– ¿Incluso la de lady Cowper? -preguntó Miranda con picardía, sabiendo que la hermosa Emily era la amante de lord Palmerston.

– ¡Que Dios nos ampare, soy Paris con su maldita manzana!-exclamó lord Palmerston, con fingida consternación.

– Soy la americana más bonita de este salón y lady Cowper es la inglesa más hermosa -terció Miranda.

– Señora, es usted una diplomática nata, no el ministro de la Guerra.

– Soy mejor espía, señor. ¿Quién es la dama vestida de rojo? La morenita que baila con lord Alvanley.

Lord Palmerston miró hacia donde le indicaba.

– Es la condesa Marianne de Bouche. Está casada con el primer secretario de la embajada suiza.

– También es la espía a la que lady Abbott pasó su información. Yo estaba en el excusado hace un momento y cuando entraron creyendo estar a solas hablaron libremente. Domino el francés, milord, y lo he entendido todo.

– ¡Vaya, que me aspen! -exclamó lord Palmerston-. ¡Una mujer! Ahora entiendo por qué no dábamos con el espía. ¡Una mujer! ¡Todo el tiempo ha sido una mujer! Cherchez ¡afemine, es bien cierto. Por Dios, lady Dunham, que nos ha hecho un gran favor. Jamás lo olvidaré, se lo prometo.

– ¿Qué hará con ellas?

– A la condesa la mandaremos a su casa. Es la esposa de un diplomático y no podemos hacer otra cosa que informar al embajador suizo acerca de las actividades de la dama.

– ¿Y Gillian Abbott?

– Será deportada.

Miranda palideció.

– ¿Qué dirán a su marido?

– El viejo lord Abbott ha muerto. Falleció a primera hora de la noche, poco después de que su mujer saliera. La detendremos después del entierro, discretamente. Su desaparición de la sociedad será atribuida al luto. No tardarán en olvidarla. Su propia familia ha muerto y no tiene hijos. Francamente, querida, los caballeros que han sido sus amantes no lamentarán su desaparición y los demás no la echarán de menos. Seremos discretos. No queremos poner en evidencia a! Nuevo lord Abbott, ni empañar la memoria del viejo lord.

– Pero, ¡deportarla!

– Eso o ahorcarla, querida.

– Preferiría que me ahorcaran. Supongo que lady Abbott es de mi mismo parecer.

– Si la ahorcáramos daríamos publicidad al asumo -respondió lord Palmerston, meneando la cabeza-, cosa que no nos conviene. No, lady Abbott será deportada para siempre… no en una colonia penal, sino a las nuevas tierras de Australia, donde será vendida como esclava durante siete años. Después de esto, quedará en libertad, pero no podrá salir de Australia.

– ¡Pobre mujer! -la compadeció Miranda.

– No lo sienta por ella. No lo merece. Gillian Abbott traicionó a su patria por dinero.

– Pero será virtualmente esclava durante siete años, -Miranda se estremeció-. No me gusta la esclavitud.

– Ni a mí, pero en el caso de lady Abbott es nuestra única solución.

El temor de Miranda por lady Abbott resultó innecesario. Gillian se enteró de su próxima detención y huyó de Inglaterra. Sólo cabía asumir que uno de sus amantes se compadeció de ella y la advirtió. Los policías habían seguido a la enlutada Lady Abbott después del entierro a fin de arrestarla discretamente en su casa. Pero bajo los velos del luto encontraron a una joven actriz londinense y no a Gillian Abbott. Horrorizada al descubrir que estaba involucrada en un crimen, la señorita Millicent Marlowe se deshizo en lágrimas y lo contó todo.

Era una partiquina en la compañía del señor Kean y había sido contratada dos días antes por un caballero a quien jamás había visto.

Como la pobre y asustada criatura decía obviamente la verdad, se la dejó en libertad. La doncella de lady Abbott, Peters, fue convocada, pero no se la pudo encontrar. La investigación reveló que Peters también había huido. El nuevo lord Abbott quería poner fin a la situación. Temeroso de un escándalo, hizo saber que la viuda se había refugiado en su nueva casa de Northumberland para el año de luto.

Jared y Miranda Dunham cerraron su casa de Devon Square y salieron hacía Swynford Hall, en las afueras de Worcester. El trayecto les llevó varios días. Viajaron cómodamente en una gran berlina construida especialmente para largos viajes. Llevaban dos caballos suplementarios que trotaban con los lacayos cuando Jared y Miranda no los montaban. Roger Bramwell había arreglado las paradas en posadas cómodas y agradables. Fue un trayecto delicioso y Miranda disfrutó de la compañía de su marido aquellos pocos días en la campiña inglesa. Y lo disfrutó mucho más porque sabía que pronto abandonarían Inglaterra para irse a Rusia.

El campo estaba exuberante de plantas veraniegas, un marco perfecto para Swynford Hall, una mansión en forma de E de principios de la época isabelina. Los ladrillos habían adquirido un tono rosado, aunque la mayor parte de la casa estaba recubierta de brillante hiedra verde oscuro. La berlina traspasó la verja de hierro mientras un portero sonriente los contemplaba. Su rolliza mujer hizo una reverencia afectuosa desde la puerta del pabellón de entrada el pasar la berlina. La avenida estaba bordeada de enormes robles, y más allá de los árboles se veía la atractiva vivienda de la viuda. A Miranda se le escapó una risita.

– Veo que la viuda lady Swynford ya está en su casa. No creí que Mandy lo consiguiera.

– Pero yo sí -replicó Jared-. Es tan testaruda como tú, mi amor, pero su apariencia angelical hace creer a la gente que es una mujer fácil de manejar.

– Vaya, ¿así que yo no soy la mujer más agradable?

– Oh, sí, muy agradable. -Pero acabó concluyendo-: ¡Cuando te sales con la tuya!

– ¡Trasto! -le increpó-. ¡Eres tan mal bicho como yo!

– ¡Exactamente, milady, y ésta es la razón por la que nos llevamos tan bien!

Todavía seguían riéndose cuando el coche se detuvo ante la entrada de Swynford Hall, donde los anfitriones esperaban. Las dos hermanas se abrazaron cariñosamente y, después. Miranda dio un paso atrás para contemplar a su radiante gemela.

– Veo que sobrevives al matrimonio -comentó sonriendo.

– No he hecho más que seguir tu ejemplo -le respondió Amanda, burlona.

Era el principio de una semana maravillosa. Los habían instalado en unas habitaciones de la esquina con vistas a las suaves colinas de Gales al oeste y al lago y a los jardines de la finca, al este. Amanda y Adrián seguían aún su luna de miel y resultaban los anfitriones menos exigentes. Las dos parejas se encontraban solamente a la hora de cenar. No había otros invitados y solamente en la cena del día de su llegada, la madre de Adrián estuvo invitada. Al día siguiente se marchó a casa de una vieja amiga, lady Tallboys, en Brighton. La sencilla vida campestre resultaba demasiado aburrida y estrecha para ella, declaró.

Al final de una deliciosa semana de largos paseos a caballo y a pie por el bosque, Miranda entró un día en sus habitaciones y se encontró a Mitchum haciendo la maleta de su marido. Sobresaltada, preguntó qué ocurría.

– Milord ha dicho que salimos esta noche para Rusia, milady-respondió el alto y severo ayuda de cámara.

– ¿Han informado a Perky? ¿Por qué no está recogiendo mis cosas?

– No estaba enterado de que nos acompañara usted, milady-respondió Mitchum, desazonado de pronto.

Miranda bajó corriendo hacia el salón del jardín, donde la esperaban los demás. Entró de sopetón y gritó a Jared:

– ¿Cuándo te proponías decírmelo? ¿O es que solamente ibas a dejarme una nota? ¡Creí que íbamos juntos!

– Debo viajar deprisa y resultaría imposible para una mujer.

– ¿Por qué?

– Escúchame, fierecilla. Napoleón se dispone a atacar Rusia. Cree que Inglaterra y América están tan implicadas una con otra que no podrán ayudar al zar. Debo llegar a San Petersburgo y conseguir la firma de Alejandro en un tratado de alianza secreta entre América, Inglaterra y Rusia. ¡Debemos destruir a Napoleón!

– Pero ¿por qué no puedo ir yo? -insistió.

– Porque debo llegar y estar de vuelta antes de que empiece el invierno ruso. El verano está ya mediado y el invierno les llega mucho antes que al resto de Europa e Inglaterra. El Dream Witch está anclado en la costa. Mitchum y yo saldremos a caballo esta noche. No podemos esperar una berlina ni una doncella.

– ¡Cabalgaré con vosotros! No necesito a Perky para nada.

– No, Miranda. Nunca has pasado más de dos o tres horas en la silla, y nuestra cabalgata hasta el mar será una paliza. Debes quedarte aquí con tu hermana y Adrián hasta mi regreso. Si alguien decide visitar Swynford, dirás que estoy enfermo y que no salgo de mi habitación. Te necesito aquí, fierecilla. Si ambos desapareciéramos durante semanas, provocaría habladurías.

“0h, mi amor, quiero volver a Wyndsong. Quiero criar nuestros caballos y mandar mis barcos a los confines de la Tierra sin tener que preocuparme. Quiero fundar una dinastía basada en el amor que nos profesamos. ¡Y no podemos hacer ninguna de esas cosas mientras el maldito mundo anda de cabeza!”

– ¡Te odio por todo esto! -exclamó, rabiosa. Pasado un instante preguntó-: ¿Por cuánto tiempo?

– Debería estar de vuelta a final de octubre.

– ¿Deberías?

– Estaré.

– ¡Mejor que sea así, milord, o iré a buscarte!

– Y lo harías, ¿verdad, fierecilla? -Tendió la mano y la atrajo hacia sí con fuerza. Miranda lo miró y sus ojos verde mar devoraron su rostro-. Volveré a casa muy pronto, mi amor -prometió con voz ronca y la besó ansiosamente.

Observándoles desde una esquina de la habitación, lady Amanda Swynford se dijo de nuevo que prefería el tierno amor que sentía por Adrián a ese ardor salvaje. Su hermana y Jared eran tan apasionados que cuando estaban pendientes uno de otro el mundo que los rodeaba dejaba de existir. El amor ardiente que compartían su gemela y Jared era, en cierto modo, algo muy primitivo.

Leyendo sus pensamientos, lord Swynford se acercó en silencio y pasó un brazo tranquilizador sobre los hombros de su esposa.

– Es sólo que ellos son muy americanos y tú y yo somos muy ingleses.

– Sí… será eso, supongo -respondió despacio Amanda-. Qué raro que Miranda y yo seamos tan diferentes.

– Pero en realidad os parecéis mucho, ¿sabes? Ambas poseéis un gran sentido de la ecuanimidad, y una tremenda lealtad hacia vuestros seres queridos.

– En efecto, así es -respondió Amanda-, y si conozco bien a mi hermana, se pondrá de lo más pesada cuando su marido se haya ido. Tú y yo lo pasaremos muy mal, Adrián. Esto no es precisamente lo que yo esperaba como verano de luna de miel.

– No -musitó Adrián, reflexivo-. No creo que tengamos ningún problema con Miranda.

Durante varios días a partir de la marcha de Jared, Adrián pareció haber acertado. Miranda se mantenía reservada. Amanda había temido enfrentarse con la Miranda de antes, tempestuosa, llena de rabia. Pero su hermana gemela estaba tranquila y pensativa. Se guardaba sus emociones y nadie podía saber si empapaba de lágrimas la almohada en la oscuridad de la noche.


Pasaron agosto y septiembre. Perdido en la corte rusa, lord Jared Dunham, el enviado angloamericano, tenía aún que ver al zar Alejandro. Napoleón había declarado la guerra a Rusia y marchaba sobre Moscú. El zar todavía no había decidido si apoyar abiertamente a los enemigos declarados de Bonaparte. También encontraba raro que ingleses y americanos, oficialmente en guerra, le pidieran que firmara con ellos una alianza contra los franceses. Decidió aplazar la decisión. Sin embargo, no se molestó en informar de ello a lord Dunham. Así que Jared esperaba y se preocupaba por si fracasaba su misión. Se desesperaba por su ausencia de Inglaterra.

Le llegó un mensaje de lord Palmerston. Los americanos y los ingleses, que buscaban el modo de terminar el conflicto entre sus países, habían decidido que Jared debía permanecer en San Petersburgo hasta que el zar tomara una decisión y se uniera a la alianza angloamericana contra Bonaparte. Pero al comprender que la prolongada ausencia de Jared de la escena social inglesa causaría comentarios, decidieron traer a su hermano Jonathan burlando el bloqueo inglés y americano, a fin de dejarlo en Inglaterra para que ocupara el puesto de su hermano Jared. Se parecían tanto que nadie notaría la diferencia.

Jared sonrió con amargura paseando dentro de la pequeña casa de invitados, que pertenecía a un gran palacio, y que se había alquilado para él. Daba al río Neva, que partía en dos el corazón elegante de San Petersburgo, y estaba rodeada por las viviendas opulentas de los muy ricos y poderosos. La casa, una pequeña joya, se había construido en el fondo de un gran jardín y tenía una vista preciosa del río. Contaba solamente con dos sirvientes, una cocinera y una doncella. Ambas ancianas hablaban un francés apenas comprensible, pero Jared no necesitaba a nadie teniendo a Mitchum. No estaba allí para hacer vida social. Por tanto, no tenía que recibir.