Los ojos de Anne miraban cautelosos cuando respondió a la violenta llamada de Jonathan.

– ¿Milord?

– ¿Está sola?

– Sí, milord.

– ¿Y los niños?

– Se han acostado hace un rato, milord. Por favor, entre, se le puede ver muy bien a la luz de la puerta.

Cruzó el umbral, cerró la puerta tras de sí y preguntó:

– ¿Va a casarse con Peter Rogers?

– Si él me lo pide -respondió tranquila.

– ¿Porqué?

– Milord, tengo dos hijos. Para una mujer sola es una tarea muy ardua. Ya no tengo dinero ni familia, y la familia de mi difunto marido no moverá un dedo por ayudarme. Lo sé con toda seguridad porque me humillé y fui a suplicarles que ayudaran a sus nietos. Debo volver a casarme, pero en la aldea no hay nadie de mi posición social. ¿Qué puedo hacer? El señor Rogers es un hombre ambicioso. Si me lo pide, me casaré con él a condición de que me prometa mandar a John a la escuela y dote a Mary Anne.

– ¿Se venderá a ese cerdo por dinero?-Estaba horrorizado-. Si es dinero lo que quiere, yo puedo darle más -le espetó. La atrajo brutalmente hacia sí y la besó, la besó apasionadamente hasta que ella dejó de forcejear y se transformó en una carga suave, flexible y llorosa. La levantó del suelo y la llevó al pequeño dormitorio. Le hizo el amor despacio y con ternura, con una dulzura tan suave como avasalladora había sido su ira.

Anne no podía creer lo que estaba ocurriendo. Siempre le había parecido agradable con Roben, pero nunca había sentido nada similar. Era una pasión ardiente que la colmaba de una sensación extraordinaria y nueva, y cuando se terminó y descansó agotada en brazos de su amante, se echó a llorar convencida de que algo tan maravilloso no podía ser malo.

Jon la mantuvo abrazada, dejando que sus lágrimas le empaparan el pecho. Por fin, cuando sus sollozos se transformaron en leves hipidos que gradualmente fueron apagándose, le preguntó a media voz:

– Si yo estuviera libre de casarme contigo, ¿te convertirías en mi esposa, Anne?

– Pe… pero no lo estás -suspiró.

– No has contestado a mi pregunta, amor. Si estuviera libre, ¿te casarías conmigo?

– Claro que sí.

Sonrió en la oscuridad.

– No aceptes al señor Rogers, Anne. Todo saldrá bien, te lo prometo. ¿Querrás confiar en mí?

– ¿Me estás ofreciendo ser tu amante?

– ¡Cielos, no! -masculló, rabioso-. Te tengo en demasiada estima para eso.

No lo comprendió, pero era demasiado feliz para preocuparse. Lo amaba. Lo había amado desde el momento en que lo conoció. El no lo había manifestado, pero sabía que él también la amaba.

La dejó justo antes de que amaneciera, escabulléndose por la puerta trasera y cabalgando a través de los campos brumosos y grises del alba. Aquella mañana a las nueve. Miranda recibió a Jonathan en su alcoba. Sentada en la cama, con una mañanita de seda rosa pálido sobre los hombros y el cabello trenzado, resultaba de lo más apetecible, pensó. Le besó la mano que le tendía.

– Miranda.

– Buenos días, milord. Para alguien que ha pasado toda la noche fuera, tienes muy buen aspecto.

– Tan temprano y qué bien informada estás.

– ¡Ah! Los mozos de cuadra te vieron llegar y se lo dijeron a la lechera, quien a su vez se lo contó a la pinche cuando trajo los huevos esta mañana. La pinche, naturalmente, se lo pasó a la cocinera que lo mencionó a la doncella cuando Perky fue a recoger mi desayuno, y Perky me lo ha contado a mí. Está indignada de que me hagas esto.

– Aquí Miranda imitó hábilmente a su fiel servidora-. Es lo que se puede esperar de un caballero cuando ha conseguido lo que desea, milady.

Jonathan se echó a reír.

– Me alegra saber que cumplí con lo que Perky considera el deber de un caballero.

– Estás preocupado. Lo veo en tus ojos. ¿Puedo ayudarle de alguna forma?

– No estoy seguro. Verás, me he enamorado. Miranda. Quiero casarme, pero como debo ser Jared y no Jon, ni siquiera puedo declararme a la dama de forma respetable. Y quiero hacerlo. Miranda. No quiero que Anne me crea un canalla. Desearía revelarle quién soy en realidad, pero no me atrevo. No quisiera poner a Jared en peligro.

Miranda se quedó pensativa un Ínstame, luego dijo:

– Debes decirme primero quién es la dama, Jon.

– Anne Bowen.

– Tengo entendido que se trata de una dama discreta y tranquila. ¿ Estás seguro de que te aceptaría si se lo pidieras?

– Sí.

– No creo que el hecho de que Anne Bowen conozca nuestro secreto perjudique a Jared -observó Miranda-. Seguro que mi marido no tardará en llegar y entonces terminará esta farsa. Estamos lo suficientemente lejos de Londres y éste no es un lugar de moda que atraiga a la alta sociedad. No quisiera que Anne Bowen tuviera la dolorosa convicción de que está metida en una situación adúltera. Considero mejor que le cuentes la verdad. Pero ¿te creerá ella? Ésta es una situación poco corriente.

– Me creerá si vienes conmigo cuando se lo cuente.

Miranda reflexionó el asunto. Había estado pensando en un plan, y ahora veía que si Jon estaba ocupado con Anne ella quedaría libre de desaparecer.

– Está bien, Jon. Confirmaré tu historia ante Anne Bowen.

Agradecido, le besó de nuevo la mano y salió de la alcoba silbando. Miranda sonrió para sí. Le complacía verlo feliz y con Anne Bowen para tranquilizarlo, para que no se desesperara demasiado cuando ella desapareciera.

Había decidido ir a Rusia en busca de Jared. Su marido llevaba fuera casi diez meses. Justo antes de abandonar Londres, Miranda había podido acorralar a lord Palmerston. El ministro de la guerra británico se había mostrado seco.

– Cuando yo sepa algo, se lo transmitiré, señora.

– Hace meses que se fue, milord, y no se me ha dicho ni una palabra. He pasado sola el embarazo y el nacimiento de mi hijo. ¿No puede darme ninguna esperanza? ¿No puede decirme nada?

– Le repito, señora, que me pondré en contacto con usted cuando me entere de algo. A sus pies, milady. -Sonrió cordialmente y se inclinó.

Miranda tuvo que hacer un gran esfuerzo por no gritar. Lord Palmerston era el hombre más arrogante que jamás había conocido y se estaba comportando de la manera más injusta. Estaba harta de esperar. Ya no podía más. Si Jared no podía llegar a ella, ella iría a Rusia.

Por supuesto, esto era algo que no podía discutir con nadie. Había consultado un mapa en la biblioteca de Adrián y comprobó que había unos cientos sesenta kilómetros hasta la pequeña aldea de la costa, conocida como The Wash, donde el yate de Jared, el Dream Witch, estaba fondeado. Necesitaría una berlina, porque no podía servirse de ninguno de los coches de Swynford. Y por encima de todo, necesitaría ayuda, pero ¿en quién podía confiar?

De pronto se le ocurrió que mandaría a buscar su propia berlina a Londres. Amanda y Adrián habían insistido en que allí, en el campo, no necesitarían su propio coche, cuando la mansión Swynford tenía tantos. Pero ahora lo necesitaba y Perky podía ayudarla. Su coqueta doncella estaba a la sazón enamorada del segundo cochero.

Aquella noche, mientras cepillaba el pelo de su señora, Perky suspiró de forma audible. Miranda aprovechó rápidamente la ocasión.

– ¡Pobre Perky! Si no me engaño, éste es un suspiro de amor. Me imagino que añoras a tu galán.

– Oh, sí, milady. Me ha pedido que me case con él y pensábamos que podríamos hacerlo este verano y así estar juntos. Entonces va y milord deja el coche en Londres.

– ¡Oh, Perky, por qué no me lo dijiste! -Miranda se mostró toda simpática-. Tendremos que traerte a tu joven… ¿cómo se llama?

– Martin, milady.

– Tendremos que encontrar el medio de traer a Martin a Swynford.

– Oh, milady. ¡Si pudiera hacerlo!


Miranda empezó a urdir la trampa. Lord Steward había invitado a Adrián y Jon a pescar en sus fincas de Escocia. Tanto ella como Amanda habían insistido para que aceptaran, aunque la invitación era para una fecha inmediata al nacimiento del hijo de Amanda.

– Me sentiría muy culpable si negara a Adrián su distracción veraniega -comentó Amanda-. Además, el bautizo no será hasta después de San Miguel. Los niños recién nacidos son horribles… todos arrugados; mientras que una criatura de tres meses empieza a ser un querubín.

– ¿En qué te fundas para semejante afirmación? -Se rió dulcemente Miranda.

– La vieja lady Swynford me lo ha asegurado. Sabes, Miranda, había juzgado mal a la madre de Adrián. Es una mujer simpática y ambas deseamos lo mejor para Adrián. Me asombro al comprobar cómo coincidimos en muchos aspectos. Precisamente la semana pasada me confesó que se había equivocado en la opinión que yo le merecía. Dice que soy la esposa perfecta para Adrian.

– Qué suerte habéis tenido las dos al haceros amigas -observó Miranda secamente. Era más que probable que la madre de Adrián se diera cuenta de que cuanto menos tolerara a la esposa de Adrián, menos vería a su nieto, pensó Miranda. Bueno, por lo menos Mandy no se quedaría sin amigos cuando ella se hubiera ido.

Una vez Jonathan y Adrián hubieran salido para Escocia, la berlina llegaría de Londres. Ya había pensado en lo que diría a su hermana, y por fin se decidió por contarle la verdad. El pobre Jon lo pasaría fatal tratando de explicar su ausencia a una ofendida Amanda y a su marido. Era preferible que Mandy supiera que el hombre a quien tomaba por Jared era en realidad su hermano Jonathan Dunham.

Amanda debía comprender que si ella se decidía a dejar a su hijo era para ir en busca de su marido. Pero no debía advertirla hasta el último momento. Estaría horrorizada y asustada por lo que Miranda se proponía hacer. No. Amanda no lo sabría hasta el último minuto.

Su propia berlina conducida por Martín la llevaría a la pequeña aldea de Welland Beach. La acompañaría Perky, porque ninguna dama respetable debía viajar sin su doncella personal. Se ocuparía de que Perky y Martín se casaran antes de marcharse. Esperarían en Welland Beach, con la berlina, hasta que Miranda volviera con su marido. Era un plan muy sensato.

Transcurrieron los días y la primavera dio paso al verano. Una tarde, Jonathan pidió a Miranda si quería acompañarlo en el faetón. Al bajar por la avenida, Jon observó:

– Hoy estás preciosa, querida mía.

Miranda le sonrió con afecto. Llevaba un traje de muselina rosa estampado con flores de almendro blancas y hojas verde pálido. El traje tema manguitas cortas y, aunque la espalda estaba cubierta hasta arriba, el escote delantero era profundo. Debajo del pecho, el traje estaba sujeto por cintas de seda, verdes y blandas. Miranda llevaba además unos guantes verdes, largos hasta el codo. El sombrero de alta copa era de paja y lo sujetaban unas cintas a juego con las del traje.

Cuando los caballos llegaron al camino abierto, Miranda abrió su sombrilla de seda rosa para protegerse del sol.

– ¿Adonde vamos? -le preguntó.

– He dispuesto que nos reuniéramos con Anne en una posada a diez millas de aquí-le explicó-. No podíamos vernos abiertamente en la aldea de Swynford sin suscitar chismorrees, y yo quiero dejar esto resuelto lo antes posible. No puedo permitir que Anne siga creyendo que soy un hombre casado.

– Ah, conque ahora ya es Anne y no la señora Bowen.

– ¡La quiero, Miranda! -confesó con intensidad-. Es la mujer más dulce que conozco y quiero que sea mi esposa. Por amor a mí ha contravenido todas sus creencias, y aunque no dice nada, sé que le duele terriblemente.

– Entonces, ¿por qué no te casas con ella, Jon?

– ¿Qué?

– ¿Por qué no te casas? Con nuestras relaciones, es fácil conseguir una licencia especial. Podríais casaros en una pequeña iglesia a pocos kilómetros de aquí, donde nadie os conozca. -Guardó silencio y a continuación se le ocurrió una idea maliciosa. Pide a lord Palmerston que te ayude. ¡Creo que nos debe algún favor! La señora Bowen se sentiría más segura si fuera tu esposa.

– ¡Eres maravillosa! -exclamó.

Condujo hasta llegar a un pequeño edificio encalado y con maderos cruzados, situado en las Marvern Hills. La posada Good Queen tenía las ventanas llenas de flores y estaba rodeada de un pequeño jardín. Miranda estaba perpleja de que Anne Bowen pudiera haber llegado a un lugar tan inaccesible.

– Dispuse que un coche cerrado esperara a Anne a tres kilómetros de la aldea -le explicó Jonathan.

– Eres muy discreto.

Cuando el faetón se detuvo ante la posada, un muchacho salió corriendo a sujetar los caballos. Jonathan echó pie a tierra y cogió a Miranda para bajarla.

– Pasea los caballos hasta que se enfríen, muchacho. Luego dales de beber.

Al entrar en la posada, el dueño se apresuró a salir a su encuentro.

– Buenos días, señor, señora. ¿Es usted el señor Jonathan?