– ¡Por Dios, señor! ¿Le parece correcto demostrar claramente tanto alivio?

– No tengo por qué ser cortés; soy Whitley, uno de los títulos más antiguos de Inglaterra. Por Dios, señora, que sois arrebatadora. ¿Por qué no me declaré a usted!a temporada pasada?

– Probablemente porque no me vio -respondió ella alegremente.

– Debía de estar ciego -murmuró, agitando la cabeza. Charlaron divertidos y pronto, pensando en el hombre que hubiera debido estar bailando con ella. Miranda se entristeció. Segundos después experimentó ira. Éste era su primer aniversario de boda y en lugar de estar en casa, en Wyndsong, celebrándolo con su amado, estaba bailando en un salón inglés con un duque enamorado mientras su cuñado fingía ser su marido. Si Jared pensaba que la maldita alianza angloamericana era más importante que su matrimonio, entonces ¿por qué se empeñaba ella en mostrarse como la esposa recatada y digna? ¿Quién sabía lo que estaría haciendo en la corte de Rusia? Cuando el baile llegó a su fin, Miranda pasó la mano por el brazo del duque y le dijo:

– He decidido permitirle que me acompañe a cenar, señor.

– Muy honrado -murmuró, besando la mano enguantada de lavanda antes de entregarla al siguiente bailarín.

A medida que aumentaba su ira, Miranda se mostraba más alegremente coqueta. Bailó la última pieza antes de la cena con Jonathan y le divirtió ver que él no aprobaba su comportamiento.

– Tienes a casi todos los jóvenes, casados o solteros, suspirando tras de ti.

– Tú no eres mi marido -le dijo en voz baja-. ¿Qué más te da?

– Respecto a todos los demás, soy Jared.

– Vete al infierno, mi amor.

– Por Dios, Miranda, ahora sé por qué Jared te llama fierecilla. Compórtate, o tendré que excusarte.

Lo miró rabiosa, enfurecida, y él le rodeó la cintura con un brazo.

– ¡Te odio! -exclamó Miranda entre dientes-. ¡Te odio por no ser Jared! Mi esposo estaría ahora aquí conmigo si no estuviera en San Petersburgo.

– Cálmate -le aconsejó Jon, comprendiendo su ira-. Cálmate, cariño. No puedes evitarlo y conozco bien a mi hermano; debe de sentirse tan solo como estás tú ahora.

El baile terminó y el duque se precipitó para llevarse a Miranda a cenar. Ambos hombres se inclinaron.

– Duque.

– Milord, estoy encantado de tener a su hermosa esposa como compañera de cena. Ojalá pudiera encontrar otra dama igual para hacerla mi duquesa. Belleza, inteligencia e ingenio son una combinación insólita.

– En efecto, señor. Soy muy afortunado -afirmó Jon, quien volvió a inclinarse y se alejó.

El comedor de los Swynford era aquella noche un templo a la gula. La larga mesa de caoba estaba cubierta por un mantel de damasco blanco, irlandés, con un dibujo flora!. Alineados de un extremo a otro de la mesa había seis candelabros de plata, de seis brazos cada uno, con velas de color crema. Entre los candelabros destacaban cinco centros de rosas rojas, blancas y rosas, con verde y algo de acebo. El copioso menú consistía en dos mitades de ternera asada a la sal para conservar todo su jugo. Las habían colocado a cada extremo de la mesa. Había cuatro piernas de cordero recubiertas de romero, dos lechones con manzanas en la boca, jamones aromatizados con clavo, ocas asadas y rellenas de fruta, enormes salmones escoceses en gelée, esturión, ostras, langostas y fuentes de lenguado frito. Había liebre, anguilas, carpas, paté de palomino, fuentes ovaladas de porcelana de Wedgewood con perdices y codornices, pastel de calabacín, coles de Bruselas, suflé de patatas, fritos de manzana y albaricoque, y grandes cuencos de plata con lechuga, rabanitos y escalonias.

Sobre el largo aparador estaban los postres, fuentes de plata con pastel de queso y almendras, tortas, tartas de fruta, grandes cuencos de natillas; peras recubiertas de merengue, manzanas asadas y pasteles rellenos de crema de moka. Bandejas de plata, a pisos, sostenían petiís fours recubiertos de azúcar glas blanco, rosa y verde.

Miranda comió sólo una loncha de ternera cruda, ensalada y dos diminutas patatas, pero el plato de Darius era como una montaña de ternera, lechón, codorniz, pastel de calabacín, coles de Bruselas, fritos de albaricoque y una pequeña langosta. Contempló asombrada cómo lo engullía todo y luego elegía tres postres. Ella sólo tomó uno. También bebió mucho champaña, pero ahí siguió su pauta, porque su ira no había remitido en absoluto. El champaña se le subió a la cabeza y rió como una tonta mientras el duque coqueteaba con ella. A éste, el deseo empezó a inflamarlo. Si no podía tenerla como esposa, ¡qué exquisita amante sería!

– Pasemos al invernadero, querida -le murmuró al oído-.Tengo entendido que los rosales de su cuñado no tienen parangón.

– Eso me han dicho -asintió, mientras se levantaba con dificultad-. Oh, me temo, señor, que el champaña se me ha subido a la cabeza.

Él se inclinó y le besó el hombro.

– Sólo un poquito, ángel mío. Vamonos ahora, un paseo le sentará bien.

Salieron del comedor y después de atravesar el gran salón entraron en el invernadero. Miranda avanzaba como entre algodones y la cabeza le daba vueltas. La atmósfera cálida y húmeda del invernadero la debilitó, pero le gustaba sentir el apoyo del brazo masculino. ¡Hacía tamo tiempo desde que Jared la había dejado! ¡Aquél era su primer aniversario de boda y estaba sola!

Darius Edmund condujo a Miranda hasta el fondo de la jungla en miniatura y la acomodó en un delicado banco blanco de hierro forjado. El aire estaba cargado de perfume de rosas, gardenias y linos, y Miranda empezó a sentirse mareada.

– Estoy loco por usted -le dijo Darius Edmund con voz profunda e intensa-. Es usted exquisita, más preciosa que cualquier otra mujer que haya conocido. Voy a ser franco con usted. Miranda, porque tengo entendido que los americanos prefieren las cosas claras. Quiero que sea mi amante-Antes incluso de que ella comprendiera lo que le estaba diciendo, empezó a besarla. Le bajó las hombreras del traje lavanda, y con los labios buscó ansiosamente los jóvenes senos-.¡Ah, amor mío, la adoro!

– Qué mala suerte para usted, milord, dado que la dama es mi esposa.

Darius Edmund se levantó de un salto. El alto y elegante lord Dunham lo contemplaba imperturbable.

– Por supuesto, deseará una satisfacción -ofreció el duque, envarado.

Miranda, apenas consciente, se apoyó contra el banco y cerró los ojos. El duque la había estado sosteniendo mientras la besaba, y de pronto Jon lo había estropeado todo. Estaba medio dormida y casi no veía a los dos hombres.

– No tengo el menor deseo de involucrar mi buen nombre ni el de lord Swynford en un escándalo, señoría. Puesto que nadie más ha presenciado el incidente, consideraré el caso cerrado. No obstante, le aconsejaría que en adelante se aparte de mi esposa.

Darius Edmund se cuadró y después de saludar secamente al americano, dio media vuelta y salió del invernadero. Jonathan Dunham miró a Miranda, deseándola. Le volvió a subir el traje para cubrir el bello pecho, y olió el champaña en su aliento. Moviendo la cabeza, sonrió ante la idea del dolor de cabeza que iba a sufrir por la mañana.

Miranda protestó ligeramente cuando Jon la levantó y la sacó rápidamente del invernadero, a través de la casa, y hacia arriba a su dormitorio. Como los invitados estaban distraídos bailando y jugando, no se tropezó con nadie.

– ¡Cielos, milord! ¿Le parece correcto? -exclamó Perkins cuando lo vio entrar por la puerta.

– Me temo que su señora ha bebido demasiado, Perky, y le ha sentado mal. Tendrá mucho dolor de cabeza cuando despierte. Vamos, la ayudaré a desnudarla.

Juntos consiguieron desnudar a Miranda y mientras Perkins se apresuraba a buscar un camisón, Jonathan permaneció sentado junto a la hermosa mujer tendida sobre la cama. Nunca la había visto desnuda. En realidad, nunca había visto a ninguna mujer completamente desnuda. Charity siempre insistía en que hicieran el amor a oscuras, y siempre se cambiaba en la intimidad de su vestidor.

Sus ojos verde gris acariciaron a Miranda. Después alargó la mano para tocarla y se estremeció al contacto de su piel tibia y sedosa. Noche tras noche dormía en la misma cama que ella, y se esperaba de él que se mantuviera distante. ¿Acaso era un santo?

Al darse cuenta de que tenía la mano apoyada en su muslo descubierto, la apartó súbitamente como si la superficie de su piel le quemara. «Maldición -pensó-. No puedo seguir así. ¡Oh, Dios, qué senos tan perfectos tiene!» Deseaba hundir el rostro en aquella suavidad.

Perky volvió con uno de los camisones transparentes de Miranda, la incorporaron y le pasaron la sedosa prenda por la cabeza. Jonathan la levantó mientras Perky abría la cama. Cuando la hubo arropado bien, se quedó un momento contemplándola, después se volvió bruscamente y salió tan de prisa como pudo de la alcoba.

De nuevo abajo, en el salón, trató de perderse entre el jaleo. Estaba rodeado de tentación y la estancia aparecía llena de bellas mujeres con escotes atrevidos. Los pechos lo asaltaban. Su olfato se veía asediado por perfumes de todo tipo: fresca lavanda, aromas especiados, rosas exóticas y nardos, elusivos helechos y musgo, y pesado almizcle.

Rechinó los dientes ante el ataque de brazos con hoyuelos, rizos juguetones, ojos brillantes, bocas jugosas, anhelantes. Después de una hora de tormento, sus ojos captaron un movimiento entre las pequeñas palmeras de la entrada. Eran Amanda y Adrián, fundidos en un ardiente abrazo. Vio que el joven lord Swynford pasaba las manos por la espalda de su mujer hasta llegar a las nalgas, que agarró para acercarla más a él. Apartando la mirada, Jon corrió escaleras arriba.

Tampoco podía refugiarse allí. Miranda yacía enroscada en el mismo centro de la cama, con el camisón de seda subido hasta la cintura, su adorable trasero descubierto ante él. Huyó a su vestidor, se desnudó y se tendió en el sofá para echar un sueñecito. Oyó la lluvia batiendo los cristales y la pizarra del tejado, primero con suavidad y luego con más fuerza. Se oía el vago retumbar del trueno a lo lejos. El trueno en invierno es el trueno del diablo, pensó, recordando el refrán que su abuela Dunham gustaba recordar. El retumbar fue acercándose y vio un relámpago.

– ¡Jared!

La oyó gritar, un grito de puro terror.

– ¡Jared! ¡Jared! -La voz sonaba desesperada.

Se levantó del sofá y se acercó a ella, impresionado al verla incorporada, con los brazos tendidos, los ojos cerrados y las lágrimas resbalando por sus pálidas mejillas. Más truenos provocaron nuevas exclamaciones dolidas:

– ¡Jared! ¿Dónde estás? ¡Oh, por favor, ven a mí!

Jonathan se sentó en la cama y la abrazó.

– Estoy aquí, fierecilla, estoy aquí -murmuró para tranquilizarla-. No llores, mi amor. Jared está aquí.

Llorando, Miranda apretó la cara contra su pecho. Maquinalmente la mano de Jon se posó sobre el oro plateado de su cabellera, alisándoselo. El cuerpo le dolía de deseo.

– ¡Ámame, Jared! -suplicó Miranda con pasión-. ¡Oh, Dios, hace tanto tiempo que no me has amado, mi amor!

Le lamió los pezones y él se estremeció.

– ¡Miranda! -exclamó, con la voz quebrada.

El resplandor de los relámpagos daba a la habitación un tono azulado irreal. Vio que Miranda seguía con los ojos cerrados. El trueno retumbó más cerca esta vez, estruendo tras estruendo, y ella se le aferró desesperadamente.

– ¡Oh, Jared, te prometo ser la esposa que deseas! ¡No vuelvas a dejarme! Por favor, ámame, Jared. ¡Por favor!

Se desplomó hacia atrás, arrastrándolo, y Jonathan Dunham tuvo la certeza de que iba a hacer el amor con la mujer de su hermano.

Todo se borró excepto su profundo deseo por aquella ninfa de oro plateado. Ya no podía resistir el hambre que lo roía. Ya no quería luchar más.

Encontró su boca ansiosa y bebió de ella gustando la dulzura de sus labios de flor. Besó hasta el último rincón de su rostro en forma de corazón, el adorable hoyuelo de su barbilla, su naricita recta, los sombreados párpados, las oscuras pestañas palpitantes contra las pálidas mejillas como oscuras mariposas.

Sus manos recorrieron el hermoso cuerpo y la oyó suspirar feliz cuando ambas pieles desnudas se rozaron. Quería tiempo para explorar aquella nueva tierra maravillosa, pero ella no quiso darle tiempo.

Se agitaba desesperadamente debajo de él y pronto sus dedos le buscaron el sexo, tocándolo con sus manitas ardientes que lo fueron acariciando y masajeando hasta que Jon creyó reventar de pasión. Metió entonces la rodilla entre los tiernos muslos, los separó y penetró profundamente en el rendido cuerpo de Miranda.

– ¡Oh, Jared! -exclamó-. ¡Oh, mi amor, sí!

A su alrededor el trueno retumbaba sin cesar y los relámpagos estallaban con violencia, iluminando y oscureciendo la alcoba en rápida sucesión. Miranda era fuego en sus brazos. Se entregó a él por completo, pero, naturalmente, no se rindió a Jonathan, sino a Jared.