barro en un mar de azul brillante. De pronto, a finales de mes, apareció una pequeña bandada de petirrojos, las colinas se salpicaron de narcisos amarillos y la tierra reverdeció. La primavera había llegado a Wyndsong. El ganado abandonó alegremente el refugio de los establos. Los potrillos y los terneros estaban asombrados pero pronto empezaron a corretear por los prados bajo la mirada tierna de sus orgullosos padres.

Miranda celebró su decimoctavo cumpleaños el 7 de abril de 1812. Su madre y su hermana habían llegado a casa el día anterior en el yate de Wyndsong, el Sprite. Las gemelas celebraban siempre juntas sus cumpleaños, incluso el año que Amanda había tenido el sarampión y la vez que Miranda se había cubierto de viruelas. A la sazón, era su padre quien se sentaba a la cabecera de la mesa y las gemelas a uno y otro lado. Esta noche Jared se sentó a la cabecera y Miranda al otro extremo, luciendo el regalo de cumpleaños de su marido: un collar de esmeraldas.

El amo de Wyndsong estaba sentado en silencio, divertido por el incesante parloteo de las tres damas que ya habían pasado el día intercambiando las noticias de los cuatro meses pasados. Miranda, según su mamá, se había perdido un maravilloso invierno en Torwyck.

– He pasado un maravilloso invierno aquí -declaró Miranda-Realmente es mucho mejor, mamá, pasar la luna de miel con el marido.

Amanda rió por lo bajo pero Dorothea pareció escandalizada.

– De verdad. Miranda, no puedo imaginar que Jared apruebe tu descaro.

– Por e! contrario, Doro, me parece muy bien.

Miranda se ruborizó, pero sus labios se estremecieron de alegría contenida. Desde su regreso a casa, Dorothea había intentado devolver a Miranda a su papel de hija, minando así, involuntariamente, la posición de Miranda como señora de Wyndsong. La observación de Jared la molestó. Amanda, cuyos ojos color de nomeolvides resplandecían de satisfacción, seguramente estaba de acuerdo con ellos, y hacía que Dorothea se sintiera vieja, cosa que en realidad no era. En aquel momento Dorothea decidió que era la hora de sus noticias.

– Bien -suspiró y sus manitas, deliciosas y gordezuelas, juguetearon en la inmaculada servilleta-. No me quedaré por mucho tiempo en Wyndsong, queridos míos. Una suegra es siempre bienvenida si sus visitas son de corta duración.

– Siempre eres bien venida aquí, Doro. Ya lo sabes.

– Gracias, Jared. Pero me casé muy joven con Tom y sigo siendo joven, aunque viuda. Este invierno, en casa de mi hermano he tenido la oportunidad de pasar mucho tiempo con un viejo amigo de la familia, Pieter van Notelman. Es viudo con cinco hijos preciosos, de los que solamente la mayor está casada. Justo antes de regresar a Wyndsong me hizo el honor de pedirme que fuera su esposa. Y lo he aceptado.

– ¡Mamá! -exclamaron a coro las gemelas.

Dorothea parecía encantada por la reacción de sus hijas.

– Felicidades -dijo Jared gravemente. Había estado dispuesto a ofrecer a su suegra un hogar permanente hasta que descubrió su efecto en Miranda. Dorothea no podía vivir cómodamente en Wyndsong ahora que su hija era la nueva señora. Así todo quedaba solventado.

– No recuerdo a Pieter van Notelman, mamá -comentó Miranda.

– Es el dueño de Highlands, tú y Amanda estuvisteis allí hace cuatro años, en una fiesta.

– Oh, sí. Aquella gran casa junto al lago, arriba en las montañas Shawgunk, detrás de Torwyck. Me parece recordar que uno de los hijos era como una gran rana y trataba siempre de acorralarnos a Mandy y a mí en los rincones oscuros para besarnos.

Amanda continuó la historia.

– Consiguió plantarme un beso mojado y yo grité, y Miranda llegó volando a salvarme. Le dejó un ojo amoratado. El muchacho pasó el resto de la fiesta explicando a la gente que había tropezado con una puerta.

Jared se rió.

– Creo, paloma, que un beso tuyo lo vale. Lord Swynford es un hombre afortunado.

Dorothea volvió a alzar la voz.

– Lamento enterarme incluso ahora de tan desgraciado incidente-reconvino a sus hijas-. El joven de quien habláis murió en un accidente de barco en el lago, hace tres años. La primera mujer de Pieter murió de melancolía debido a la desaparición de su hijo. El chico era el único varón.

– Y de las cinco chicas restantes, resulta difícil decir cuál es la más fea -declaró Amanda con picardía.

– Amanda, esto es falta de caridad -protestó Dorothea.

– ¿No nos has enseñado a decir siempre la verdad, mamá? -respondió Amanda con inocencia, mientras Jared y Miranda se reían.

– ¿Cuándo se celebrará tu boda, mamá? -preguntó Miranda, que no quería disgustar a su madre.

– A finales de verano, cuando volvamos de Londres. Yo no estaba dispuesta a casarme con Pieter hasta que Amanda estuviera a salvo con Adrián.

Jared respiró hondo. No había querido tocar el tema esta noche, pero ahora no podía evitarlo.

– Amanda no podrá ir a Londres. Bueno, no podréis ir ninguna de vosotras. Al menos de momento. Después de la declaración del presidente Madison en contra de negociar con Inglaterra, no habrá barcos que zarpen hacia Londres. Los franceses siguen apoderándose de los navíos americanos. Es demasiado peligroso. Hoy he recibido los periódicos de Nueva York y nuestro embajador en Inglaterra ha vuelto a casa. Ahora es de todo punto imposible que vayamos a Londres.

– ¿Imposible? -gritó Miranda, con los ojos echando chispas-.¡Señor mío, no estamos hablando de un viajecito de placer! Amanda debe estar en Londres el veintiocho de junio para su boda.

– ¡Es imposible, fierecilla! -le respondió tajante, tanto, que Amanda se echó a llorar. Jared la miró compasivo-. ¡Paloma, lo siento!

– ¿Que lo sientes? -exclamó Miranda-. ¿Estás destruyendo deliberadamente la vida de mi hermana y dices que lo sientes? ¡La iglesia está reservada desde hace un año! ¡Su vestido espera la última prueba en casa de madame Charpentier!

– Si la ama Adrián esperará. De lo contrario, es mejor que la boda se cancele definitivamente.

– ¡Ohhh! -gimió Amanda.

– Adrián esperaría -apuntó Amanda-, pero su madre no. Estaba furiosa por el compromiso con una colonia americana, como insiste en llamarnos. Adrián adora a Amanda y es perfecto para ella, pero lady Swynford se muestra obstinada. Si Amanda retrasa la boda, lady Swynford lo tomará como pretexto para separarlos definitivamente. Adrián se encontrará casado con cualquier mema más aceptable desde el punto de vista de su madre.

Amanda sollozaba desesperada.

– La guerra puede estallar de un momento a otro entre Inglaterra y América -anunció Jared.

– Razón de más para que Amanda llegue a tiempo a Londres. La guerra no tiene nada que ver con nosotras. Si los estúpidos gobiernos de Inglaterra y América desean pelear, allá ellos. Pero Amanda y Adrián se casarán felizmente.

– No hay barcos -replicó Jared, irritado.

– ¡Tú tienes barcos! ¿Por qué no podemos zarpar en uno de ellos? -insistió.

– ¡Porque no deseo perder un barco valioso y poner en peligro una tripulación, ni siquiera por ti, amada esposa!

– ¡Iremos!

– ¡No! -tronó Jared.

– ¡Miranda! ¡Jared! ¡Basta ya!-intervino Dorothea.

– ¡Madre, cállate! -rugió Miranda.

– ¡Maldita sea, callaos todas! Quiero paz en mi propia casa -gritó Jared.

– No habrá paz en ninguna parte de esta casa, Jared Dunham, a menos que nos lleves a Londres para junio -terció Miranda.

– Señora, ¿es una amenaza?

– ¿Acaso no está claro? -respondió con falsa dulzura.

Con un sollozo final, Amanda abandonó la mesa. Miranda, tras dirigir una mirada furiosa a su marido, siguió a su hermana.

– Supongo que debemos dejar el pastel para otra ocasión -observó Dorothea gravemente, y cuando Jared se echó a reír lo miró desconcertada. Aquél no era el Wyndsong al que estaba acostumbrada.

En la habitación de Amanda, su gemela la consoló.

– No te preocupes, Mandy, irás a casarte con Adrián. Te lo prometo.

– ¿Cómo? ¡Ya has oído lo que Jared ha dicho: no hay barcos!

– Hay barcos, hermanita. Solamente tenemos que encontrarlos.

– Jared no nos dejará.

– Jared debe ir a Plymouth. Ha retrasado el viaje por nuestro cumpleaños, pero dentro de unos días estará fuera. Cuando vuelva, ya nos habremos ido. Te casarás en St. George, en Hannover Square, el veintiocho de junio, tal como estaba previsto. Te lo prometo.

– Nunca me has hecho una promesa que no cumplieras, Miranda. Pero me temo que esta vez no podrás mantenerla.

– Ten fe, hermanita. Jared cree que me he vuelto una gatita mansa, pero no tardaré en demostrarle lo equivocado que está.

Miranda inició una sonrisa curiosamente picara y seductora.

– Sólo tenemos el dinero que él que nos da -observó Amanda.

– Olvidas que hoy la mitad de la fortuna de papá pasa a ser mía y puedo hacer con ella lo que quiera. Heredaré el resto cuando cumpla veinte años. Soy una mujer rica y las mujeres ricas consiguen siempre lo que se proponen.

– ¿Y si Jared tiene razón y estalla la guerra entre Inglaterra y América?

– ¿Guerra? ¡Bobadas! Además, si no llegamos a Inglaterra, perderás a Adrián con toda seguridad. Jared está penándose como un viejo amedrentado.

Llamaron a la puerta y apareció la cara redonda de Jemima.

– El amo Jared les pide que bajen las dos a tomar el postre y el café en el salón principal.

– Ahora mismo bajamos, Mima -asintió Miranda, cerrando la puerta con firmeza-. Finge estar desesperada, aunque resignada a la voluntad de Jared, Mandy. Sígueme en todo. Ambas hermanas bajaron al salón principal de la casa donde su madre y Jared esperaban. Miranda se sentó majestuosamente ante la mesita que sostenía el postre y empezó a cortar el pastel.

– Mamá, ¿querrás servir tú el café?

– Por supuesto, cariño.

Jared miró a su mujer con suspicacia.

– No puedo creer que te hayas resignado tan pronto a mis deseos, Miranda.

– No estoy resignada. Opino que te equivocas y pienso que estás destrozando la felicidad de Amanda. Pero ¿qué puedo hacer si no quieres llevarnos a Inglaterra?

– Me tranquiliza pensar que has madurado lo suficiente para aceptar mi decisión.

– Por favor, reconsidérala -dijo, a media voz.

– Mi amor, la gravedad del tiempo en que vivimos y no mi propia voluntad me ha hecho decidir. Voy a ir a Plymouth mañana, pero cuando regrese dentro de unos diez días, si la situación se ha calmado, zarparemos inmediatamente para Inglaterra. Si la guerra sigue pareciendo inminente, escribiré yo mismo a lord Swynford en nombre de Amanda.


El yate de la familia Dunham apenas había salido de Little North Bay, a la mañana siguiente, cuando Miranda galopaba ya a través de la isla hacia Pineneck Cove, donde mantenía fondeada su propia chalupa. Dejó que el caballo pastara en Long Pond, cruzó la bahía en dirección a Oysterpond, amarró su barca en el muelle del pueblo y se dirigió hacia la taberna local. Pese a su vestimenta de muchacho, saltaba a la vista que se trataba de una mujer y las aldeanas la recibieron con cierto desagrado. Entró en El ancla y el arado con gran consternación del tabernero, que se precipitó hacia ella desde su mostrador.

– ¡Oiga, señorita, no puede entrar aquí!

– ¿De veras, Eli Latham? ¿Por qué no?

– ¡Santo Cielo, si es la señorita Miranda! Es decir, la señora Dunham. Pase hacia el comedor, señora. No está bien que la vean en la taberna -dijo el hombre, nervioso.

Miranda lo siguió hasta el comedor soleado, con sus mesas de roble y los bancos. Las estanterías estaban repletas de jarras de estaño bruñidas y había jarrones azules de narcisos a cada extremo de la repisa de roble tallado de las chimenea. Los Latharn alimentaban a los viajeros que cruzaban el agua hacia y desde Nueva Inglaterra.

Miranda y los Latham se sentaron ante una mesa de la estancia vacía y, después de rehusar una invitación a sidra. Miranda preguntó:

– ¿ Qué barco inglés está ahora mismo fondeado, oculto en la costa, Eli?

– ¿Cómo? -Su rostro plácido la miró con inocencia.

– Maldita sea, hombre. ¡No soy ningún agente! No me digas que tus latas de té, café y cacao no tienen fin, porque no me engañas. Los barcos ingleses y americanos que burlan el bloqueo fondean en la costa, pese a todo. Yo necesito un barco inglés de confianza.