– Si cosen tan bien como comen, será usted la dama mejor vestida de Londres -comentó la cocinera a su señora.
– No quiero escatimarles nada -respondió Miranda-. Dos de esas pobres niñas tenían los ojos llenos de lágrimas cuando el lacayo se llevó la bandeja con los restos del té.
– Hambrientas o no, son muy afortunadas -declaró la señora Poultney.
– ¿Afortunadas?
– Sí, milady, afortunadas. Tienen un oficio y un empleo. Es más de lo que tienen muchas otras. No corren buenos tiempos, con los franchutes luchando sin parar. Hay mucha gente que se muere de hambre.
– Bueno -suspiró Miranda-, no puedo darles de comer a todos, pero puedo alimentar a las chicas de madame Charpentier mientras estén en casa.
– Voila! -exclamó madame a última hora del miércoles-. Está fini, milady, y aunque no me está bien decirlo, ¡es perfecto! Será la envidia de todas las mujeres esta noche en Almack's.
Miranda se contempló silenciosamente en el gran espejo y se quedó estupefacta ante su propia imagen. Dios mío, pensó, ¡soy hermosa! Su cintura debajo del pecho estaba ceñida por finas cintas de plata; el traje era exquisito.
Estaba hecho de varias capas de finísima seda pura, negra. Tenía manguitas cortas abullonadas y una larga falda estrecha bordada de minúsculas flores de diamantes. El escote de la espalda era profundo, el delantero aún más. Al fijarse en el color oscuro contra su carne, Miranda comprendió por qué lo había elegido Jared. Su piel resaltaba translúcida como las más finas perlas del océano Indico.
La tos discreta de la modista llamó la atención de Miranda.
– Estoy maravillada, madame Charpentier. El traje es magnífico.
La francesa se esponjó de placer.
– Los accesorios para este traje incluyen guantes largos de seda negra, rosas negras con hojas plateadas para el cabello y un pequeño manguito de plumas de cisne, negro también.
Miranda asintió distraída, todavía impresionada por la mujer del espejo. ¿Era ella realmente? ¿Miranda Dunham de Wyndsong Island? Se puso de perfil, levantó la barbilla y volvió a mirar la imagen del espejo. Una leve sonrisa se dibujó en sus labios al empezar a acostumbrarse a la bella mujer vestida de negro con tez de porcelana, las mejillas arreboladas y los claros ojos color verde mar. «¡Dios Santo -se dijo-, esta noche voy a darles más de lo que esperan esas delicadas bellezas!»
A las nueve, los Dunham, lord Swynford y la viuda lady Swynford se reunieron en el vestíbulo de la mansión antes de salir hacia Almack's. Los caballeros estaban muy elegantes con sus calzones cortos hasta la rodilla. Amanda vestía deliciosamente de color azul celeste con un hilo de perlas perfectas rodeando su cuello. Se volvieron y se quedaron con la boca abierta cuando Amanda exclamó:
– ¡Oh, Miranda! ¡Estás estupenda!
– ¡Miranda! ¿Cómo se te ha ocurrido ponerte semejante traje? Es absolutamente impropio de una chica joven -observó Dorothea, secamente.
– Ya no soy una chica joven, mamá. Soy una mujer casada.
– Pero los tonos pastel están de moda ahora -protestó Dorothea-. El negro está pasado de moda.
– Entonces volveré a ponerlo de moda, mamá. ¡Milord! ¿Dónde están los diamantes que me prometiste?
Los ojos verde botella de Jared la recorrieron lentamente desde la punta de la cabeza oro pálido hasta el extremo de sus zapatos de cabritilla negra, entreteniéndose complacidos en sus senos cremosos, que surgían tal vez demasiado provocativos sobre la línea negra del profundo escote. Sus ojos se encontraron entonces en una mirada de íntimo conocimiento y, metiéndose una mano en el bolsillo, sacó un estuche plano de tafilete.
– Señora, yo siempre cumplo mis promesas -declaró al entregárselo.
Miranda abrió el estuche. Sus ojos se dilataron, pero no dijo palabra mientras contemplaba la cadena de pequeños diamantes con su medallón de brillantes en forma de corazón. Jared lo levantó de su nido de raso y se lo abrochó a Miranda alrededor del cuello. El corazón de brillantes caía exactamente por encima del hueco entre los senos.
– Tendrás que ponerte tú misma los pendientes, yo lo estropearía todo, milady.
– ¡Qué precioso es! -murmuró. Era como si no hubiera nadie más en la estancia con ellos. Se miraron intensamente a los ojos, sólo un instante, luego Miranda dijo-: ¡Gracias, milord!
Jared se inclinó y depositó un beso ardiente en el hombro casi desnudo de su esposa.
– Hablaremos de tu agradecimiento en privado, Miranda, un poco más tarde -le murmuró.
– Oh, cuánto deseo que tú también me compres diamantes cuando estemos casados -declaró Amanda con picardía.
– ¡Amanda, te estás volviendo tan indisciplinada como tu hermana! -protestó Dorothea-. Los diamantes no son apropiados para las jóvenes.
– Los diamantes son apropiados para las que tengan la suerte de tenerlos -replicó Amanda.
Los hombres rieron e incluso lady Swynford se permitió una ligera sonrisa antes de decir:
– ¿Vamos a quedarnos aquí toda la noche discutiendo los méritos de las buenas joyas, o vamos a ir a Almack's? ¿Debo recordaros a todos que no nos dejarán entrar después de las once?
Llegaron a Almack's pasadas las diez y encontraron el baile en todo su apogeo, Almack's constaba de tres salones, uno para la cena, otro para recepción y un gran salón de baile donde se desarrollaba la mayor parte de las actividades. El salón de baile media unos treinta metros de largo por doce y pico de ancho y estaba pintado de un plácido tono crema. Estaba decorado con columnas y pilastras, medallones clásicos y espejos. Almack's presumía de la nueva iluminación de gas en arañas de cristal tallado. Alrededor del salón de baile había sillas doradas tapizadas de terciopelo azul claro, y maceteros con plantas. La orquesta estaba colocada en un balcón abierto sobre el salón. Era el lugar más elegante de Londres.
Esta noche las únicas damas patrocinadoras presentes eran lady Cowper y la princesa De Lieven. Miranda y Jared cruzaron el salón para ir a presentar sus respetos a las dos poderosas arbitros de la sociedad; ambos saludaron con elegancia, un hecho que todos notaron con aprobación.
– Vaya, Jared Dunham -exclamó lady Cowper-, veo que habéis vuelto en plena posesión de vuestra herencia y con esposa.
– En efecto, milady. Os presento a mi mujer, Miranda.
– Lady Dunham. -Lady Cowper se fijó en Miranda y sus ojos azules se dilataron-. ¡Ah, naturalmente' ¡La recuerdo bien! Es usted aquella muchachita feúcha, de lengua acerada, que empujó al idiota de lord Baresford a un estanque la temporada pasada.
– Trató de tomarse libertades, milady -respondió dulcemente Miranda.
– Hizo usted muy bien -asintió lady Cowper-. Bendita sea, no tiene nada de feúcha tampoco, ¿verdad? El traje es sencillamente maravilloso. Mucho más elegante que todos esos colorines de flor. Creo que vais a lanzar una nueva moda.
– Muchas gracias -respondió Miranda.
Hechas las demás presentaciones, los jóvenes salieron a bailar mientras las dos mamas cotilleaban. Emily Mary Cowper los contempló un instante, luego dijo a su amiga la princesa De Lieven, esposa del embajador de Rusia:
– La pequeña Dunham será una esposa perfecta para el joven Swynford. Además, tengo entendido que dispone de una pequeña fortuna.
– ¿Y qué le parece la esposa de nuestro Jared? -preguntó la princesa.
– Creo que si se hubiera vestido así la temporada pasada, habría conseguido un duque en lugar de un pequeño lord yanqui. Jamás he visto una luz mejor escondida debajo de un barril. Es una mujer bellísima. ¡Qué maravilla de cabello! ¡Qué ojos! ¡Qué tez tan perfecta!¡Y lo peor de todo es que es natural!
La princesa se echó a reír.
– Me encantaría conocerla mejor. Sospecho que es inteligente. No parece una joven sosa. Invitémosla a tomar el té.
– Sí, la invitaré mañana -respondió Lady Koper-. ¿Ha venido Gillian Abbot esta noche?
– Aún no. -La princesa rió de nuevo-. Se va a poner furiosa, ¿verdad? Tengo entendido que el viejo lord Abbott está en las últimas. Creo que ella había elegido a Jared Dunham como futuro marido. Después de todo, su reputación entre la alta sociedad es solo algo mejor que la de una cortesana. ¿Qué caballero con suficiente dinero para mantenerla iba a casarse con ella cuando tantas jóvenes de mejores familias y reputación intachable están disponibles?
– Bien, ojalá venga esta noche, porque me encantará ver el encuentro.
– ¡Dios del cielo! -exclamó la princesa-. ¡Emily Mary, debe de ser usted la agraciada de los dioses! ¡Mire! ¡Aquí viene!
Las dos patrocinadoras se volvieron a la entrada del salón, donde Gillian, lady Abbott, aparecía con tres acompañantes. No era muy alta, pero sí perfectamente proporcionada, con un cuello de cisne y pechos altos y prominentes. Tenía la tez de color marfil, cabello corto, rizado, cobrizo y ojos almendrados y ambarinos bordeados de largas pestañas negras. Su traje era de color rosa pálido y muy transparente, y lucía los famosos rubíes Abbott, enormes piedras en una grotesca montura de oro rojizo.
Convencida de que todos los asistentes la habían visto, lady Abbott entró en el salón seguida de sus acompañantes. Hizo una elegante pero breve reverencia a la condesa Cowper y a la princesa De Lieven.
– Señoras.
– Lady Abbott -murmuró lady Cowper-. ¿Cómo se encuentra nuestro querido lord Abbott? He oído decir que últimamente está muy decaído.
– Es cierto -fue la respuesta-, lo está. Pero se empeña en que me divierta. "Soy un viejo, pero tú eres joven y no debes preocuparte por mí, Gillian», me dijo. Está loco por mí. No quiero disgustarle, porque disfruta con los chismes que le traigo.
– Que suerte tiene usted -dijo la princesa con dulzura-. Déjeme que le proporcione un chisme. Jared Dunham ha vuelto a Londres, y ahora es lord Dunham por herencia.
– No lo sabía -exclamó lady Abbott.
– Está aquí esta noche -añadió lady Cowper-, con las dos hijas del viejo lord. La menor va a casarse con lord Swynford dentro de pocas semanas.
Lady Abbott se volvió bruscamente y echó una mirada al salón. Al descubrir a su presa, se dirigió hacia él.
– ¡Emily, no le has dicho que Jared está casado!
– ¡Vaya por Dios, se me ha olvidado! -exclamó lady Cowper inocentemente, con los ojos brillantes de curiosidad.
Gillian Abbott se arregló disimuladamente los rizos, ignorando a sus acompañantes, que salieron tras ella. El había vuelto y Horace estaba ya en su techo de muerte, pensó Gillian. Se imaginó como lady Dunham, satisfecha de sí, mientras sorteaba a los bailarines y recorría el salón en busca de Jared. ¿Cómo se llamaba su propiedad americana? ¿Windward? Algo parecido. Pero no importaba. No tenía intención de vivir en aquella tierra salvaje. Él poseía una buena casa en Londres y pensaba hacerle comprar una casa de campo. ¡Allí estaba! ¡Dios, reconocería esa espalda ancha y musculosa en cualquier parte!
– ¡Jared! -lo llamó con su voz grave y susurrante. Él se volvió- Jared, mi amor! ¡Has vuelto! -Se lanzó a sus brazos, agarrándole la cabeza para besarlo apasionadamente. ¡Ya! ¡Lo comprometería públicamente!, pensó triunfante.
Con una rapidez que no había anticipado, Gillian Abbott se encontró separada del abrazo que tan cuidadosamente había preparado, y apartada de él. Jared Dunham la contemplaba con aquella maldita expresión sardónica que siempre le había molestado tanto.
– Gillian, querida -le dijo-. Trate de reportarse.
– ¿No te alegras de volver a verme? -Hizo un mohín. Los mohines de Gillian habían enloquecido a muchos hombres.
– Estoy encantado de verla, lady Abbott. ¿Puedo presentarle a mi esposa, Miranda? Miranda, cariño, lady Abbott.
Gillian sintió que se helaba. No podía haberse casado, gritó para sí. ¿Qué sería de sus planes? Miró enfurecida a la alta y hermosa mujer vestida de negro de pie junto a Jared. ¡Sin impresionarse lo más mínimo, la belleza se atrevió a devolverle la mirada! Lady Abbott se esforzó por contenerse porque parecía como si todo el salón estuviera observando la escena. ¡Malditas Emily Cowper y Dariya Lieven, aquel par de cerdas!
– Le deseo felicidad, lady Dunham -logró balbucir.
– Estoy segura de ello -fue la clara respuesta.
Un estremecimiento contenido recorrió el salón.
Gillian sintió una rabia incandescente que la inundaba. ¿ Qué derecho tenía aquella estúpida señoritinga yanqui a hablarle de aquel modo?
– ¿Qué diablos te llevó a casarte con una americana, Jared? -su voz destilaba ácido.
En el salón las conversaciones decayeron. Aunque ingleses y americanos volvían a estar en guerra, ninguno de los dos países sentía animosidad hacia el otro. Era simplemente otra escaramuza en la, al parecer, interminable batalla entre padre e hijo. El insulto era, por consiguiente, fruto de la frustración de una mujer amargada; sin embargo, la gente bien reunida aquella noche en Almack's comprendió que si la joven lady Dunham no sabía recoger el reto lanzado por Gillian Abbott, quedaría socialmente marcada.
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