Jared Dunham se sintió muy solo de pronto, completamente aislado del mundo. Se preguntó si no estaría pagando muy caro el precio de sus ideales. ¿Qué diablos estaba haciendo en Rusia, lejos de Miranda, lejos de Wyndsong? Napoleón ya estaba en Moscú y una gran extensión de campos calcinados marcaban su paso a través del país, porque los aldeanos rusos, acérrimos patriotas, habían prendido fuego a sus campos antes de permitir que cayeran en manos de los franceses. Aquello significaría hambruna aquel invierno. Jared Dunham suspiró al ver la fina capa de hielo en el río Neva brillando al sol de la mañana. En Inglaterra estarían en otoño, pero aquí, en San Petersburgo, se les había echado el invierno encima. Se estremeció. Suspiraba por su mujer.


A la luz del amanecer, de pie junto a su cama, Miranda contemplaba al hombre que dormía allí. Estaba absolutamente segura de que no era su marido. Estaba casi convencida de que se trataba de su cuñado, Jonathan Dunham, pero ¿porqué estaba en Inglaterra? ¿Por qué se hacía pasar por Jared? Un súbito cambio en el ritmo de su respiración le hizo comprender que se había despertado.

– Buenos días, Jon -saludó plácidamente.

– ¿Cómo lo has sabido? -preguntó, sin molestarse siquiera en abrir los ojos verde gris.

Sentada al borde de la cama, se rió al contestarle:

– Jared no ha estado nunca tan cansado. Sobre todo después de una separación tan larga. Te has cortado el pelo.

– Para parecerme más a Jared.

– ¿Te proponías decírmelo, Jon? ¿O acaso el inteligente lord Palmerston decidió mantenerme en la ignorancia?

– Debía decírtelo sólo si me reconocías.

– ¿Y si no?

– Debía callarme -respondió a media voz.

– Dime entonces, ¿hasta dónde te proponías llegar? -quiso saber Miranda y como él la conocía poco, no reconoció el peligroso tono de su voz.

– Sinceramente, esperaba encontrarte embarazada -dijo-. Lo hubiera solucionado todo.

– ¡Ya! ¿Dónde está Jared?

– En San Petersburgo, detenido por el invierno. El zar no se decide a firmar la alianza. La misión de Jared debe permanecer en secreto porque no tiene el reconocimiento oficial de ambos gobiernos. Pero es demasiado famoso para desaparecer simplemente de Inglaterra, y todo el mundo asume que los Dunham no pueden abandonar Inglaterra y regresar a Wyndsong. En otras palabras, alguien tiene que hacer de Jared.

– ¿Y tu esposa? ¿Aprueba esta mascarada? -La voz de Miranda era cortante.

Reinó un profundo silencio, hasta que Jon dijo:

– Charity ha muerto.

– ¿Qué? -exclamó, impresionada.

– Mi mujer murió ahogada en un accidente de barco, este verano. Se había criado en Cape Cod y le encantaba el mar. Una excentricidad suya consistía en ir a la vela en su pequeño bote. Era buena marinera, pero la cogió una ráfaga inesperada y violenta. El bote quedó destrozado y el cuerpo de Charity apareció en una playa cercana al cabo de unos días. -Se le quebró la voz-. Se supone que yo he ido a pescar ballenas para mitigar mi dolor.

– ¿Y los niños?

– Con mis padres.

– Oh, Jon, no sabes cuánto lo siento.

Recordaba muy bien a su afectuosa cuñada. Jon le cogió la mano.

– Ya ha pasado lo peor, Miranda. He aceptado el hecho de que Charity se ha ido. Aún no sé si podré sobrevivir sin ella, pero debo esforzarme. Los niños me necesitan. -Sonrió con tristeza-. Si hubiera podido ir a San Petersburgo en lugar de Jared, no lo habría dudado ni un momento, pero yo he sido siempre el hijo respetuoso que se quedaba en casa mientras mi hermano menor era el aventurero. Carezco de experiencia diplomática. Lo único que puedo hacer es engañar a la sociedad hasta que vuelva mi hermano. Pero tendrás que ayudarme.

– Saldrá bien, Jon. Yo te diré cuanto necesites saber. No tenemos que volver a Londres hasta pasado el primero de año, así que aquí estarás a salvo.

– ¿Y qué haremos con tu hermana y tu cuñado? Podemos decírselo.

– No. Cuanta menos gente sepa que estás ocupando el lugar de Jared, más seguro estará él. Además, si logras engañar a Amanda y Adrián, sabrás que puedes convencer a todos. -Inclinó la cabeza a un lado y luego se echó en sus sorprendidos brazos-. ¡Bésame! ¡Rápido! -Tiró de su oscura cabeza hacia abajo en el preciso instante en que se abría la puerta de la alcoba. Perkins se quedó clavada, con los ojos desorbitados ante los cuerpos entrelazados sobre la cama.

– ¡Oh! -Jadeó-. ¡Oh! -La pareja se separó y Perkins respiró, aliviada-. ¡Milord! ¡Ha vuelto!

– En efecto, Perky -rezongó perezosamente-, y veo que has olvidado llamar a la puerta. Te llamaremos si te necesitamos. -Se volvió a Miranda y se apoderó nuevamente de sus labios. La puerta se cerró pero Jonathan Dunham no soltó a la mujer a quien abrazaba. Su boca, tierna ahora, probó profundamente la de ella y sólo cuando se dio cuenta de que Miranda estaba temblando y sorbió las lágrimas saladas que le resbalaban por las mejillas, la dejó.

– Maldita sea. Miranda, lo siento mucho. No sé por qué lo he hecho.

Vio la tristeza en su rostro y la abrazó con ternura.

– He estado tan obsesionado por mi propio dolor que no me he detenido a pensar cuánto debes añorarlo. -La mantuvo abrazada y la meció como si fuera una niña.

Pasados unos minutos ella murmuró:

– Besas diferente.

Jonathan se echó a reír.

– Nos lo han dicho antes -confesó y a continuación añadió-: Esto no volverá a ocurrir. Miranda, te lo prometo. Te pido perdón por haber perdido la cabeza y haberte ofendido. ¿Querrás perdonarme, querida?

– No me has ofendido, Jon. Sólo lamento no ser Charity. No me besaste a mí, sino a ella; lo comprendo. Si tu mujer hubiera muerto después de una larga enfermedad, habrías tenido la oportunidad de despedirte. Pero murió de repente y ni siquiera tuviste la oportunidad de decirle adiós. Duele. Sé que duele.

– Eres muy sabia para ser tan joven. Ahora empiezo a comprender por qué Jared te quiere tanto.

– Creo que ahora deberíamos llamar a Perky, Jon. ¿ Cómo sabías su diminutivo?

– Lord Palmerston me lo dijo. Lord Palmerston es siempre muy eficiente. A propósito, he traído a uno de sus hombres como ayuda de cámara. Vamos a decir que Mitchum recibió una oferta mejor de otro caballero y que Connors ocupa su lugar.

– Muy bien. -Miranda se deshizo del abrazo y tiró de la campanilla-. Pediré otro cobertor acolchado para esta noche. Lo enrollaré como un tubo y lo colocaremos entre los dos para separarnos.

– Yo puedo dormir en el sofá.

– Te colgarían los pies y el suelo está ahora demasiado frío. No tengas miedo, Jon -se burló-, no te seduciré.

Saltó de la cama para ir a secarse ante su tocador y empezó a cepillarse el cabello.

Hubo una llamada a la puerta y Perkins entró de nuevo con una bandeja, esta vez para dos.

– Buenos días, milord, milady. -Dejó la bandeja encima de la mesita junto al fuego-. Connors pregunta si desea usted que le prepare el baño. Siento que Mitchum nos haya dejado.

– Dile a Connors que me bañaré después del desayuno.

– Muy bien, señor. -Perkins hizo una reverencia y salió. Jonathan se acercó a la bandeja y empezó a levantar las tapaderas de los platos.

– ¡Válgame Dios, arenques! -exclamó con un estremecimiento.

– A Jared le encantan los arenques.

– ¡Qué asco!

– Tendrás que acostumbrarte a comerlos, Jon. Otra cosa; aunque tu voz se parece mucho a la de Jared, tienes un ligero acento de Nueva Inglaterra. Suavízalo.

Le dio algunos consejos más a lo largo de las siguientes semanas y Jonathan no tardó en darse cuenta de que su propia personalidad iba difuminándose al parecerse cada vez más a Jared y menos a sí mismo.

Amanda y su marido no se dieron cuenta del engaño. Al principio Jonathan estaba incómodo en su papel, pero Miranda se lo facilitó tratándolo con la misma mezcla de sincero afecto y fuerte independencia con que trataba a Jared. Eso convenía a Jon. El dolor por la pérdida de Charity empezó a mitigarse. Y al hacerlo, renació de nuevo el hombre que llevaba dentro de si.

Jonathan y Miranda se divertían. A Miranda le gustaba el aire libre y montaba a caballo cada día excepto cuando el tiempo era imposible. Lejos de Swynford Hall, lejos de oídos peligrosos, podían hablar libremente. Miranda se enteró de la infancia desgraciada de Jared y cómo la sabiduría y generosidad de su abuela Lightbody le había liberado de su puritano e implacable padre.

– Jamás le vi demostrar la menor ternura hacia ella hasta que murió. En su entierro lloró como un niño -explicó Jon.

La viuda lady Swynford volvió a Brighton y se entusiasmó con Jonathan Dunham.

– Tu marido tiene unos modales exquisitos -le dijo a Miranda-. Pero claro, siempre lo he dicho. Es un demonio encantador, querida. ¡Simplemente encantador!

Aunque el tiempo era inusitadamente agradable, se acercaba Navidad, y Amanda y Adrián llevaban ya seis meses de casados. El 6 de diciembre lord y lady Swynford organizaron una cena en honor de lord y Lady Dunham para celebrar su primer aniversario de boda. Era la primera vez que recibían desde su boda y habría baile después. El primer invitado iba a ser el pretendiente rechazado por Amanda, el duque de Whitley.

Darius Edmund era cuarentón. Alto, de cabello castaño ceniciento, tez clara y ojos brillantes de color turquesa. Su atuendo y sus modales eran de una elegancia contenida. El duque de Whitley se había sentido fuertemente atraído hacia Amanda, porque Darius Edmund coleccionaba cosas hermosas. Había estado casado dos veces. Ambas esposas, aunque de una belleza exquisita y un linaje impecable, eran delicadas y ambas habían muerto al perder a sus hijos. Amanda lo había hechizado y Darius le hizo el honor de pedirla por esposa pese a su lamentable nacionalidad. Ante su intensa humillación, se había visto rechazado en favor de un modesto barón. Se tragó la amarga decepción poniendo a mal tiempo buena cara, tranquilizado porque nadie, excepto su propia familia, sabía de su declaración a la pequeña yanqui. Y la familia de ella, suspiró aliviado, extremadamente discreta, no pregonó a los cuatro vientos su vergüenza. Por tanto, a Darius le resultó posible aceptar la invitación de los Swynford. Le encantó, porque se sentía francamente curioso de conocer a la gemela de lady Swynford. Por más que se esforzaba no lograba recordarla, pero había entusiasmado a su hermano menor, Kit.

– Una belleza única -le había explicado Kit-, y además inteligente.

Mientras Darius Edmund estaba en la cola de los que esperaban para saludar a los anfitriones y a los invitados de honor, sus ojos se posaron sobre la dama en cuestión. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Era absolutamente magnífica y no hizo nada por disimular su admiración cuando se llevó a los labios su mano enguantada.

– Lady Dunham -murmuró-. Estoy desolado al ver lo tonto que he sido. Tendrá que prometerme un baile, naturalmente, y ser mi pareja para la cena.

– Me honra usted, mi señor duque -le dijo con frialdad- Le concederé un baile, por supuesto, en cuanto a la cena, no puedo prometerle nada. Tengo el tercer vals libre.

– Debo conformarme con eso, milady, pero le advierto que trataré de convencerla para que cene conmigo.

– Estaré en guardia -le sonrió.

Darius Edmund se refugió en un rincón desde donde podía ver a lady Dunham. Su traje tenía una transparencia de seda color violeta, recubierta de moaré lavanda finísimo. El dobladillo y el borde de las manguitas estaban bordados con una greca clásica en oro. El escote era profundo y el duque de Whitley admiró su precioso busto. Le ceñía el cuello un complicado collar de amatistas y perlas orientales montado en oro amarillo. Las piedras eran ovales, excepto la del centro, que tenía forma de estrella. Llevaba pendientes a juego, una pulsera y un anillo también en forma de estrella. Pero lo más delicioso eran las dos estrellas de amatistas oscuras en el pelo.

Su cabello. El duque suspiró, impresionado. Lo llevaba partido con raya en medio y sujeto en un moño bajo, en la nuca. Se preguntó qué aspecto tendría suelto, flotando. El cabello de una mujer era en verdad su mayor gloria y al duque no le gustaba el estilo de pelo corto, a la sazón de moda.

– ¡Darius, hijo mío!

Fastidiado se volvió hacia la gordezuela y enturbantada lady Grantham, amiga de su madre. Le sonrió y se llevó su mano a los labios, murmurando un saludo.

– Qué suerte encontrarte a solas -gorjeó lady Grantham-. Ven conmigo. Quiero que conozcas a mi sobrina, que está pasando unos días en casa antes de su primera temporada en Londres.

Santo Dios, pensó irritado, una chiquilla recién salida de la escuela. Pero no podía evitarla. El tercer vals no llegaría lo bastante deprisa para él. Cuando llegó, aferró ansiosamente a lady Dunham entre sus brazos y salió a la pista. Miranda se echó a reír.