– Jesús, eres una perra en celo, Gillian.

– Si fuera de otro modo, no querrías saber nada más de mí, Jared-le respondió.

– ¿Con cuántos hombres has jodido desde la última vez que estuvimos juncos? -le preguntó.

– Ningún caballero formularía semejante pregunta a una dama-protestó Gillian.

– No soy un caballero, soy un yanqui. Y tú, por supuesto, no eres una dama -Jared la besó profundamente, explorando su boca con la lengua. Gillian le devolvió el beso, ansiosa. Entonces la tumbó sobre el banco y con la mano buscó el sexo húmedo y palpitante. Metió dos dedos dentro de ella y empezó a moverlos rápidamente hasta que se le quedó la mano mojada.

– ¡Oh, Dios! -jadeó-. ¡Te adoro, Jared!

– Tú adoras cualquier semental que alivie tu incontrolable ardor, Gillian. -Se recostó y ella se arrodilló junto al banco. Le desabrochó los pantalones y liberó su sexo, para introducírselo en la boca. En seguida se endureció y Jared se echó sobre ella, obligándola a tumbarse de espaldas. Agarró sus redondas nalgas con fuerza y la sacudió rápidamente y con violencia. Gillian gozó una docena de veces antes de que lo hiciera él. Terminó enseguida y le dijo fríamente:

– Ponte el traje, Gillian. Podría vemos alguien.

– Hace un rato no te preocupabas por eso.

– No, ni siquiera lo pensé -admitió-. En realidad, pensaba en una noticia que me han dado hoy.

– Desearía que sólo pensaras en mí cuando estemos juntos -protestó Gillian, alisándose el traje.

Jared también se ordenó la ropa.

– Es que era muy importante. Es algo que Henry Temple me ha dicho.

– ¿Qué puede ser más importante que nosotros?

– Confío en que sepas guardar un secreto, aunque pronto será del dominio público. Mi país ha declarado oficialmente la guerra al tuyo.

– ¡Bah! Inglaterra y América se están declarando continuamente la guerra.

– Bonaparte debería estar satisfecho -observó Jared, indiferente.

– ¿Por qué? -Su voz había adquirido de pronto un tono interesado.

– Porque era su principal objetivo. Me imagino que quien le dé la noticia será bien recompensado. Vamos, Gillian, debemos volver al salón antes de que una ausencia prolongada provoque un escándalo.

– ¿Tienes miedo de que tu mujercita de leche aguada se entere de lo nuestro? -preguntó retadora-. Tengo la intención de que se entere de nuestra relación, ahora que ya te has cansado de ella. Pagará por el chasco en Almack's.

– !Gillian, Gillian! -lamentó-. ¿Cuántas veces debo advertirte que no llames la atención? Tu venganza sería más dulce si te callaras nuestra relación. Así, cada vez que vieras a Miranda, podrías reírte por dentro sabiendo que ella lo ignora. Esto sería lo más inteligente, pero me imagino que no te conformarás hasta que hayas pregonado este secreto a toda la sociedad.

– ¡Puedo ser inteligente! -protestó, pero él rió burlón.

Cuando entraron de nuevo en el salón y Jared se inclinó sobre su mano, ella quiso saber:

– ¿Cuándo volveré a verte?

– Pronto -respondió sin comprometerse, y se alejó sin más. Entró en el comedor y buscó una copa de champaña. Se la bebió casi de golpe y luego pidió otra. Se quedó en un rincón oscuro, mirando sin ver, con la mente en blanco. Se había comportado asquerosamente, pero, por Dios, había cumplido con su trabajo. Se estremeció. O despertaba su conciencia o se estaba haciendo demasiado viejo para este tipo de misión. Luego sonrió para sí. La fierecilla lo había inutilizado para las demás mujeres.

– Un penique por tus pensamientos, Jared.

– Ya está, Henry.

– ¿Durante tu estancia en el jardín?

– No se te escapa nada, ¿verdad?

– En realidad, no os vi salir. Fue Emily. Estaba disgustada porque simpatiza con tu mujer.

– Y yo lo estaba mucho mas -confirmó Jared-, porque también simpatizo con mi mujer. Gillian Abbott es un animal en celo y me da asco. Cumplí con mi deber de acuerdo con lo que tú y yo creemos, pero espero que todo esto termine pronto.

– Terminará, buen amigo, te lo prometo -lo tranquilizó lord Palmerston con simpatía, y después se alejó.

Jared miró a su alrededor por si su esposa se encontraba en el comedor. Sus cejas gruesas y oscuras se fruncieron, fastidiado, al ver un enjambre de admiradores alrededor de Miranda. Ese cachorro descarado del marqués de Wye se inclinaba sonriente sobre ella. Jared se les acercó:

– Señora -dijo con firmeza-, ya es hora de marcharnos.

Se alzó un coro de protestas, pero Miranda apoyó su fina mano sobre el brazo de su marido, exclamando:

– ¡Por Dios, caballeros! El deber de una esposa es acatar los deseos de su marido, siempre y cuando, naturalmente, sus deseos sean razonables.

Celebraron sus ingeniosas palabras con risas y el joven marqués de Wye observó:

– Pero la petición de lord Dunham no es nada razonable, Miranda.

Jared sintió que lo embargaba una oleada de rabia, pero la mano de Miranda se cerró sobre la suya y respondió risueña:

– Les deseo a todos muy buenas noches, caballeros.

Fueron a despedirse de su anfitriona y se marcharon. El príncipe regente ya se había ido, por lo que su despedida era permisible. Su carroza se acercó y pronto estuvieron en casa. Durante el trayecto guardaron silencio, pero al subir la escalera, Jared dijo:

– No me esperes, Miranda.

La besó superficialmente y ella percibió un débil aroma de gardenia en sus ropas.

Miranda se preparó para la noche y no tardó en dormirse. Despertó de pronto sin saber bien lo que la había sacado del sueño. La casa estaba en silencio. «¡Maldita sea! -pensó-. Jared se ha acostado creyendo que estoy dormida.» Apartó las ropas de cama y sin molestarse en coger una bata, cruzó la puerta de comunicación.

Se dio cuenta de que no estaba dormido, porque aunque no se movía bajo las mantas, respiraba agitadamente. Se acercó a la gran cama y se sentó a su lado, acariciándole la mejilla. Él se volvió.

– No has venido -observó dulcemente.

– Vuelve a la cama. Miranda -respondió tajante.

– Si no me lo cuentas, Jared, se abrirá un abismo cada vez mayor entre nosotros.

– He cumplido con mi deber -respondió, sombrío-, y me da asco. No puedo arrancarme el hedor de esa criatura de mi olfato. Por el amor hacia dos países, te he traicionado, Miranda. -Se le quebró la voz.

– Me has traicionado solamente si has disfrutado con ello. ¿Lo has hecho? -insistió.

– ¡No! -escupió la palabra con violencia.

– Entonces, solamente has cumplido con tu deber y nada más, y yo te amo. -Lo empujó con dulzura-. Déjame sitio, milord, no me gusta dormir sola.

No le dio tiempo a protestar antes de que Miranda se acurrucara junto a él, con su cariñosa calidez penetrando su frío.

Miranda se sentía triunfante. Aquel hombre mundano y sofisticado estaba sufriendo por lo que consideraba una deslealtad hacia ella. Comprendía que no sentiría así si no la amara y esto la conmovía especialmente.

– Abrázame -le murmuró al oído, lamiéndole el interior con su lengüecita. Jared se volvió para mirarla y agarró un puñado de su precioso y dorado cabello, aspirando la dulzura de su perfume. Después la abrazó y buscó ansiosamente su boca. La besó hasta dejarla sin aliento.

Las manos de Jared la despojaban del camisón de seda, acariciando su esbelto cuerpo con dedos tiernos hasta que Miranda no pudo más. Sus labios fueron explorando hasta el último rincón y ella creyó que iba a estallar del deseo que le estaba despertando. Jared la cubrió con su cuerpo y la penetró con ternura y ella suspiró profundamente. En seguida llegaron junios al clímax.

– ¡Dilo! -gruñó Jared con la voz firme otra vez.

– ¡Te amo! -sonrió-. ¡Dilo tú!

– ¡Te amo! Oh, mi amor, ¡cuánto te amo!

Lo había limpiado. Estaba curado, volvía a ser el mismo. Permanecieron tumbados juntos, sin soltarse las manos, y mucho más tarde. Miranda preguntó dulcemente:

– No podremos volver a casa hasta que tus obligaciones secretas hayan terminado, ¿verdad?

– No, no podemos irnos a casa, mi amor.

De repente se dio cuenta de que Miranda estaba llorando. Alzándose sobre un codo la estuvo mirando y preguntó:

– ¿Quieres volver a casa en el Dream Witch? Sigue fondeado y podemos burlar fácilmente el bloqueo inglés.

– No. -Sorbió las lágrimas-. Mi sitio está aquí contigo, y pienso quedarme. Iremos juntos a Rusia. Cuando reine la paz entre Inglaterra y América, una vez más, volveremos a Wyndsong. Me añoro, pero mi verdadero hogar es estar a tu lado, mi amor.

– Te estás transformando en una mujer sorprendente, fierecilla.

Sin embargo, no le dijo que se proponía viajar a Rusia solo. Llamar la atención sobre su viaje sería desastroso para su misión, porque Gillian Abbott y sus amigos no eran los únicos espías franceses en Londres. La temporada estaba tocando a su fin y él y Miranda iban a marcharse a Swynford Hall, cerca de Worcester, en apariencia para pasar el verano. Adrián recibiría una carta de explicación del ministro de la Guerra, lord Palmerston, y Jared se marcharía en secreto, dejando a su esposa al cuidado de lord Swynford. Ningún invitado notaría su ausencia, porque los recién casados no recibirían aquel verano. Jared estaría de vuelta en Inglaterra a primeros de otoño. Todo estaba perfectamente organizado.

8

Jared tuvo una suerte increíble -en realidad la tuvo Miranda- y sucedió durante el último baile de la temporada, en Almack's. Jared y Miranda circulaban juntos y por separado, charlando con sus amistades. Pasadas varias horas de chismes, baile e innumerables vasos de limonada tibia, Miranda hizo una visita inexcusable al cuartito de las damas. Después de instalarse tras un biombo de seda, de pronto oyó que la puerta se abría y volvía a cerrarse.

– Creí realmente que nunca podríamos irnos. -La voz hablaba en francés.

– Ni yo. -La otra voz era de Gillian Abbott, también hablando en francés-. Tengo una información muy valiosa para usted.

– ¿Cuan valiosa?

– El doble de lo que me ha pagado hasta ahora.

– ¿Cómo puedo saber lo que vale?

– Supongo que hasta ahora le he demostrado que soy digna de confianza. -La respuesta de Gillian sonaba a exasperada.

– ¿Por qué, de pronto, esta súbita necesidad?

– Verá -respondió Gillian-, Abbott está en las últimas. Cuando ese sobrino suyo y la cara de caballo de su mujer hereden el título, no tendré nada más que la casa de la viuda, en Northumberland. Toda la maldita finca está hipotecada, y no voy a recibir ni un penique. ¡Ni un solo condenado penique! En Northumberland no encontraré otro noble adinerado, y no creo que el futuro lord Abbott me permita vivir en su casa de Londres. Bueno -se corrigió-, tal vez sí, pero su horrenda mujer no me dejaría, así que debo agenciarme una vivienda. Y eso cuesta mucho dinero.

– No sé -vaciló su acompañante.

– Tengo una fuente impecable -insistió Gillian-. El americano, lord Dunham, es mi amante. Él y Henry Temple son íntimos amigos.

– ¿Lord Dunham es su amante? Muy bien, madame, le pagaré el doble por su información. Pero si resulta incorrecta o de escasa importancia, tendrá que devolvérmelo. -Se oyó un rumor de ropa y la voz dijo entonces-: Mon Dien! No es necesario contarlo. ¿Acaso la he estafado alguna vez?

– Está bien.

Miranda se asomó cuidadosamente para atisbar por la rendija donde estaban los goznes del biombo. Vio a Gillian Abbot guardándose una bolsa de terciopelo en el pecho. La otra mujer era joven y bonita, una morena elegantemente vestida de seda roja.

– Su información, señora.

– América ha declarado la guerra a Inglaterra -dijo Gillian tranquila.

– ¡El emperador lo estaba esperando! -exclamó la francesa.

– Ya le dije que la información valía la pena -declaró Gillian, satisfecha-. ¿Sabe?, siempre me ha sorprendido que Napoleón utilice una mujer como espía.

La francesa se echó a reír.

– No hay nada insólito en que una mujer espíe. Catalina de Médicis, la esposa de Enrique II, tenía un grupo de mujeres, conocido como el Escuadrón Volante, que recogía información.

– Los ingleses jamás harían esto.

– No -fue la divertida respuesta-. Sólo espían para los demás y para su beneficio personal. Será mejor que nos vayamos, madame, no vaya a ser que llegue alguien. Adieu.

– Adíeu -respondió Gillian y Miranda oyó cómo se cerraba la puerta del servicio. Volviendo a mirar por la rendija del biombo, vio que el cuarto estaba vacío.

Tan de prisa como pudo. Miranda se precipitó al salón de baile en busca de Jared. Lo encontró hablando con lord Palmerston, que le sonrió con afecto.

– Como de costumbre, señora, su belleza eclipsa la de todas las demás -observó galantemente lord Palmerston.