– No está nada arrugado ni colorado -exclamó entusiasmada-. Apuesto a que es el niño más guapo jamás nacido.

– Excepto, por supuesto, mi Thomas.

– ¡Tonterías! -replicó Amanda-. Neddie es un perfecto querubín con sus rizos dorados y sus enormes ojos azules. Oh, Miranda, ¿habías visto alguna vez semejantes rizos? Yo creo que podremos bautizarlo dentro de dos meses, en lugar de tres. Tu Tom es precioso, pero aquel pelo negro y lacio no puede compararse con los rizos de Neddie. Mi sobrino se parece a su papá -comentó con picardía-, ¡y su papá es tan americano!

– Y tú también, querida hermana, por si se te había olvidado-exclamó Miranda, súbitamente indignada-. Me parece que la maternidad te ha embotado los sentidos, Mandy. Te dejaré para que reflexiones acerca de la perfección de tu hijo. -Salió como un ciclón del dormitorio de Amanda en dirección al cuarto de los niños. Una vez allí, cada vez más furiosa, se encontró con todo el personal de los niños rodeando la cuna llena de encajes del heredero Swynford.

– Jester! -exclamó bruscamente y la niñera de su hijo se volvió-. Se le paga para que se ocupe de mi hijo, no para que admire al bebé de mi hermana. -Sacó a Tom de la cuna y exclamó indignada-: ¡Está mojado! -Y entregó el niño, que ahora gritaba, a la niñera-. Si esto vuelve a ocurrir, la echaré y sin referencias.

– ¡Oh, por favor, milady! ¡No es que me olvidara del señorito Thomas! Sólo fui un momento a ver el niño nuevo. -Y empezó a cambiar al pequeño.

– Ya está advertida, Jester -insistió Miranda, amenazadora- Si esto vuelve a ocurrir, saldrá de esta casa antes de que el sol se ponga ese día. Recuerde que si bien mi hijo debe compartir el cuarto con su primo, el dinero que cobra usted es Dunham, no Swynford. Mi hijo es el heredero de una fortuna infinitamente mayor que la de mi sobrino. De no ser por esta estúpida guerra, estaríamos en nuestra casa, en Wyndsong.

– Sí, milady, no volverá a ocurrir -prometió Jester, alzando al pequeño Tom-. ¿Quiere cogerlo ahora, milady?

Miranda cogió al niño y lo acunó un momento. Los ojos de Tom empezaban a volverse verdes, Al contemplar detenidamente su cabello liso y negro y el cambio en sus ojos, dijo entre dientes:

– ¡Ya lo creo que te pareces a tu padre, picarón!

El niño dirigió una sonrisa torcida a su madre y el corazón de Miranda se contrajo dolorosamente. ¡Cómo le recordaba a Jared!

– Pequeño mío -murmuró en voz tan baja que sólo él podía oírla. Besó la sedosa cabecita-. ¡Te prometo que voy a traerte a tu padre!-Y devolvió el pequeño a Jester, agitó un dedo y advirtió-: Recuérdalo, muchacha.

– Sí, milady. -Con el niño en brazos, la niñera hizo una reverencia.

– ¿Qué bicho le ha picado? -preguntó una de las dos amas cuando Miranda se hubo ido.

– No lo sé -murmuró Jesier-. Nunca había estado tan antipática. No es como las otras señoras. Siempre ha sido más considerada.

– Bueno, pues hoy debía de pasarle algo, seguro -fue la respuesta.

Miranda bajó escapada y salió de la casa. El día era tibio y agradable y pronto se encontró saliendo de los límites del jardín, pasado el templete griego junto al lago de la finca y colinas arriba. Su ira iba en aumento a cada paso. En un árbol cercano, una alondra dejó oír su alegre canción y Miranda sintió el impulso de lanzarle una piedra. ¡Todo el mundo era asquerosamente feliz! ¡Todo el mundo excepto ella!

Jonathan se había ido zumbando a Londres aquella mañana para ver a lord Palmerston. Jon ya tenía lo que deseaba. Y también Adrián, su tranquilo y estúpido cuñado. Parecía creerse el primer hombre en la historia del mundo que había tenido un hijo. ¡Cuántas veces había ido a verla aquella misma mañana y le había estrujado sus pobres manos hasta reducirlas a pulpa! Y todo para decirle:

– ¡Un hijo. Miranda! ¡Amanda me ha dado un hijo!

La última vez que lo hizo, había arrancado los dedos doloridos de aquella garra.

– ¿Un hijo, Adrián? ¡Creía que era una cesta de cachorros! -le espetó. La expresión herida le hizo arrepentirse de inmediato, claro, y se había excusado-: Estoy cansada Adrián.

Era una mentira fácil e inmediatamente aceptada por el delicadísimo lord Swynford, que creía que todas las mujeres eran un extremo de sensibilidad. La verdad era que estaba vergonzosamente sana; se había recuperado del parto en un par de semanas. Su irritabilidad procedía de toda la felicidad que la rodeaba. Deseaba a su marido, que llevaba ya diez meses fuera. No había sabido nada de él, pero ¿cómo podría explicar las cartas de un marido que supuestamente estaba con ella? ¡Ni siquiera sabía que tenía un hijo! Lo deseaba, deseaba su voz, su contacto, la pasión que despertaba en ella. Suspiró, ¡Hacía tanto tiempo!

– ¡Señora!

Miranda se sobresaltó y vio a un chiquillo con una cabeza llena de rizos y unos vivos ojos negros y curiosamente adultos.

– Eh, señora, ¿quiere que le digan la buenaventura?

En el bosque cercano había un campamento de gitanos. Se veían carretas multicolores y un grupo de caballos de buena facha que pastaban en el prado.

– ¿Eres vidente? -preguntó, divertida, al chiquillo.

– ¿Qué es vidente?

– Alguien que ve el futuro -le contestó.

– Nunca había oído este nombre, señora, pero no soy yo quien predice el futuro, sino mi abuela. Es la reina de nuestra tribu, y famosa por sus predicciones. ¡Es solamente un penique, señora! -Y la tiró de la mano.

– ¿Un penique? -Fingió que consideraba la oferta detenidamente.

– Oh, venga, señora, usted puede gastarlo -insistió.

– ¿Cómo estás tan seguro?

– Por su traje. ¡La tela es muselina de la mejor calidad, las cintas son de seda de verdad y los zapatos de una piel preciosa!

– ¿Cómo te llamas, muchacho? -preguntó entre risas.

– Charlie -contestó sonriendo.

– Bien, Charlie, amigo gitano, ¡tienes razón! Puedo permitirme que me echen la buenaventura y me gustaría que me la dijera tu abuela.

Si Miranda esperaba una criatura siniestra, desdentada, estaba abocada a una decepción. La abuela de Charlie era una mujer menuda con cara de manzana, con una gran falda de vuelos verde brillante sobre varios refajos y una blusa amarilla bordada de varios colores. Calzaba botas rojas. Sobre los rizos entrecanos se posaba una guirnalda de margaritas y sus dientes se cerraban sobre una pipa de barro.

– ¿Dónde has estado, diablillo? ¿Y quién es esta señora que me traes al campamento?

– Una señora para que le digas la buenaventura, abuela.

– ¿Puede pagar?

Miranda sacó una moneda de plata del bolsillo y se la entregó a la vieja. La gitana la cogió, la mordió y dijo:-Pase a la carreta, milady. -Subió la escalerilla y, seguida por Miranda, entró en el interior alegre y vulgar, donde sedas color ciruela jugaban con otras escarlata, violeta, mostaza y azul cobalto.

– Siéntese, siéntese, milady. -La gitana tomó la mano de Miranda-. Echémosle una mirada, querida.

Estudió atentamente a su clienta durante unos instantes. Miranda esperaba las tonterías habituales acerca de un misterioso desconocido y buena fortuna. En cambio, la mujer estudió la fina y blanca mano que tenía entre las suyas, morenas y nudosas, y le dijo:

– Su hogar no está aquí en Inglaterra, milady. -Era una declaración. Miranda se calló-. Veo agua, mucha agua, y en el centro una brillante isla verde. Usted pertenece allí, milady. ¿Por qué la ha abandonado? Pasará mucho tiempo antes de que vuelva a ver esa tierra.

– ¿Quiere decir que la guerra continuará? -preguntó Miranda.

– Usted es la que determina su destino, milady. Y por alguna razón, está empeñada en su propia destrucción.

Miranda experimentó un escalofrío, pero estaba fascinada.

– ¿Y mi marido? -preguntó.

– Volverán a reunirse, no tema, milady. No obstante, debe tener cuidado, porque veo un peligro, ¡un gran peligro! Veo en su mano a un joven dios dorado, un ángel oscuro y un diablo negro. Los tres le producirán dolor, pero puede escapar de ellos si quiere hacerlo. Todo depende de usted. Me temo que tiene una naturaleza obstinada que no acepta ningún freno. Al final, su supervivencia estará en sus propias manos. Es lo único que puedo ver, milady. -Dejó caer la mano de Miranda.

– Una pregunta más -suplicó Miranda-. ¿Y mi niño?

– Estará bien, milady. No debe temer por su hijo.

– Pero yo no le había dicho que tenía un hijo.

La vieja gitana sonrió.

– Sin embargo -le repitió-, le aseguro que estará perfectamente.

Miranda abandonó el campamento gitano y regresó caminando despacio. Ahora, si cabe, estaba mucho más inquieta que antes. Su mente sólo barajaba una idea: debía llegar hasta Jared. Si pudiera estar con su marido, todo se solucionaría. Debía conseguir a su adorado Jared y nada se interpondría en su camino.

Jonathan regresó a Swynford Hall vanos días después, rebosante de felicidad, y Miranda adivinó que había tenido éxito en la obtención de la licencia especial.

– ¿Cuándo os casaréis? -le preguntó.

– Ya lo hemos hecho -respondió, y ella se sorprendió-. Dispuse que Anne se encontrara conmigo en una pequeña aldea cerca de Oxford, hace dos días. Nos casamos en la iglesia de allí, St. Edwards.

– Oh, mi querido Jon. ¡Os deseo toda la felicidad! ¡De verdad te lo digo! Pero, ¿por qué no esperaste un poco para que yo pudiera ser dama de honor de mi nueva hermana?

– Temía que te reconocieran. Miranda. Cuando estuve en Londres me compré una peluca para recuperar mi auténtica apariencia. Créeme, disfruté volviendo a ser Jonathan Dunham. Nadie que me vea con Anne relacionará al simpático caballero americano que se casó con la viudita con el arrogante milord angloamericano, que es mi hermano. Fue una ceremonia rápida y discreta, y Anne regresó a la aldea de Swynford al día siguiente.

– Tuviste razón, Jon, ha sido mejor así. -Luego rió con picardía-. ¿Cómo está nuestro querido amigo lord Palmerston? Debo mandarle unas líneas para agradecerle su cooperación.

Jon se rió abiertamente.

– La admiración que siente Henry por ti sólo es comparable a su rabia ante tu descaro. No está acostumbrado a que una moza americana, según sus propias palabras, le haga chantaje. No obstante, estuvo de lo más cooperativo y simpático por mi posición.

– ¿Te habló de Jared? -preguntó, angustiada.

Jonathan sacudió la cabeza.

– No quiso decir nada.

– ¡Oh, Jon! ¿Qué habrán hecho con mi marido? ¿Por qué Palmerston no quiere siquiera ofrecerme una palabra de consuelo? Desde el día en que Jared salió cabalgando de Swynford Hall, no he sabido nada de él. Ni una palabra de su señoría el ministro de la guerra. Ni una nota garabateada. ¡Nada! ¿Cuánto tiempo se supone que debo seguir así? Palmerston no es humano.

Jonathan la rodeó con su brazo.

– Palmerston no piensa en términos de individuos, sino que piensa en Inglaterra y en toda Europa, en la destrucción de Napoleón, que es su enemigo mortal. ¿Qué son las vidas de cuatro personas ante todo eso? Lord Palmerston asusta al regente. Asusta a todos sus contemporáneos. Es un independiente… muy inteligente, pero al fin y al cabo un inconformista.


Adrián se marchó a Escocia a final de semana. Jonathan se despidió de Miranda y se escabulló para reunirse con su nueva esposa. Al cabo de unos días se reuniría con Adrián en Escocia. Miranda esperó aún varios días después de que los caballeros se fueron, antes de hablar a su gemela de su propia marcha. Todo estaba arreglado. La berlina, conducida por Martin, el segundo cochero, había llegado de Londres. Al día siguiente, Perky y Martin se casaron en la iglesia de la aldea de Swynford.

– Eres demasiado indulgente con el servicio -la riñó Amanda-. ¡Es tan americano!

– Es que soy americana -replicó Miranda.

– Nacida americana, residente en Inglaterra y poseedora de un título legítimo. Allí donde fueres, haz lo que vieres, querida mía. No querrás que te critiquen por una conducta inaceptable en una dama de la alta sociedad, Miranda.

– ¡Cómo has cambiado, hermanita! Te olvidas de que tú también eres americana.

– Sí, Miranda, yo nací en América y Wyndsong fue un lugar precioso para crecer, pero la verdad es que yo sólo pasé allí dieciocho años de mi vida. Estoy casada con un inglés y si vivo tantos años como mamá, habré pasado la mayor parte de mi existencia aquí, en Inglaterra. No entiendo nada de política ni de gobiernos, ni deseo saber de esas cosas, porque tampoco lo entendería. Lo que sí sé es que soy la esposa de un inglés y que prefiero vivir aquí en Inglaterra, porque es una tierra amable y civilizada. Yo no soy valiente y atrevida como tú, querida.

Estaban sentadas en el soleado gabinete de Amanda, decorado en blanco y amarillo y amueblado con muebles Reina Ana de caoba de Santo Domingo. Sobre la repisa de la chimenea y en diferentes mesitas había ramos de rosas y alhelíes azules en jarrones de porcelana color crema. Miranda paseaba de un extremo a otro de la habitación. Por fin se sentó junto a su hermana en el sofá de seda blanca y amarilla.