– En efecto.
– Sígame pues, señor. Su invitada ya ha llegado. -El posadero los acompañó a un pequeño salón y preguntó-: ¿Cuándo querrá que les sirvan el té?
Jonathan se volvió a Miranda.
– ¿Qué te parece?
– Creo que dentro de media hora estará bien, señor posadero.
– Muy bien, señora -respondió el hombre, que cerró la puerta a sus espaldas.
Un pesado silencio reinaba en la estancia. Miranda observó abiertamente a Anne Bowen. Sabía que la mujer tenía treinta años, pero no parecía mayor de veinticinco. Llevaba un traje de muselina blanca, de mala calidad, pero maravillosamente confeccionado. Estaba adornado con cintas azules, y un gorro de paja con cintas a juego descansando sobre una mesita cercana. Era muy bonita, decidió Miranda, y probablemente la esposa perfecta para Jon. Él la contemplaba con ojos de ternero enamorado. Miranda tomó la iniciativa.
– Es muy agradable poder conocerla al fin, señora Bowen. Venga, sentémonos y se lo explicaré todo.
Deslumbrada por la sonrisa de Miranda y su bondadosa actitud, Anne Bowen dejó que Jonathan la acomodara. La hermosa lady Dunham la ilustró rápidamente y sin rodeos.
– Sospecho, señora Bowen, que lo más simple para explicar algo es presentarlo con sinceridad. Este caballero, a quien usted y todo el mundo toman por Jared Dunham, es en realidad su hermano Jonathan, Mi marido, Jared, lleva desde el verano pasado en San Petersburgo, en misión secreta para los gobiernos de Inglaterra y América. Como no pudo regresar a tiempo antes del invierno ruso y tenía que parecer que estaba en Inglaterra, se dispuso que Jon burlara el bloqueo inglés de nuestras costas americanas a fin de hacerse pasar por Jared.
"Nadie, excepto una esposa o una madre, podría apreciar la diferencia entre mi marido y su hermano. Se parecen más que mi hermana gemela y yo”.
– ¿C… cuál es la diferencia? -preguntó Anne.
– Jared es un poco más alto y sus ojos son verde botella, no verde gris. Tiene las manos más elegantes y algún otro pequeño detalle los distingue. Incluso mi propia hermana y su marido creen que Jon es Jared.
– Jon es viudo. Su esposa murió hace un año. Y le advierto que va a tener usted tres hijastros: John, de doce años; Eliza Anne, de nueve, y el bebé Henry, que cumplió tres. Si se casa usted con Jon, tendrá que vivir en Massachusetts, porque mi suegro es propietario de unos astilleros y Jon es su heredero.
»Ahora bien, he sugerido a Jon que se vaya a Londres y consiga una licencia especial para que puedan casarse inmediatamente. Deben hacerlo en secreto, como comprenderá. Me sentiría culpable si esperara un hijo de Jon sin bendición del clero”.
– ¡Miranda! -exclamó Jonathan Dunham cuando por fin recobró la voz-. ¡Por el amor de Dios, no seas tan cruda!
– ¿Cruda? Cielo santo, Jon, ¿vas anegarme que la señora Bowen es tu amante? La pobrecita Anne recibiría todas las criticas, no tú, si se quedara embarazada de pronto. Debo insistir en que os caséis lo antes posible.
Anne Bowen había permanecido en silencio durante el relato de Miranda, abriendo de vez en cuando sorprendida sus ojos grises. Ahora miró de Jonathan a Miranda, convencida de que lady Dunham decía la verdad. Apoyó la mano sobre el brazo de Jon.
– Creo que lady Dunham tiene razón, milord… quiero decir señor Dunham. Pero tal vez no desees pedirme en matrimonio. Un caballero como tú podría encontrar mejor partido.
– ¡Oh, Anne, naturalmente que quiero casarme contigo! ¿Querrás tú? Tenemos muy buenas escuelas en América, no tan antiguas como Harrow, Oxford o Cambridge, pero muy buenas. ¡Juro que educaré a tu hijo y dotaré a Mary Anne como a mi propia Eliza! Massachusetts es un lugar precioso para los niños.
– ¿Y qué me dices de los indios salvajes? -se atrevió a preguntar.
– ¡Indios! Bueno, hay indios en las tierras del oeste y en algunas zonas del sur, pero no en Massachussets.
– ¿Y qué dirá tu familia si les apareces con una nueva esposa?
– Dirán que soy el hombre más afortunado del mundo por haber encontrado semejante tesoro.
– Seré una buena madre para tus hijos, Jon.
– ¡Dios mío, Anne! ¡Cómo deseaba oírte pronunciar mi verdadero nombre!
– Jon -saboreó la palabra-. Seré una buena madre para tus hijos, pero deberemos empezar a acostumbrarnos a llamar Robert a mi hijo John Robert para no confundirlo con tu hijo mayor. ¡Qué afortunados somos teniendo los hijos de edades parecidas!
– ¿Quieres decir con eso que te casarás conmigo?
– ¿Acaso no lo he dicho? No, no lo he dicho, pero sí, Jon, me casaré contigo. ¡Oh, mi amor, te quiero tanto!
– ¡Resuelto! -exclamó Miranda cuando Jonathan tomó a Anne en sus brazos y la besó-. Ahora que todo está arreglado, podemos tomar el té. Tengo hambre.
Ruborizada por los besos, Anne preguntó, feliz:-¿Cómo podré agradecérselo, lady Dunham?
– Puedes empezar llamándome Miranda -fue la respuesta sensata-. En América no hay títulos, allí soy simplemente la señora Dunham, como serás tú dentro de poco.
Fue una tarde preciosa, una tarde que Miranda recordaría durante mucho tiempo. Anne Bowen le simpatizó mucho y supo instintivamente que pese a la diferencia de edad no tardarían en ser buenas amigas. Sabía que podía confiar en Anne para guardar su secreto. La señora Bowen se marchó inmediatamente después del té para regresar a la aldea de Swynford. Había dejado a sus hijos al cuidado de una vecina y no quería abusar.
– Me gusta -declaró Miranda mientras se servía otro bocadillo de pepino y un pastel de crema-. Eres afortunado al casarte con ella. Sospecho que tu padre ya ha pensado en Chastity Brewster, pero tu elección es infinitamente mejor.
– ¡Chastity Brewster! Santo Dios, jamás me casaría con esa criatura emperifollada y de risa alocada. Rechazó a todos los solteros que la pretendieron porque contaba con cazar a mi hermano Jared -rió entre dientes-. No es el tipo de Jared. El prefiere fierecillas salvajes de ojos verdes y cabello platino. Gracias, Miranda, por toda tu ayuda.
– Te lo mereces como recompensa por haberme aguantado, Jon.
– Para mí eres demasiado. Miranda -rió-, y no me avergüenza confesarlo.
Le sonrió burlona.
– Vete a Londres mañana con la excusa de que lord Palmerston te ha mandado llamar. Naturalmente irás a verlo v, durante la entrevista, insiste para que te consiga una licencia especial. Si se resiste, amenázalo con regresar a Swynford como Jonathan Dunham y no Jared. Si sigue oponiéndose dile que clamaré al cielo acerca de mi desaparecido marido y que hablaré de los nefastos tratos en el Ministerio de la Guerra inglés. Que la gente me crea o no es harina de otro costal, pero creará un revuelo y una serie de habladurías que durarán meses. Lord Palmerston no es precisamente el caballero mejor considerado de Inglaterra y no creo que pueda permitirse soportar toda la polvareda que voy a levantar.
– Eres un enemigo enérgico, querida. ¿Puedo preguntarte cuándo has decidido que sea mi boda?
– Oh, sí. Quiero que Adrián se marche solo a casa de lord Steward. Prométele que lo seguirás dentro de una semana. Vuelve a utilizar como excusa a nuestro amigo Palmerston… una misión rápida, tal vez. Entonces tú y Anne podréis casaros y pasar unos días juntos. Ella puede alegar una parienta moribunda o enferma y hacer que la vecina se ocupe de los niños durante esos días. Si lo organizas de antemano, resultará muy sencillo.
– Ya veo. Empiezo a pensar, querida, que has equivocado tu vocación. Serías el estratega ideal para Bonaparte.
Regresaron a Swynford Hall; los caballos, frescos y descansados, avanzaban alegremente. A su llegada encontraron la baronía de Swynford en pleno torbellino. Miranda subió corriendo la escalera hasta la alcoba de su hermana, donde la recibió la anciana lady Swynford, aparentemente enloquecida.
– Oh, Miranda. ¡Gracias a Dios que has llegado! Amanda se niega a cooperar con el doctor Blake y temo por ella y por el niño.
Miranda entró inmediatamente en la alcoba de Amanda.
– De modo que el heredero Swynford ha decidido por fin hacer su aparición -exclamó alegremente-. Buenas tardes, doctor. ¿Le apetece una taza de té mientras yo charlo con mi hermana?
El doctor Blake miró a lady Dunham con más respeto.
– Gracias, milady. Esperaré en la antesala.
Al cerrar la puerta tras el doctor, Miranda miró a su hermana. Los rizos dorados de Amanda caían lacios y sin vida. Su bonita cara aparecía desencajada y asustada, y todo su camisón estaba empapado de sudor.
– ¿Qué te ocurre, Mandy? Tienes a la madre de Adrián muerta de miedo. Eso es algo nuevo en tí.
– ¡Voy a morir! -musitó Amanda, volviendo sus ojos azules y aterrorizados hacia su hermana.
– ¡Bobadas! ¿Tuve alguna dificultad en traer al mundo a Thomas? ¡Claro que no! Sólo los dolores habituales. Estuviste conmigo durante todo el parto.
– Yo soy como mamá. ¡Lo sé! Ya sabes cuántos abortos tuvo.
– Pero los tuvo al principio, entre el segundo y tercer mes, Mandy, no al final. Puedes parecerte a mamá, pero has estado sana como una manzana durante los nueve meses. -Ahora Miranda se permitió una risita-. Recibí una carta de mamá hace una semana. No quería que te dijera nada de esto hasta que hubieras tenido al niño, pero creo que será mejor que te lo cuente ahora para que tu hijo nazca bien. Tenemos un nuevo hermanastro, Mandy.
– ¿Qué? -El miedo desapareció al instante de la cara de Amanda y trató de incorporarse. Miranda puso dos grandes almohadas tras la espalda de su hermana-. ¿Tenemos un hermano? -repetía Amanda-. ¿Cómo? ¿Cuándo?
– Sí, tenemos un hermanastro. Peter Cornelius van Notelman, nacido el veintidós de marzo. Respecto a cómo -no Miranda-, supongo que más o menos como lo hemos hecho nosotras. ¿No me dijiste tú que el día que mamá se casó la oíste a ella y al tío Pieter en su habitación? Obviamente es un amante vigoroso. Mamá está en la gloria y parece tan entusiasmada como una jovencita.
– ¡Pero pudo haber muerto. Miranda! ¡Dios mío, a su edad!
– Sí, tal vez pudo haber muerto, pero no murió, ni tú tampoco. Nuestro hermanito es un niño sano y regordete con un apetito prodigioso. -Miranda vio el espasmo que cruzaba el rostro de su hermana-. Aguanta, Mandy.
En las horas siguientes. Miranda se quedó charlando junto a la cama de su hermana, y Amanda, perdido el miedo, se esforzó al máximo bajo la tierna dirección de su hermana. Al fin. Miranda llamó al doctor Blake, y en la hora siguiente Amanda dio felizmente a luz a su hijo. Dichosa, la hermana mayor limpió la sangre del niño, lo limpio con aceite caliente y lo vistió con cuidado. Durante todo el tiempo el niño gritó su indignación por verse fuera de su cálido refugio, proyectado a un mundo incierto y frío. La puerta del dormitorio se abrió de golpe y entraron Adrian y su madre. Miranda, sonriente, entregó el ruidoso paquete a Adrián.
– ¡Milord, tu hijo!
Adrián Swynford se quedó mirando con ojos muy abiertos aquel niño de carita enrojecida.
– Mi hijo. ¡Mi hijo! -murmuró con dulzura.
– Dame a mi nieto antes de que lo aplastes -protestó la viuda, arrancando el niño de los brazos de su padre-. Ahora, da las gracias a Amanda por haberte hecho este regalo, Adrián.
El joven lord Swynford cruzó entusiasmado la habitación para felicitar a su esposa por aquel milagro, mientras su madre abrazaba y arrullaba al niño. Agatha Swynford pasó su brazo por el de Miranda, después de que la niñera jefe, ruborizada de orgullo, hubiera librado del niño a la desganada abuela y ambas mujeres abandonaron la estancia.
– ¡Bendita seas, mi querida Miranda! Estoy convencida de que has salvado la vida de mi nieto así como la de mi nuera. ¿Por qué tenía tanto miedo y cómo conseguiste calmarla?
– Por alguna razón, mi hermana empezó a imaginar que era igual a nuestra madre, quien ha sufrido varios abortos. Traté de explicarle a Mandy que el hecho de que se parezca físicamente a mamá no significa que sea como mamá en todo -respondió Miranda-. Como con esto no bastaba, le comuniqué la noticia que mamá me dio en la carta que recibí la semana pasada. ¡Nuestra madre, a quien el médico le había advertido que no debía tener ningún hijo más, dio a luz un niño el veintidós de marzo!
– ¡Válgame Dios! -exclamó ¡a viuda, estallando en risas-. Bien por tu madre, querida, y bien por ti también. Tienes una buena cabeza sobre estos hombros, niña mía, y piensas de prisa.
Miranda sonrió con dulzura. No tardarían en tener un ejemplo excelente de su ingenio.
– Mi hermana no volverá a tener miedo de dar a luz, señora, y apuesto a que pronto se avergonzará de su comportamiento.
En efecto, por la mañana Amanda volvió a mostrarse dulce y tranquila como siempre y dio las gracias a su hermana por haberle ayudado a calmar su miedo la noche anterior. Estaba extasiada ante el nacimiento de su pequeño Neddie, como iban a llamar a Edward Alistair George.
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