Lord Palmerston asintió y dijo despacio:
– ¿Te das cuenta, Jared, que deberás ser tú el que engañe a la dama?
– ¡De ningún modo! -exclamó Jared-. ¡No quiero volver a involucrarme con lady Abbott!
– Jared, debes hacerlo. Estás bajo orden presidencial secreta para ayudarnos a detener a Bonaparte. Madison se dio cuenta de que los franceses lo embarcaron en lo del bloqueo, pero lo comprendió demasiado tarde. Te quiere a ti para este trabajo.
– Con el debido respeto, Henry, mis órdenes fueron ir a San Petersburgo y convencer al zar de que le convenía respaldar a Inglaterra y América, en lugar de a Francia. Nadie me ordenó que me acostara con Gillian Abbott. Y si lo hiciera, lo proclamaría por todo Londres, asegurándose de que mi mujer se enterara la primera. Miranda es joven y orgullosa, y muy independiente. Ya está enterada de que gocé de los favores de Gillian cuando era soltero. Me arrancará la piel a tiras si vuelvo a enredarme con esa descarada. -Miranda asintió vigorosamente-. Además de todo eso, amo a Miranda.
– No creí que fueras un hombre que te dejaras manejar por una mujer -observó tranquilamente Palmerston.
– ¡Tocado! -sonrió Jared-. Lo has intentado, Henry, pero mi esposa significa para mí más que mi orgullo. Bueno, ¿por qué yo, precisamente?
– Porque no podemos meter a nadie más en esto, Jared. Si lo hacemos, corremos el riesgo de que alguien lo descubra. Mira, Jared, aunque lord Liverpool pueda ser el nuevo primer ministro, el verdadero poder detrás del trono es lord Castlereagh, el ministro de Exteriores. Y que Dios nos valga, porque es un loco. El pobre Prinny puede ser un experto en arte, pero no tiene ni idea de cómo elegir un gobierno decente. Lord Castlereagh es un hombre de pocas luces, obstinado, que nunca ha sabido ver lo que es una buena solución. Es cierto que odia a Bonaparte y que se esfuerza por destruirlo, pero lo hace por razones equivocadas. Puede que yo sea un político tory, y ministro de la Guerra en un gobierno tory, pero antes que nada soy un inglés leal.
– En otras palabras, Henry, lo que estamos haciendo no tiene sanción oficial.
– No.
– Y, si un bando u otro descubre nuestro plan, el Gobierno no nos reconocerá.
– En efecto.
Se hizo un silencio profundo. Miranda oyó solamente el crepitar de los leños en la chimenea. Por fin, Jared dijo:
– O soy un loco o un gran patriota, Henry.
– Entonces, ¿lo harás?
– A la fuerza ahorcan -suspiró Jared-. Supongo que no puedo ir a Rusia hasta que cacemos a nuestra espía. Bram, sírvenos otra copa.
– Para mí no -rehusó lord Palmerston-. Debo visitar muchos otros sitios esta noche a fin de preparar mi coartada. Cualquiera que nos viera salir de White's, sabrá que estuve en Watier's a continuación y ninguna sospecha recaerá sobre nosotros.
– Te acompañaré hasta la puerta -dijo Jared, levantándose para salir con él.
– No -lord Palmerston hizo un gesto con la mano-. Bramwell me acompañará a una puerta lateral, Jared. Es mejor que nadie me vea salir de tu casa. -Lord Palmerston tendió la mano y Jared se la estrechó.
– Buenas noches, Henry.
La puerta se cerró tras Henry Temple y Roger Bramwell. Una vez solo, Jared Dunham contempló tristemente el fuego y exclamó a media voz:
– ¡Maldita sea! -Y con voz más fuerte añadió-: Ya puedes salir, fierecilla.
– ¿Cómo has sabido que estaba arriba? -dijo mientras bajaba.
– Tengo muy buen oído, querida mía. ¿Por qué no bajaste en lugar de permanecer escondida? Has oído asuntos muy delicados.
– ¿Que bajara y recibiera a tus invitados así, milord? -Hizo una pirueta y levantó los brazos.
Vio a través de la fina seda circasiana el brillo de las finas caderas, las firmes nalgas y los jóvenes senos con la mancha oscura de sus pezones. Entonces se echó a reír.
– Tienes toda la razón, fierecilla, pero ahora tenemos un problema. ¿Eres capaz de guardar todo esto en secreto? Porque es necesario que no lo divulgues. -Estaba tan serio como Miranda jamás lo había visto.
– ¿Me crees acaso una de esas chismosas londinenses? -preguntó.
– No, mi amor, claro que no. No te ofendas. Pero has oído cosas que no deberías saber.
– ¿Eres un espía? -preguntó abiertamente.
– No, no lo soy, ni lo he sido nunca. Miranda. Trabajo en silencio y entre bastidores por una paz honorable. Soy antes que nada, y siempre, un americano. Napoleón ha trabajado con ahínco para destruir las relaciones entre América e Inglaterra, porque mientras discutimos él puede saquear Europa libremente. Él es el verdadero enemigo, pero los políticos con frecuencia no saben ver más allá de las causas aparentes.
– Lord Palmerston dijo que teníais una comisión presidencial.
– Bien…, no directamente. No conozco al presidente Madison. John Quincy Adams actúa de intermediario en este asunto. Pronto iré a Rusia para tratar de convencer al zar de que su interés reside en los americanos y los ingleses. El zar Alejandro ya ha sido informado por Napoleón.
– ¿Y qué papel desempeña tu amiga lady Abbott en todo esto?
Jared quiso ignorar el cebo.
– Forma parte de una red de espías franceses que operan en Londres. Necesitamos saber quién es el cabecilla y quitarlo de en medio. Si no lo hacemos, mi misión no estará segura. No conviene que Napoleón sepa lo que voy a hacer en Rusia, ¿verdad?
– ¿Y tienes que hacer el amor con ella?
– Probablemente, sí -respondió. No veía otro medio de tratar la cuestión como no fuera abiertamente.
– ¡La odio!-exclamó Miranda.
Jared se levantó y abrazó a su esposa.
– Oh, mi gran amor -murmuró-. No disfrutaré. Habiéndote conocido, ¿cómo puedo disfrutar con ella? Es vulgar y tosca, en cambio tú eres la perfección.
Miranda suspiró. Jared era un hombre de carácter y cumpliría con su deber. Pasado un instante se soltó de sus brazos y pasó al otro extremo de la habitación. Lo miró de frente y preguntó:
– ¿Cómo puedo ayudarte?
– Oh, mi fierecilla -dijo con voz enronquecida-. Estoy empezando a pensar que no soy tan digno de ti como debiera.
– Te amo -dijo Miranda simplemente.
– ¡Te amo!
– Entonces, dime cómo puedo ayudarte, Jared -repitió.
– Guardando nuestro secreto y manteniendo el oído atento para lo que oigas y creas que pueda interesarme -le contestó.
– Está bien, te doy mi palabra. Ahora, ¿podemos ir a la cama?
Algo más tarde, cuando yacían en plena pasión, ella lo tumbó de espaldas, se puso encima de él y le preguntó:
– ¿Por qué? ¿Por qué debe el hombre estar siempre encima y la mujer debajo?
Entonces Miranda se empaló en su verga endurecida. Él gimió y tendió las manos para acariciarle los senos. Miranda buscó el ritmo apropiado y lo montó como una joven Diana. Se movió frenéticamente y pareció encontrar gran placer en su situación indefensa. Pero, de pronto, la vanidad varonil se rebeló y Jared alargó las manos para agarrarle con fuerza!as pequeñas nalgas. Miranda se revolvió para desasirse, pero él no la dejó y la ola del clímax los alcanzó a los dos al unísono.
Cuando recobró el aliento, Miranda se separó de él diciéndole:
– Acuérdate de mí, cuando te veas obligado a hacer el amor con esa mujer.
– Fierecilla mía, es muy difícil que consiga olvidarme de ti -le murmuró y su risa feliz resonó en los oídos de Miranda durante mucho, mucho tiempo.
Aquellas palabras lo persiguieron. Juntos asistieron a un baile en casa de lady Jersey unas noches más tarde y después de saludar a su anfitriona pasaron a su abarrotado y ruidoso salón de baile. Era sólo un poco más pequeño que el de Almack's y admitía fácilmente a un millar de invitados. Decorado en blanco y oro, el salón tenía exquisitas molduras de yeso y estaba iluminado por ocho arañas de cristal de Waterford. Los ventanales estaban enmarcados por cortinajes de raso blanco con hojas amarillas. Enormes maceteros de cobre contenían rosales blancos y amarillos, colocados a intervalos a lo largo del salón.
Los músicos se habían instalado sobre un estrado rodeado por tres lados con palmeras y rosales. A lo largo de los costados del salón se veían infinidad de sillas doradas tapizadas de seda rosa para que los bailarines cansados pudieran reposar y destruir al mismo tiempo la reputación de sus mejores amigos.
Cuando Miranda y Jared entraron en el salón, la primera persona que vieron fue Beau Brummel, y él inmediatamente decidió apadrinar la carrera de Miranda en la sociedad de Londres. Beau era alto y elegante; tenía el cabello claro, exquisitamente arreglado, y ojos azules y vivos con una expresión perpetuamente divertida. Tenía la frente despejada y la nariz larga, y sus delgados labios siempre parecían esbozar un mohín despreciativo. Había lanzado la moda del traje de etiqueta negro y lo llevaba a la perfección.
Brummel se adelantó para saludar a Miranda y su voz culta se alzó deliberadamente para que llegara a los que le rodeaban. Cogió lentamente la mano de Miranda y se la llevó a los labios.
– Ahora, señora, sé que las Américas son el hogar de los dioses, porque vos sois una verdadera diosa. Vedme a vuestros pies, divina dama.
– Por favor, señor Brummel. Semejante postura estropearía el buen corte de vuestra magnífica casaca, y jamás podría perdonármelo-respondió Miranda.
– ¡Cielos, un ingenio digno de su rostro! Creo que me he enamorado. Venga, diosa, le presentaré a los que están bien y a los que están mal. No le importa, ¿verdad, milord? No, claro que no.
Y se llevó a Miranda dejando a Jared solo. Pero por poco tiempo.
– Vaya, vaya, vaya -ronroneó la ronca voz familiar-. Parece que Beau está determinado a hacer de tu esposa un suecos fou.
Jared se obligó a sonreír antes de volverse a mirar a Gillian Abbott. Vestía un traje transparente de seda negra e iba completamente desnuda bajo la tela. Alrededor del cuello, una gargantilla de diamantes lanzaba destellos azules a cada movimiento. Los ojos de Jared la recorrieron fría y lentamente, simulando admiración.
– No dejas nada a la imaginación, ¿verdad, Gillian?
– Pero he conseguido llamarte la atención, ¿no es así, Jared?
– Querida mía, no creo ni por un minuto que te hayas puesto este traje pensando sólo en mi.
– ¡Pues sí! -protestó-. No tenía la menor intención de venir esta noche hasta que lady Jersey me dijo que estarías aquí. Tal vez ahora ya se te ha pasado la novedad de tu virtuosa niña. Estoy dispuesta a perdonarte tu conducta para conmigo, Jared, porque he sabido que te casaste con esa criatura a la fuerza. -Se inclinó hacia Jared, apretándose contra su brazo. Él contempló el traje, como si esto fuera lo que debía hacer, «Qué transparente y qué pesada es», pensó Jared.
– ¿Qué, se te ha pasado la novedad, amor mío? -insistió ella.
– Tal vez, Gillian -murmuró pasándole un brazo por la cintura.
– Lo sabía. -La voz de Gillian era triunfante, y le dedicó una mirada ardiente bajo las pestañas cargadas de pintura negra-. Llévame al jardín, Jared de mi alma.
– Luego, Gillian. Primero bailarás un vals conmigo. -Tomándola en sus fuertes brazos, le hizo dar vueltas por el salón mientras Miranda los contemplaba desolada.
– Vamos, diosa-la llamó dulcemente al orden Beau Brummel-.Amar al marido está pasado de moda. Los mejores matrimonios son los que se hacen en un despacho de abogado, no en el cielo.
– Al cuerno con la moda -masculló Miranda. Después, al recordar que se proponía ayudar a Jared, rió ligeramente-. No critico a milord por sus juguetes, señor Brummel… es sólo una cuestión de buen gusto.
– Oh, diosa, qué lengua tan acerada tiene -comentó Beau, riendo-. ¡Mire!, allí está Byron. ¿Le gustaría conocerlo?
– No especialmente. Su poesía me aburre soberanamente.
– Mi querida joven, realmente tiene usted buen gusto. Bueno, no podemos estafar a la alta sociedad la maravilla de la temporada, ¿no le parece?
– ¿Dónde está lady Caroline Lamb?-preguntó Miranda-.Tengo entendido que es su amiga del alma.
– Ah, sí, claro. Esta noche no la han invitado. Ha sido un favor especial para lady Melbourne, su suegra. Sin embargo, creo que está fuera, disfrazada como uno de los lacayos de Byron. Vamos, diosa, voy a presentarla a Lady Melbourne. Sin duda es una criatura maravillosa.
Jared y Gillian abandonaron el iluminado salón para adentrarse en el umbrío jardín de lady Jersey. El aire de la noche era suave y tibio y brillaban millares de estrellas. Al atravesar el jardín vieron oscuras y anónimas parejas abrazándose. Lady Abbott, que tenía un maravilloso sentido de la orientación, perfeccionado por la familiaridad, condujo a Jared a una pequeña y discreta glorieta. Tan pronto entraron, se echó en sus brazos y su boca ansiosa reclamó la de él.
El primer impulso de Jared fue apartarla, pero su misión alejó a Miranda de su mente y besó a Gillian Abbott como sabía que esperaba ser besada. Fue salvaje, casi cruel, y ella enloqueció. Jadeando, se arrancó el vestido y lo lanzó sobre la barandilla de la glorieta. Jared vislumbró su cuerpo opalescente brillando en la oscuridad y en su recuerdo encontró los senos salientes, una pequeña cintura, anchas caderas y el oscuro y frondoso monte de Venus. Alargando la mano, la atrajo hacia sus brazos, acariciando su pecho, pellizcando los oscuros pezones, haciéndola gritar antes de murmurarle:
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