Jonathan lo sabía. Miranda no había abierto los ojos ni una sola vez y de repente Jon comprendió que en ningún momento había tenido consciencia de él. La desesperada necesidad de Jared, el miedo a la tormenta y el exceso de licor habían sido los responsables. Había tomado a la mujer de su hermano adúlteramente, y Jonathan se sintió de pronto tan hundido por el remordimiento como lujurioso poco antes.

Hubiera salido de la cama, pero Miranda estaba acurrucada junto a él, con la cabeza apoyada en su hombro. La rodeó con un brazo protector y echó el cobertor sobre ambos. Con los ojos hundidos permaneció escuchando la lluvia. El trueno había desaparecido y cesado los relámpagos. Se levantó viento y supo que por la mañana encontraría que las últimas hojas habían caído. Miranda murmuró contra él y Jon estrechó su abrazo. Dios Santo, Miranda, ¿qué he hecho? Se consoló con la idea de que probablemente Miranda no recordaría nada, ya que en realidad no había sido consciente. Los minutos se arrastraron y formaron una hora, y luego dos. Se le estaba durmiendo el hombro y tenía frío pese a los cobertores. La alcoba empezó a clarear con la llegada del día y pronto los pájaros iniciaron sus locas charlas.

– Fuiste tú y no Jared, ¿verdad? -Su dulce voz le traspasó el alma.

– Miranda… -No sabía si debía mentirle o admitir su culpa.

– ¡Gracias, Jon!

Se quedó estupefacto. Aquello no era nada de lo que había esperado. ¡Lágrimas, sí! ¡Recriminaciones, sí! Pero ¿agradecimiento?

– Sí, Jon. Gracias.

– No… no comprendo -balbuceó.

– Gracias por haber hecho el amor conmigo.

– Dios mío. Miranda, ¿qué clase de mujer eres?

– No tan horrible como estás pensando -le respondió con dulzura-. Ignoro si esto te consolará, pero anoche no lo sabía. Cuando esta mañana ha despertado en tus brazos, desnuda, he comprendido que el maravilloso sueño que tuve no había sido imaginario.

Jon se estremeció.

– Miranda… ¡Santo Cielo! ¿Cómo puedo pedirte que me perdones? Me aproveché de tu terror y del hecho de que habías bebido demasiado. ¡Me dejé dominar por la lujuria!

– Sí, claro que sí-respondió y a Jon le pareció advertir un atisbo de risa en su voz-. Pero tú no haces el amor como tu hermano, Jon-continuó, con gran embarazo por su parte-. Jared es más hábil y mucho más paciente.

– Maldita sea, Miranda, no creo que eso sea algo que debamos discutir.

– ¡Bobadas! Es mejor que lo discutamos si debemos continuar con esta farsa. No podremos comportarnos con normalidad si tú no puedes siquiera mirarme. ¡Oh, Jon! Yo también tuve parte de culpa en lo que ocurrió anoche. Me dio por compadecerme de mi, pero, Dios mío, ¡añoro tanto a Jared! Bebí demasiado y nunca he tenido cabeza para aguantar el champaña. Coqueteé con Darius Edmund porque tú te pusiste autoritario conmigo. Estaba más tensa que un muelle a punto de saltar.

– ¿Por qué? Lo tienes todo.

– No precisamente todo, Jon, mi amor -rió por lo bajo.

– ¡Miranda! -exclamó, escandalizado.

– ¿No se ponía nunca gruñona Charity cuando la abandonabas?¡O tal vez tú no eres hombre que abandone a su mujer!

– Por favor. Miranda, esta conversación no es propia de una señora.

– ¡No llevábamos siquiera un año de casados cuando tu hermano me dejó! -le espetó, furiosa-. ¡Me tienen sin cuidado las guerras, la política y Bonaparte! ¡Quiero a mi marido! ¡Quiero irme a mi casa, a Wyndsong!

– Si no hubieras desobedecido a Jared viajando a Inglaterra sin él, tu esposo tampoco habría venido ni se hubiera visto obligado a cumplir la misión de Palmerston.

– ¡Podía haberse negado! Yo lo necesito, Jon, y anoche necesitaba su amor.

– ¿Y si hubieras quedado embarazada?

– No me has dejado embarazada, Jon.

– No puedes estar segura, Miranda.

– Claro que sí. Ya estoy embarazada.

– ¿¡Qué!?

– Creo que sucedió la última noche que Jared y yo estuvimos juntos antes de que él saliera hacia San Petersburgo. Mi hijo nacerá en primavera. Sólo confío en que su padre esté en casa para darle la bienvenida a este mundo. Con o sin Bonaparte, el niño llegará.

– Dios mío, esto empeora las cosas -exclamó con voz ronca-. No sólo he mancillado a la mujer de mi hermano, sino que he forzado a la esposa embarazada de mi hermano.

– ¡Qué hombre tan extraño eres, Jon! -rió burlona-. Primero tienes miedo a dejarme embarazada y ahora lamentas no haberlo hecho. -Pero al darse cuenta de su sincero pesar, se calmó-. Escúchame, querido Jonathan. Si anoche yo estaba como un muelle a punto de saltar, lo mismo te sucedía a ti. Charity lleva muerta cinco meses. Si yo necesitaba ser amada, lo mismo necesitabas tú. No digo que nos hayamos comportado correctamente y te juro que no volverá a ocurrir, pero nos necesitábamos, Jon. -Apoyó dulcemente una mano en su hombro-. ¿Te das cuenta de lo que esto significa, Jon? Has dejado de llorar a tu mujer. Estás dispuesto a vivir de nuevo.

– Pero Jared… -empezó.

– Tu hermano no debe enterarse. Decírselo nos traería algún consuelo pero, ¿te parece justo para él? Lo que sucedió anoche no volverá a ocurrir, ¿verdad, Jon?

– En efecto.

– Entonces no es necesario que Jared se entere de que las dos personas que más quiere han demostrado ser demasiado humanas.

– Le cogió la mano-. Debes buscarte una amante, Jon. Nadie pensará mal de ti por ello. Dentro de poco voy a anunciar mi estado. Todos los caballeros mantienen señoras de costumbres disipadas.

– Santo Dios, Miranda, ¿acaso hablas con mi hermano tan libremente?

– Sí, pero, como comprenderás, nunca le he aconsejado que tomara una amante. Si descubriera que lo ha hecho, le arrancaría el corazón.

– No puedo imaginar que jamás sienta la necesidad de buscar distracción fuera de casa. -Y para hacerla rabiar, le recorrió el hombro desnudo con el dedo.

– Creo, Jon, que debes buscarte una compañera cuanto antes. Es más fácil mantener una actitud indiferente cuando no ardes por mi. No, no me mires así. Las mujeres también tienen sus necesidades.

– Cierra los ojos -le ordenó.

– ¿Porqué?

– Porque deseo levantarme y recoger mi ropa.

– No tienes nada que no haya visto -murmuró dulcemente.

– ¡Miranda! -protestó.

– Oh, está bien -reconoció, modosa, y Jon rió entre dientes mientras se apresuraba hacia su vestidor.

Repentinamente, se dio cuenta de lo mucho que le gustaba Miranda. Para ser tan joven, era asombrosamente sensible, y comprendió lo afortunado que era Jared. También se sintió aliviado por su reacción acerca de lo ocurrido la noche anterior. Reflexionando sobre su pasión sin inhibiciones, sacudió la cabeza. Sí, iba siendo hora de que se buscara una amante.

9

El hijo de Miranda Dunham nació pasados diez minutos de la medianoche del 30 de abril de 1813. Llegó, según los cálculos de su madre y del doctor que la atendía, dos semanas y media antes de la fecha prevista. Sin embargo, era un chiquillo fuerte y sano. La temporada londinense estaba algo más que mediada, pero la moda del talle bajo el pecho había permitido a Miranda relacionarse socialmente hasta el último momento. En realidad, en opinión del doctor, la vida activa de lady Dunham era la responsable del nacimiento algo prematuro de su hijo.

– ¡Bobadas! -exclamó la paciente-. Tanto el muchacho como yo estamos perfectamente.

El médico se había ido meneando la cabeza. La joven lady Swynford, declaró en privado, era mejor paciente que su hermana. Aunque su hijo no nacería hasta finales de junio, se había retirado prudentemente de la vida social después de marzo, tres meses antes del alumbramiento.

Ambas hermanas se habían reído a espaldas del buen doctor, y ante el horror del ama habían desnudado al niño encima de la cama de la mamá para admirar su perfección. Los dediles de manos y pies, las uñas diminutas, su espeso pelo negro, los genitales en miniatura, todo les provocaba exclamaciones de júbilo.

– ¿Cómo vas a llamarlo? -preguntó Amanda cuando su sobrino ya tenía una semana.

– ¿Te importaría que le ponga el nombre de papá? -dijo Miranda.

– ¡Cielos, no! Thomas es un nombre Dunham. Adrián y yo hemos decidido que si tenemos un varón lo llamaremos Edward, y si es niña Clarissa. ¿Qué opina Jared?

– ¿Jared? Oh, está de acuerdo. El niño se llamará Thomas. Pienso pedir a Adrián que sea su padrino, y el hermano de Jared, Jonathan, también va a ser padrino. Jared tendrá que representar a su hermano en la ceremonia, porque es imposible que Jon pueda venir de América. ¿Querrás ser tú la madrina de mi hijo?

– Encantada, cariño, si tú aceptas ser la madrina del mío.

– Pues claro que sí, Mandy -prometió Miranda.

Thomas Jonathan Adrián Dunham fue bautizado a mediados de mayo, en la pequeña iglesia de la aldea perteneciente a Swynford Hall. Si lord Palmerston había tenido noticias de Jared, no comunicó ningún mensaje a Miranda. En realidad, se había esforzado en no tropezarse con ella en ninguno de los actos sociales a los que ambos asistían. Ignorando lo que pudo haber contado a su amante, lady Cowper, Miranda ni siquiera podía suplicar a Emily que intercediera por ella. La situación se estaba volviendo intolerable.

El alumbramiento del pequeño Tom había sido relativamente fácil, sin embargo Miranda se cansaba con frecuencia y se sentía más sola que desde hacía meses. Jon, naturalmente, había estado con ella durante el parto, sentado a su lado, secándole la frente sudorosa con un pañuelo empapado en colonia, dejándola que estrechara sus manos hasta el extremo de creer que iba a rompérselas, todo para darle ánimos. Cuando Miranda pensó en Jared, por un instante pensó en abandonar, pero el hecho de ver a Jon la había ayudado. Jon entendía de mujeres dando a luz.

Pero lo que más disgustaba a Miranda era pensar que Jared ni siquiera sabía que iba a tener un hijo. Su marido ignoraba que tenía un hijo fuerte y sano. Sin tener la menor noticia de su esposo, su imaginación pesó sobre los nervios habituales después del parto. Jared no había sido célibe antes de su matrimonio y ahora, separado de ella, ¿qué podía impedirle buscarse una amante en San Petersburgo?

Alternaba entre lágrimas y pataletas al imaginar a su Jared con otra mujer retorciéndose debajo de él. [Otra mujer recibiría lo que por derecho le pertenecía! Entonces se echaba a llorar de frustración, odiándose por dudar de él, odiándolo por anteponer el patriotismo a su mujer.


Si Jared hubiera podido conocer sus pensamientos le habría complacido enormemente, porque poco antes del nuevo año había pasado a ser huésped forzoso del zar. Su nuevo hogar era un espacioso apartamento de dos piezas en la fortaleza de San Pedro y San Pablo. Estaba bajo la protección del zar, pero no le estaba permitido marcharse.

La única mujer que le preocupaba era Miranda, y pensaba en ella con frecuencia. La había convertido en una mujer, su amor le había dado seguridad, confianza, y ahora la imaginaba acosada por todo caballero con sensibilidad en aquella sociedad, deslumbrante con su ingenio e insólita belleza.

Una furia impotente lo torturaba. ¿Y si aquel sátiro real, Prinny, se empecinaba en querer seducir a Miranda? ¿Podría ella evitarlo? ¿Querría evitarlo? Pese a su barriga, el príncipe regente era un hombre encantador y fascinante. ¡Por Dios! ¡Mataría al canalla si se atrevía a tocarla! «¡Oh, Miranda-pensó-, pese a toda tu inteligencia, sabes tan poco del mundo! Solamente ves lo que quieres ver, amor mío, y nada más.» Jared Dunham paseaba furioso e inquieto arriba y abajo de sus habitaciones, entregándose a todos los diablos por haber abandonado a su esposa.

Y como para burlarse de su malhumor, San Petersburgo disfrutaba de unos días claros y soleados. Más allá de las rejas ornamentales y de los cristales de las ventanas, distinguía el cielo azul y el brillante sol.

La ciudad estaba blanca de nieve que resplandecía en los tejados y en las cúpulas acebolladas de las iglesias. A sus pies, el Neva estaba helado y la aristocracia se divertía haciendo carreras de trineo a tumba abierta sobre la superficie congelada. Imaginaba el tronar de los cascos y los gritos de participantes y público a la vez. Allí arriba, en su pequeño mundo, los únicos ruidos eran los que hacían él o Mitchum.

Pensó en Londres, en la temporada que empezaba. Se preguntaba cómo se adaptaba su hermano Jonathan, aquel firme yanqui de Nueva Inglaterra, al papel de lord angloamericano. Se rió, divertido ante la idea de su sensato y sencillo hermano, obligado a vivir en brazos del lujo, como se esperaba de lord Dunham.


Pero Jonathan se había adaptado cómodamente a su papel de rico lord yanqui. Tenía su club y una deliciosa amante, una pequeña bailarina de la ópera de Londres. Durante su estancia en Londres, salía a cabalgar a diario con Adrián, tenía suerte en el juego, visitaba el gimnasio del Caballero Jackson para boxear y acompañaba a su bailarina a todos los lugares donde un caballero podía dejarse ver con su amante.