– ¿Por qué? -preguntó Eli Latham.
– La boda de Amanda está anunciada para el veintiocho de junio, en Londres. ¡Debido al maldito bloqueo, mi marido dice que no podemos ir, pero tenemos que hacerlo!
– No sé, señorita Miranda, si su marido se opone…
– ¡Eli, por favor! Es por Amanda. Está desesperada y temo que se consuma de dolor si no puedo llevarla a Inglaterra. Cielos, hombre, ¿qué nos importa a nosotros la política?
– Bueno, hay un barco que seguramente las llevaría sanas y salvas. Pertenece a un lord importante, así que supongo que es de confianza.
– ¿Su nombre?
– Espere, señorita Miranda. No puedo darle su nombre antes de averiguar si está dispuesto a llevar pasajeras -protestó Eli, mirando a su mujer.
– Bien, entonces que se ponga en contacto conmigo en Wyndsong.
– ¿En la mansión?
– Naturalmente, Eli. -Luego se echó a reír, al comprender su preocupación-. Mi marido ha zarpado hoy hacia Plymouth y no volverá hasta dentro de diez días.
Con todo, el posadero remoloneó.
– No sé si está bien lo que hacemos, señorita Miranda.
– ¡Por favor, Eli! Que no se trata de ningún capricho. Es por Amanda. Yo preferiría no volver a ver Londres, es un lugar sucio y ruidoso. Pero a mi hermana se le partirá el corazón y morirá si no puede casarse con Adrián Swynford.
– ¡Ponte en contacto con el inglés, Eli! No quiero tener el dolor de la pequeña sobre mi conciencia -suplicó Rachel-. Buenos días, señorita Miranda.
– Buenos días, Rachel y gracias por apoyar nuestra decisión.
– ¿Está al corriente su madre de estos proyectos?
– Lo estará. Viene con nosotras. No podemos irnos sin ella.
– No le gustará. Tengo entendido que se propone casarse otra vez.
– ¿Cómo diablos se ha…? ¡Ah, claro, Jemima!
– Verá, es mi hermana y vive con nosotros cuando no está en la isla. Vuélvase a casa ahora, señorita Miranda. Eli se pondrá en contacto con el barco que pensamos y el capitán irá a visitarla.
– No dispongo de mucho tiempo, Rachel. Preferiría llevar fuera una semana cuando volviera mi marido.
– Las seguirá. Nunca he visto a un hombre tan enamorado de una mujer como lo está de usted.
– ¿Jared? -exclamó Miranda, sorprendida.
– Cielos, ¿acaso no le ha dicho que la ama?
– No.
– ¿Le ha dicho usted alguna vez que le quiere?
– No.
Rachel Latham rió de buena gana.
– Salta a la vista que está enamorada de su marido y él de usted, y ambos probablemente se empeñan en no confesárselo. ¿Es que su frívola madre no les ha dicho nunca que la sinceridad es la primera condición de todo buen matrimonio? Cuando su marido la alcance, muchacha, dígale que le quiere y le garantizo que se salvará de los azotes que habrá estado pensando darle. -La mujer abrazó a Miranda y añadió-: Vuelva corriendo a casa, niña, Eli la ayudará a organizarlo todo.
Miranda volvió en su barquita a Wyndsong y la dejó en su amarre de Pineneck Cove. Encontró a su caballo pastando tranquilamente donde lo había dejado. Lo montó y regresó despacio, pensando en lo que Rachel Latham le había dicho. ¿Jared enamorado de ella? ¿Cómo podía ser? Nunca se lo había dicho y siempre la criticaba o se burlaba de ella. ¡No creía que esto fuera amor! En cuanto a la suposición de Rachel de que ella estaba enamorada de Jared, era una idiotez. Le parecía un hombre arrogante y testarudo, y aunque no lo odiaba, ella… ella… Miranda detuvo su caballo, confusa. Si no lo odiaba, ¿qué sentía entonces por él? Se dio cuenta de que ya no entendía nada. Fastidiada consigo misma, espoleó a Sea Breeze para que galopara y corrió a casa para darle la noticia a Amanda.
– ¿Quién es el capitán? -fue lo primero que preguntó.
– Los Latham no han querido decírmelo, pero creen que es de fiar.
– ¿Y si se equivocan? Podría apoderarse de nosotras y vendernos como esclavas. He oído decir que hay plantaciones en las Indias Occidentales donde crían esclavos blancos y andan siempre buscando mujeres guapas para… para utilizarlas.
– ¡Santo Dios, Amanda! ¿Quién ha podido contarte semejante cosa?
– Suzanne, naturalmente. Una joven de la aldea donde tienen su casa de campo fue acusada de robar el caballo del señor. En realidad no lo había robado, sólo se lo llevó por capricho, pero el señor mantuvo la acusación y la sentenciaron a ser vendida como esclava en las Indias Occidentales. Cuando por fin pudo hacer llegar una carta a su familia, dos años después, les dijo que la habían obligado a aparearse con esclavos blancos para producir otros esclavos para el amo. Ya tenía un hijo y estaba esperando otro.
Miranda se estremeció.
– Es repugnante. Me asombra que Suzanne repitiera semejante historia. Estoy segura de que no es verdad. Además, el capitán que Eli ha elegido es un aristócrata inglés. Tal vez incluso conozca a Adrián.
– ¿Ya se lo has dicho a mamá?
– No, y no se lo diré hasta que todo esté organizado.
Estaban cenando aquella noche cuando apareció Jemima con el ceño fruncido y anunció con voz seca y disgustada:
– Hay un hombre que viene a verla. Le he hecho pasar al salón de delante.
– Que no nos molesten -ordenó Miranda, quien se levantó de la mesa apresuradamente. Se alisó el cabello al salir y se sacudió unas migas de su traje color zafiro. Apoyó decidida la mano en el pomo de la puerta del salón y entró sin vacilar.
Un hombre de estatura media, de cabello rubio, peinado sorprendentemente a la última moda de Londres, esperaba junto a la chimenea. Se volvió y se le acercó sonriendo, y ella se fijó en lo perfectos y blancos que eran sus dientes. Parecía tener alrededor de los treinta años y sus ojos de un azul oscuro estaban llenos de humor.
– Señora Dunham, soy Christopher Edmund, capitán del Seahorse, de Londres. Se me ha dado a entender que puedo serle de utilidad. -Sus ojos oscuros captaron inmediatamente su juventud y su insólita belleza, así como el costoso traje con encaje color crema en el escote y en los puños de las largas y ceñidas mangas. El camafeo que llevaba al cuello era magnífico, obra de un artista.
– ¿Cómo está, capitán Edmund? -Miranda le tendió la mano, que él besó con suma corrección, y le señaló una butaca-. Siéntese, por favor. ¿Puedo ofrecerle una copa?
– Gracias, sí, señora.
Miranda se acercó despacio a la mesita que sostenía copas y botellas y sirvió el líquido ambarino en una copa de cristal Waterford y se la entregó. El capitán lo olió y sus ojos reflejaron apreciación. Miranda sonrió. Edmund se llevó el líquido a los labios, lo probó y dijo a continuación:
– Bien, señora, ¿en qué puedo serle útil? -hablaba como un inglés de clase alta.
Más tranquila, Miranda se sentó frente a él en una butaca también tapizada de brocado color crema.
– Necesito inmediatamente pasaje a Inglaterra para mí, mi hermana y mi madre.
– Mi barco no es de pasaje, señora.
– Debemos llegar a Inglaterra.
– ¿Por qué?
– No tengo la costumbre de discutir mis asuntos personales con un desconocido. Bástele saber que le pagaré el doble de lo habitual y además le proporcionaré nuestras provisiones y agua.
– Y yo no tengo por costumbre tomar a una mujer hermosa a bordo de mi barco sin ninguna información. Repito, señora, ¿por qué?
Miranda le dirigió una mirada furibunda y él casi se echó a reír porque se dio cuenta de los esfuerzos que hacía por conservar la calma. Le gustaba su carácter. Suspirando, la joven confesó:
– Mi hermana tiene que casarse el veintiocho de junio con Adrián, lord Swynford. Debido a este estúpido bloqueo no podemos ir a Inglaterra, y si no vamos…
– Ese dragón de viuda utilizará la circunstancia como excusa para casar al joven Adrián con otra heredera.
– ¿Cómo lo sabe? -Poco a poco fue comprendiendo-. ¡Christopher Edmund! Dígame, señor, ¿es usted por casualidad pariente de Darius Edmund, el duque de Whitley?
– Soy su hermano, señora. El segundón. Hay otros dos detrás de mí. Seguro que conoce esa tontería que se dice de nosotros: «Uno para duque, otro para el mar, el tercero en el ejército, y el último a la Iglesia.»
– Lo he oído -se rió-, pero no llegué a conocer a su hermano mayor. Era uno de los pretendientes de Amanda, la temporada pasada. Pero naturalmente, no hubo nadie como Adrián desde el momento en que se conocieron.
– Mi hermano estaba muy entristecido, lo sé, pero su hermana estará mucho mejor con el joven Swynford.
– ¡Qué desleal es usted, señor! -se burló Miranda.
– En absoluto. Darius tiene diez años más que yo y es un viudo de costumbres excéntricas. De haber sido más atractivo, estoy seguro de que su hermana hubiera preferido ser duquesa antes que una simple lady.
– Mi hermana se casa por amor.
– Qué deliciosamente inesperado, señora. ¿Y usted también se casó por amor?
– ¿Necesita esta información para obtener nuestro pasaje, capitán?
– Touché, señora -rió-. Bien, pese a la crueldad de su hermana para con mi hermano mayor, me complacerá proporcionar pasaje a su familia. Pero tengo que zarpar mañana con la marea de la noche. Es demasiado arriesgado quedarse por esta costa. Además, ya he vendido todas mis mercancías y mi bodega está abarrotada de productos americanos. Estoy dispuesto para zarpar hacia casa, ganar un buen pico y pasar los próximos meses disfrutando de las salas de juego y las mujercitas de Londres. Camino de casa gozaré de la compañía de tres elegantes damas de la buena sociedad.
Miranda estaba encantada. Había sido muy sencillo y estaba segura de que Jared se negaba a llevarlas a Londres por puro capricho. Por lo visto, al capitán Edmund no le preocupaba el peligro.
– Si lo considera seguro, capitán, puede fondear su barco en Little North Bay, al pie de la casa. Es un puerto profundo y bien resguardado, y puede llenar sus depósitos de agua aquí, en Wyndsong. Lamento que sea demasiado pronto para ofrecerle productos frescos, pero a primeros de abril sólo crecen narcisos.
– Muy amable por su parte, señora. Desde luego aprovecharé la oportunidad de traer el Seahorse a la seguridad de su bahía, esta noche, a cubierto de la oscuridad.
Miranda se levantó.
– Me gustaría presentarle a mamá y Amanda, ahora. ¿Quiere tomar café con nosotras?
– Gracias, señora, con sumo gusto.
Miranda tiró de la campanilla y Jemima casi cayó al entrar. Miranda tuvo que respirar hondo para evitar reírse, pero le dijo con voz pausada y clara:
– Por favor, di a mi madre y mi hermana que me gustaría que vinieran a tomar café con nosotros.
Estupefacta por el tono de voz de Miranda, Jemima hizo una media reverencia y respondió.
– Sí, señora- -Retrocedió y cerró la puerta.
Miranda quiso saber más acerca de su salvador.
– ¿Así que es usted uno de los cuatro hermanos?
– Cuatro hermanos y tres hermanas. Darius, naturalmente, es el mayor; luego nacieron las tres chicas, Claudia, Octavia y Augusta. Mamá dio por zanjado su periodo clásico con las muchachas y los tres chicos que siguieron tuvimos nombres razonablemente ingleses: Christopher, George y John. Por cierto, John estudió en Cambridge con Adrián. Va a ser sacerdote, y George es el militar. Está en el regimiento del príncipe.
– Parece que a todos les ha ido bien. No sabía que el ducado de Whitley fuera tan rico -balbució Miranda, dándose cuenta de que estaba siendo de lo más grosera.
– Y no lo es. Darius es un duque que vive bien, sobre todo gracias a su primera mujer. Pero nuestra madre tenía tres hermanos todos con título y todos solteros. Cada tío recibió a un Edmund como ahijado, y a cada uno de nosotros se nos hizo herederos de nuestros padrinos. Yo soy marqués de Wye, George es lord Studley y el joven John será barón algún día, aunque yo creo que preferiría ser obispo… -Rió Christopher Edmund. Le encantaba aquella joven simpática, y no le había molestado en absoluto su comentario acerca de la riqueza de la familia.
La puerta del salón se abrió y el capitán se puso en pie al entrar Dorothea y Amanda.
– Miranda, ¿quién es este caballero? -preguntó Dorothea intentando, como solía hacer a veces, recobrar su autoridad.
Miranda ignoró el tono de su madre y respondió con dulzura:-Mamá, permíteme que te presente al capitán Christopher Edmund, marqués de Wye. El capitán Edmund ha aceptado proporcionarnos pasaje a Londres en su barco, el Seahorse. Zarparemos mañana por la noche y, si sopla buen viento y no estalla ninguna tormenta, imagino que estaremos en Londres a mediados de mayo… con tiempo de sobra para la boda de Mandy. Capitán Edmund, mi madre, también señora Dunham. Creo que para evitar confusiones le permitiré que me llame por mi nombre, en privado.
– Solamente si usted me devuelve el cumplido llamándome Kit, como hacen todos mis amigos. -Se volvió a Dorothea e, inclinándose con elegancia, le besó la mano-. Señora Dunham, encantado, señora. Creo que mi madre tuvo el placer de tomar el té con usted, la temporada pasada, cuando mi hermano Darius estaba tan entusiasmado con su hija Amanda.
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