– ¡Oh! -La boquita de Amanda se frunció y de nuevo apareció aquella expresión perpleja-. Pero ¿mamá? Creí que era demasiado vieja. ¡Seguro que el señor Van Notelman lo es! ¡Debe de tener casi cincuenta años!

– La edad, según me ha dicho Jared, no tiene nada que ver con ello, Amanda.

Amanda permaneció silenciosa un momento, luego preguntó:

– ¿Cómo es?

– Después de la primera vez, ¡delicioso! No hay otra palabra para describirlo. Cuando pierdas la virginidad te dolerá, pero después…-Sonrió soñadora.

– ¿Delicioso? ¿Es lo único que puedes decirme, hermana?-Amanda empezabas picarse.

– No es que no quiera decírtelo, Mandy, pero no encuentro palabras adecuadas para describirlo. Es algo que debes experimentar por ti misma. Sólo puedo decirte que no tengas miedo y que confíes en Adrián. Sospecho que tendrá sobrada experiencia en estos asuntos. Simplemente, abandónate y disfruta de la infinidad de sensaciones que experimentarás.

– ¿Es agradable? -fue la vacilante pregunta.

Miranda se inclinó y abrazó con fuerza a su gemela.

– Sí, hermana, es muy agradable.

Agradable de verdad, pensó aquella misma noche, más tarde, cuando Jared volvió de la despedida de soltero de lord Swynford y se dejó caer sobre la cama sin camisa, descalzo y oliendo tremendamente a vino, para besarle los senos.

– ¡Estás borracho! -le acusó, divertida.

– No tan borracho que no pueda hacer el amor a mi mujer -masculló esforzándose por sacarse los ceñidos pantalones.

Muy, muy agradable, pensó después, adormilada y satisfecha, con Jared roncando feliz a su lado.


El día siguiente amaneció claro y luminoso, un perfecto día de junio. La boda fue maravillosa. El traje de Amanda consistía en metros y más metros de pura seda blanca sobre un miriñaque al estilo de su abuela, una cintura fina y un escote redondo que le dejaba los hombros al descubierto. Unos pequeños lazos de seda blanca con un capullo rosado en el centro festoneaban la gran falda de miriñaque. Las mangas del traje eran largas y amplias, rematadas por varias capas de encaje. El dobladillo también estaba bordeado de encaje rizado y dos de los nietos de sir Francis y lady Millicent Dunham, niño y niña de tres y cuatro años, sostenían la larga cola del traje. La novia lucía un precioso collar de perlas alrededor del esbelto cuello, regalo de su madre; y sobre los rizos cortos y dorados llevaba una delicada diadema de brillantes, regalo de su suegra, de la que pendía un finísimo velo de encaje. El ramillete era de rosas blancas sujetas por cintas rosa.

Amanda iba acompañada por tres damas de honor, sus primas, las señoritas Caroline, Charlotte y Georgina Dunham, apropiadamente ataviadas con trajes de seda azul cielo y coronitas de capullos rosas en la cabeza, llevando cestitos de flores multicolores. Como primera dama de honor, la sorprendentemente hermosa hermana de la novia, con un impresionante traje de color azul noche.

Después, todos los invitados a la iglesia volvieron a la casa de Devon Square para brindar por los novios y comer pastel nupcial. Los invitados llenaron el salón de baile, el salón y el jardín. La flor y nata de la sociedad londinense parecía una bandada de pájaros de alegre plumaje; charlaban como locos, construyendo y desmoronando reputaciones en una sola frase. Se quedaron hasta última hora de la tarde; los últimos se fueron al atardecer cuando los novios hacía tiempo que habían desaparecido en un alto faetón hacia un destino secreto.

Hubo una segunda despedida, porque Dorothea y su nuevo marido también se marchaban. El barco iba a zarpar del muelle de Londres aquella noche, un poco después de las nueve. Cuando madre e hija se despidieron, Miranda se dio cuenta de que Dorothea emprendía realmente una nueva vida. Ya no era una Dunham, y por primera vez en muchos años ya no tenía responsabilidades para con su familia.

Tom había muerto y sus dos hijas estaban bien casadas. Miranda se dijo que su madre estaba más bonita de lo que jamás la había visto. Doro estaba envuelta en un resplandor que, según comprendió su hija, procedía del hecho de sentirse amada. Resultaba extraño pensar en su madre de aquel modo, pero Miranda se dio cuenta de que su madre era una mujer muy joven aún.

– Otra vez, mamá, os deseo mucha felicidad a ti y al señor Van Notelman. Cuídate mucho y cuando volvamos a Wyndsong os tendremos a todos una temporada.

– Gracias, hija mía. Ahora, trata de ser una buena esposa para Jared, ¿lo harás? Y acuérdate, buenos modales en todo momento.

– Sí, mamá -respondió Miranda con solemnidad.

– Doro. -Jared besó la mejilla de su suegra.

– Jared, querido. -Le devolvió el abrazo.

Miranda miró a su nuevo padrastro sin saber bien cómo tratarlo. Pieter van Notelman se dio cuenta y le tendió los brazos.

– Me encantará que me llames tío Pieter. No soy Tom Dunham, querida-observó-, pero querré a las hijas de Dorothea tanto como a las mías. Además, tú y Mandy sois mucho más bonitas. Ahora dame un beso. -Al hacerlo, a Miranda le divirtió las cosquillas que le produjeron sus patillas y el aroma a ron de su loción para después del afeitado.

– Tus hijas son muy monas, Pieter -protestó lealmente Dorothea.

Pieter van Notelman contempló a su nueva esposa con risueño afecto.

– Querida mía -le dijo-. Quiero mucho a mis hijas, pero son tan poco agraciadas como un pudding de pan, y eso es la pura verdad. Pero no me preocupa, ni a ti debe preocuparte tampoco. Todas ellas tienen muy buen carácter y buenas dotes, y harán cierto el refrán de que por la noche todos los gatos son pardos.

Miranda se tragó la risa y trató de mostrarse debidamente escandalizada, pero una mirada al rostro ofendido de Dorothea hizo que Jared soltara una carcajada.

– El coche está dispuesto, milady.

– Gracias, Simpson.

Madre e hija se abrazaron por última vez.

– ¡Adiós, mamá! ¡Adiós, tío Pieter!

– Voy a acompañarlos al muelle -anunció Jared-, y puede que me pare en White's de regreso.

– ¿ Esta noche? ¡Oh, Jared! Es nuestra primera noche solos.

– No tardaré, y te aseguro que no beberé tanto como anoche.-La besó ligeramente en los labios-. No estaré borracho e incapaz de cumplir con mi deber para con mi hermosa esposa -murmuró para que sólo ella pudiera oírlo.

– Me parece que cumpliste admirablemente, aunque muy rápido -se burló también en voz baja.

– Me desquitaré por el fallo, milady -se rió con picardía y cruzó la puerta detrás de los Van Notelman.

¡Sola! Por primera vez en muchos meses estaba sola. Los bien entrenados sirvientes se movieron rápida y silenciosamente por la casa, ordenándola de nuevo. Subió despacio la escalera hacia su alcoba vacía y tiró de la cinta bordada de la campanilla. Le pareció que la doncella tardaba mucho en aparecer.

– ¿Sí, milady? -Perky llevaba la cofia torcida y estaba ruborizada por el vino, el amor o ambas cosas.

– Prepárame un baño caliente -ordenó Miranda-, y también necesitaré una cena ligera… quizá pechuga de capón, ensalada y tarta de fruta. Luego puedes tomarte la noche libre, Perky.

Perky le hizo una reverencia torcida. Más tarde, cuando Miranda estuvo bañada y Perky le hubo cepillado el pelo. Miranda le dijo amablemente:

– Ya puedes irte, Perky. No te necesitaré más esta noche. Pásalo bien con Martin.

– ¡Oh, milady! ¿Cómo lo sabe?

– Resultaría difícil ignorarlo -rió Miranda-. Está loco por ti.

Perkins rió feliz, trató de hacer una última reverencia tambaleante y salió. Miranda volvió a reír; luego cogió un pequeño volumen encuadernado en piel, de los últimos poemas de lord Byron, y se sentó en el sillón de tapicería junto a la chimenea para leer mientras cenaba.

La señora Poultney le había preparado una crujiente ala de capón y varías lonchas de pechuga jugosa, un ligero suflé de patata, zanahorias enanas con miel y una ensalada de lechuga bien aderezada. La mujer era maravillosa, pensó Miranda, que se lo terminó todo con buen apetito antes de dedicarse a la tarta de fresas con su cobertura de fino hojaldre y el cuenco de crema de leche de Devon, junto con la pequeña tetera de fragante té verde de China. Saciada, se recostó en el sillón, caliente y relajada, y se quedó dormida.

La despertaron el golpe del libro al caer el suelo y las diez campanadas del reloj. No sabía bien si había sido la buena comida, el calor del fuego o la poesía de lord Byron, o las tres cosas combinadas, lo que la había adormecido. Recogió el libro y lo dejó sobre la mesa. El león literario de moda en Londres la aburrió. Estaba segura de que Byron nunca había sentido amor por nadie excepto por sí mismo. Miranda, de pie, se desperezó y bajó descalza la escalera hasta la biblioteca en busca de otro libro.

La casa estaba en silencio, porque los sirvientes, excepto el solitario lacayo que dormitaba en el vestíbulo, se habían acostado. Un fuego iluminaba los oscuros rincones de la biblioteca con una luz dorada mientras Miranda subía la escalerilla del pequeño altillo en busca de una de sus historias favoritas. Enroscada en su silla, empezó a leer. Apenas había empezado cuando se abrió la puerta de la biblioteca y oyó pasos. Varias personas estaban entrando en la biblioteca.

– Creo que aquí estaremos solos -dijo Jared-. Mi esposa y el servicio se han acostado hace rato.

– Por Dios, Jared -oyó el elegante deje londinense-, si tuviera una mujer tan preciosa como la tuya llevaría también tiempo en la cama y no dando vueltas por Londres.

Se oyó la nsa de los tres hombres, luego Jared dijo:

– Estoy de acuerdo contigo, Henry, pero ¿cómo podemos reunimos sin provocar especulaciones, a menos que nuestros encuentros parezcan reuniones sociales? Bramwell, sírvenos whisky, ¿quieres? Bien, Henry, ¿qué piensas de todo eso?

– Creo que tu gente tiene razón. El causante de todos nuestros males es el propio Bonaparte. El Parlamento acaba de rescindir la Real Orden que promulgó tan a la ligera. No quieren admitirlo abiertamente, pero necesitamos el mercado americano tanto como ellos nos necesitan a nosotros. ¡Maldita sea! ¡Aunque os hayáis independizado, somos ramas del mismo tronco!

– Así es -asintió Jared-, y todavía lo suficientemente ligados a Inglaterra para que pueda ser el simple señor Dunham en América mientras que, debido a la antigua concesión real a mi familia, soy lord Dunham aquí, en Inglaterra.

– ¡Caramba, Jared, qué whisky tan bueno! -comentó Henry Temple, vizconde de Palmerston.

– Conozco a un escocés que tiene una destilería aquí en Londres.

– ¡No podía ser de otro modo!

Resonaron las risas masculinas. Arriba, en el altillo de la biblioteca, Miranda se enroscó y se hizo lo más pequeña posible en su silla. No podía mostrarse, y menos en camisón. Habían asumido que la biblioteca estaba vacía.

Cuando lord Palmerston hizo aquel comentario acerca de ella, se había ruborizado hasta las raíces de su cabello platino.

– Sí, sabemos que Gillian Abbott está involucrada -dijo lord Palmerston-, pero no es la jefa y es a él a quien queremos. Gillian ha tenido amantes poderosos en los últimos años y es hábil para sonsacarles información, que pasa a su contacto. Algo que nunca entenderé es por qué hombres de ordinario prudentes pierden toda cautela en sus brazos.

– Nunca gozaste de sus favores, ¿verdad?

– ¡Dios Santo, no! Emily me mataría -rió avergonzado-. Pero Gillian fue tu amante el año pasado, ¿no?

– Por poco tiempo -admitió Jared-, Es hermosa y sexualmente insaciable, pero ¡cielos! resulta de lo más aburrida. Me gusta disfrutar en la cama, pero también quiero poder hablar con una mujer.

– Eres un tío radical -rió Temple-. La mayoría de los hombres estarían encantados, más que encantados, con Gillian tal como es.

– Sus ojos adquirieron una expresión grave-. Señor Bramwell, ¿tiene usted alguna idea acerca de quién es el contacto de Lady Abbott?

– La he vigilado muy de cerca, milord -respondió Roger Bramwell-, pero conoce a mucha gente y va a muchos lugares. Creo que su contacto es alguien de la alta sociedad, y que le pasa información en las reuniones sociales… probablemente, de viva voz. No veo otro modo. Empezaré a concentrarme en la gente que ve en las reuniones sociales.

– No acabo de entender por qué lo hace -observó lord Palmerston, moviendo la cabeza.

– Por dinero -declaró Jared con sequedad-. Gillian es codiciosa.

– -¿ Cuál es su plan, señor Bramwell, cuando averigüemos quién es nuestro hombre?

– Haremos llegar información a lady Abbott. La primera será auténtica, aunque de poca importancia. Esto nos ayudará a identificar a nuestra presa. La segunda será falsa. Una vez transmitida nos señalará a nuestro hombre con toda seguridad y entonces podrán arrestarlo.