Miranda se irguió en toda su altura y miró desde su aristocrático rostro a lady Abbott.

– Quizá mi marido se casó conmigo porque sintió la necesidad de una verdadera mujer -espetó con imponente dulzura.

Gillian Abbot abrió la boca cuando el certero dardo dio en el blanco.

– Tú… tú… tú… -le espetó furiosa.

– ¿Americana? -ofreció alegremente Miranda. Luego se volvió a su marido-. ¿Me habías prometido este baile, milord?

Y como para darle la razón, la orquesta inició un alegre ritmo.

– Vaya, vaya, vaya -comentó lady Cowper, sonriendo a su amiga, la princesa De Lieven-. Al parecer este final de temporada no va a resultar aburrido, después de todo.

– Ha estado mal por su parte no decirle a Gillian Abbott que lord Dunham se había casado, Emily -la riñó la princesa. A continuación rió y añadió-: La joven americana es una elegante luchadora, ¿verdad? La pareja perfecta para Jared.

– Se conocieron en Berlín, ¿verdad, Dariya?

– Y también en San Petersburgo. -Bajó la voz-. En diversas ocasiones ha servido a ciertos intereses de su gobierno como embajador-correo-espía no oficial.

– Lo sabía.

– ¿Por qué estará en Londres?

– Por la boda de su cuñada, naturalmente. Se casará a últimos de junio.

– Tal vez -dijo la princesa de Lieven-. Pero apostaría a que hay algo más en esta visita. Inglaterra y América vuelven a estar al borde de la guerra gracias a las intrigas de Napoleón y al desconocimiento de la política europea por parte del presidente Madison. Jared ha apoyado siempre a aquellos que, en su gobierno, desean la paz con honor y prosperidad económica. América sólo medrará así. Es un país vasto y rico, y algún día será una potencia a tener en cuenta, Emily.

– Se lo preguntaré a Palmerston -comentó lady Cowper-. Él lo sabrá.

El baile tocaba a su fin y las parejas dejaron el salón en busca de refrescos, antes de sentarse. Amanda, aunque pronto se convertiría en lady Swynford, estaba rodeada de admiradores entre los que repartía sus bailes con delicioso encanto bajo la mirada adoradora de Adrian.

Sobre sillas de terciopelo y oro, la viuda lady Swynford y Dorotea conversaban enfrascadas acerca de planes para la boda y comentaban chismes.

A la penumbra de un palco privado, Miranda sorbía limonada tibia y pastel rancio, que constituían el refresco proporcionado por Almack's. Estaba furiosa y la actitud fría y divertida de su marido la ofendía. Cuando ya no pudo resistir aquel pesado silencio, estalló:

– ¿Fue tu amante?

– Por un tiempo.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

– Mi querida fierecilla, ningún caballero habla de sus amantes con su esposa.

– ¿Esperaba que te casaras con ella?

– Esto era imposible por diversas razones. La dama ya está casada, y jamás le di la menor esperanza de otra cosa que una amistad breve. La relación terminó cuando dejé Londres el año pasado.

– Pues ella no parecía opinar lo mismo -protestó Miranda.

– ¿Estás celosa, fierecilla?

– Sí, maldita sea, lo estoy. ¡Si esa gata de ojos amarillos vuelve a acercarse a ti, le arrancaré los ojos!

– Ten cuidado, milady. No estás comportándote a la moda. Demostrar afecto por el marido se considera de mal gusto.

– Vámonos a casa -le susurró.

– Sólo hemos bailado una pieza. Me temo que causaremos un pequeño escándalo -replicó Jared.

– ¡Estupendo!

– Soy como cera en tus manos, milady. -Entornó los verdes ojos. La oscuridad del palco los ocultó cuando él la abrazó-. ¡Dímelo! -ordenó, rozándole los labios con un beso.

– ¡Te quiero! -murmuró.

Sus brazos volvieron a estrecharla.

– Nunca me cansaré de oírtelo decir, fierecilla -musitó entre dientes.

– ¡Dilo! -exigió ella ahora.

– Te quiero -respondió sin vacilar-. Te quiero como nunca he amado a nadie. Te quise desde el primer momento en que te vi y siempre te amaré, aunque seas la criatura más imprevisible e imposible que haya conocido.

– ¡Demonio! ¡Ya lo has estropeado! -Le golpeó el pecho mientras él se tambaleaba de risa.

– Ahora bien, fierecilla, te aconsejo que no te confíes demasiado-la reconvino burlón-. De ningún modo, no saldría bien.

7

E! acontecimiento máximo que cerró la temporada de 1812 fue la ceremonia de la boda entre Adrian Barón Swynford y la heredera americana señorita Amanda Dunham. La novia no solamente figuraba entre los «incomparables» del año, sino que según los rumores su renta anual ascendía a tres mil libras. Así pues, decían las cotillas y los enteradillos, no era de extrañar que la familia Swynford hubiera pasado por alto su lamentable nacionalidad.

La joven pareja había sido festejada durante varias semanas antes de su boda: la mayor de las fiestas, un baile que dieron Jared y Miranda dos noches antes de la ceremonia. Las invitaciones habían sido muy solicitadas, pero el mayor honor que se había concedido a la joven pareja fue la asistencia de George, príncipe regente, en persona.

El virtual gobernante de Inglaterra ahora que su padre, George III, había sido declarado loco, el príncipe regente… o Prinny, como lo llamaban todos.- no era ya tan popular como ames. Confirmado por el Parlamento para gobernar en lugar de su padre, había pedido a los lories que formaran gobierno, indisponiéndose con los whigs, que lo habían apoyado durante años y habían esperado gobernar colgados de sus faldones. Tampoco los lories sentían ninguna simpatía por Prinny, y la gente comente sólo veía sus excesos. Según ellos, comía demasiado cuando tantos morían de hambre. Malgastaba el dinero en mujeres, pinturas, muebles, casas y caballos. Su matrimonio era un escándalo visible, aunque en parte se redimía por lo mucho que adoraba a su única hija, la princesa Charlotte. El príncipe regente sólo se hallaba a sus anchas entre sus pares, porque les gustara o no, gozar del favor del príncipe significaba el pináculo del éxito social.

Llegó a Dunham House exactamente a las once, la noche del baile, acompañado de lady Jersey. Era un hombre alto, grueso, de cabello oscuro cuidadosamente peinado y ojos de un azul desvaído. Los ojos recorrieron, aprobadores, la dulce Amanda porque al príncipe regente le gustaban las mujeres llenitas y con hoyuelos. No obstante, se sintió curiosamente impresionado por su esbelta anfitriona, cuyos ojos verde mar armonizaban con su traje. El príncipe regente, que solamente había previsto quedarse media hora, se lo pasó tan bien que decidió seguir casi hasta el final, garantizando así el éxito de la velada.

La familia había esperado dedicar el día siguiente a recuperarse de la noche anterior y a descansar para la boda, que se celebraría a! Otro día, pero un visitante, a las diez de la mañana, llevó a toda la familia Dunham al salón principal, algunos a medio vestir.

– ¡Píeter! -chilló Dorothea, lanzándose alegremente a los brazos de un caballero alto, fuerte y rubicundo.

– Entonces, ¿todavía me amas? -murmuró ansiosamente el caballero.

– Pues claro que sí, tontito mío -respondió Dorothea, ruborizándose.

– ¡Bien! He conseguido una licencia especial para que podamos casarnos, ¡y pienso hacerlo hoy! -exclamó.

– ¡ Oh, Pieter!

Jared se adelantó.

– El señor Van Notelman, me figuro. Soy Jared Dunham, lord de Wyndsong. Le presento a mi esposa, Miranda, y a mi pupila, Amanda. Pieter van Notelman estrechó la mano tendida.

– Señor Dunham, perdonará mi comportamiento poco ortodoxo, pero recibí una nota de Dorothea diciéndome que, pese a las hostilidades entre Inglaterra y América, debía viajar a Londres para asistir a la boda de su hija. Francamente, me preocupó, así que arreglé que una prima fuera a cuidar de mis hijos y yo encontré un barco que zarpaba de Nueva York a Holanda. Desde Holanda logré que un pesquero me trajera a Inglaterra.

– Y, una vez aquí, consiguió inmediatamente una licencia especial-terminó Jared con los ojos brillantes, mientras llamaba al mayordomo.

– También tengo amigos aquí, milord.

– ¡Pero, Píeter, mañana es la boda de Amanda! No podemos casarnos hoy.

– ¿Por qué no? -preguntaron a coro las gemelas.

– Debemos casarnos hoy, Dorothea. He encargado un pasaje en un barco de la Compañía de Indias que zarpa mañana por la noche para las Barbados. Desde allí conseguiremos un barco americano y estaremos en casa antes de que termine et verano. No puedo dejar tanto tiempo a los niños, y no debería haber permitido que otras personas se ocupen de Highlands.

La puerta del salón se abrió y entró el mayordomo.

– ¿Señor? -preguntó a Jared.

– Envíe inmediatamente un lacayo al reverendo Blake, en St. Mark. Dígale que le necesitamos para que celebre una boda a las once y media. Después, pida la indulgencia de la señora Poultney y anúnciele que necesitamos una comida de fiesta, a la una, para celebrar el matrimonio de mi suegra y su nuevo marido.

– Muy bien, milord -murmuró Simpson impasible, sin exteriorizar ni sorpresa ni desaprobación. Dio media vuelta y abandonó el salón.

– ¡Jared! -gritó Dorothea.

– Vamos, Doro, querida, ya nos habías comentado tu intención de casarte con el señor Van Notelman. ¿Acaso has cambiado de idea? Por supuesto, no pretendo obligarte a un matrimonio que te disguste.

– ¡No! ¡Quiero a Pieter!

– Entonces sube y prepárate para la boda. Ya has oído la explicación del señor Van Notelman para las prisas. Es razonable. ¡Y piensa solamente, Doro, que tendrás a tus dos hijas contigo en un día tan feliz! Si hubieras esperado, ninguna de ellas habría estado contigo.

Rápidamente llamaron a lord Swynford y a las once y media de aquella mañana, Dorothea Dunham pasó a ser la esposa de Pieter van Notelman en presencia de sus dos hijas, de su yerno, de su futuro yerno y del secretario personal del embajador de Holanda, que resultó ser primo de Van Notelman y que había intervenido en la obtención de la licencia especial.

Volvieron a la casa y se encontraron con que la señora Poultney, aunque sumida en los preparativos para la boda de Amanda, había preparado un almuerzo admirable. Sobre el aparador del comedor había un pavo relleno de castañas con salsa de ostras, un jugoso solomillo de ternera y un enorme salmón de Escocia en gelée. Había fuentes de verduras, judías verdes con almendras, zanahorias y apio con crema perfumada de eneldo, una coliflor con salsa de queso, coles de Bruselas, patatitas nuevas, suflé de patatas y pastel de calabacín.

Había pajaritos asados, paté de pichón y empanada de conejo, así como una gran fuente de lechuga, rabanitos y cebollinos. Al otro extremo del aparador habían dispuesto tartas de albaricoque, un pequeño queso de Stilton y un frutero con melocotones, cerezas, naranjas y uvas verdes. Y ante el asombro de todos, no faltaba un pequeño pastel nupcial de dos pisos.

Llamada al comedor para que recibiera las felicitaciones por su maravillosa proeza, una ruborizada y sonriente señora Poultney explicó que el milagro del pastel de boda lo consiguió por el simple proceso de retirar los dos últimos pisos del pastel de Amanda.

– Pero me queda tiempo para rehacérselos, señorita. En realidad, ya los tengo enfriándose.

Todos la aplaudieron por su inteligencia y regresó a la cocina un poco más rica, gracias al soberano de oro que su amo le deslizó discretamente en la mano para demostrar su satisfacción.

El secretario del embajador holandés se marchó entrada la tarde, al igual que lord Swynford, que contaba con una siesta antes de su despedida de soltero aquella noche.

Jared también se durmió.

Amanda lo había intentado, pero no tardó en volver a bajar a reunirse con su hermana en la biblioteca que daba al jardín. Escondida en el pequeño balcón saliente, Miranda leía cuando oyó que su hermana la llamaba.

– Estoy aquí-le respondió.

Amanda subió por la oscilante escalerilla de la biblioteca para reunirse con su gemela.

– ¿Otra vez aquí? Por Dios, Miranda, te saldrán arrugas de tanto leer.

– Me gusta leer, Mandy, y ésta es una biblioteca maravillosa. Intentaré llevármela a Wyndsong.

Amanda se sentó sobre un taburete frente a su hermana. Miranda vio una extraña expresión en el rostro de Amanda, por lo que le preguntó:

– ¿No puedes dormir? ¿Nervios antes de la boda?

– Mamá y su nuevo marido.

– ¿Mamá y el señor Van Notelman?

– ¡Ni siquiera han esperado a esta noche. Miranda!

– ¿Qué?

– Están… están… -Su carita se ruborizó de vergüenza-. Los muelles de la cama crujían y oí gritar a mamá. ¡Todavía es de día, Miranda!

Miranda contuvo la risa. Recordó su vergüenza el primer día que Jared le hizo el amor en pleno día. Pero su hermana necesitaba tranquilizarse.

– No te escandalices, cariño. Los maridos tienen la desconcertante costumbre de hacer el amor a sus esposas cuando se les antoja. Hacer el amor no es necesariamente una actividad exclusiva de la noche.