– No sé si soy valiente, Mandy, pero confieso que sí soy un poco atrevida. Y voy a demostrarlo una vez más. Pero para ello necesito tu ayuda, hermanita.

– ¿Qué quieres decir, Miranda? -Una cierta desconfianza nacida de pasadas experiencias asomó a los ojos azules de Amanda-. Oh, creía que ya habías terminado con tus jugarretas.

– No me propongo ninguna jugarreta, hermana, pero voy a marcharme y quiero que comprendas la razón.

– ¡Miranda!

– Calma, Mandy, y escúchame bien. ¿Te acuerdas de la razón por la que Jared y yo vinimos a Swynford el verano pasado?

– Sí, Jared tema una misión y nadie debía saber que se encontraba fuera de Inglaterra, así que vinisteis aquí, donde nadie vendría a visitaros.

– Jared no ha regresado de Rusia, Amanda. El hombre que ha estado aquí todo este tiempo haciéndose pasar por mi marido es su hermano mayor, Jonathan.

– ¡No! ¡No! -gritó Amanda-. ¡No puede ser!

– ¿Te he engañado alguna vez, hermanita? ¿Por qué iba a mentirte acerca de esto?

– ¿Don… dónde está Jared? -balbució Amanda, asombrada.

– Que yo sepa, sigue aún en San Petersburgo.

– ¿No lo sabes?

– Con seguridad, no -fue la respuesta-. Verás, Mandy, a Jared no se le ha permitido… por razones de seguridad, claro… escribirme. Y a mí no se me ha permitido ponerme en contacto con él porque, a los ojos del mundo, está aquí, a mi lado, esperando a que termine esta estúpida guerra entre Inglaterra y América. Lord Palmerston se niega a darme cualquier información. ¿Sabes lo que me dijo la última vez que lo vi? «Cuando me entere de algo, señora, se lo comunicaré.» Es una bestia sin sentimientos.

– ¡Miranda! -Los dulces ojos azules de Amanda estaban llenos de pesar-. ¡Oh, Miranda! ¿Has estado durmiendo con un hombre que no es tu marido?

Miranda apretó los puños y se clavó las uñas en las palmas. Respirando profundamente para contener su irritación, explicó:

– Mi querida Mandy, no ha ocurrido nada improcedente entre Jon y yo. Es cierto que compartimos la misma cama, pero hay siempre un almohadón entre nosotros, una improvisada barrera defensiva, si lo prefieres.

– ¿Cómo llegó aquí el señor Dunham?-le preguntó Amanda-La costa americana está bloqueada desde junio pasado.

– Fue un arreglo entre el señor Adams y lord Palmerston. Cuando se vio claramente que Jared se vería obligado a permanecer en Rusia durante el invierno, llamaron a Jon.

– Pero ¿cómo pudo explicar todo esto a su mujer? No podía desaparecer por tanto tiempo sin ofrecer una explicación razonable.

– Charity se ahogó en un accidente, en su barco, el verano pasado. Jonathan dejó a los niños con los abuelos. Ellos conocen la verdad, pero para el resto de Plymouth, Jon se ha ido a la pesca de ballena para mitigar su dolor.

– ¡Pobre hombre! ¡Qué valiente ha sido dejando a un lado su dolor para acudir en ayuda de su hermano! -exclamó Amanda emocionada-. Cuando Jared regrese y Jon pueda volver a ser él mismo, le presentaré a una serie de bellas jovencitas, alguna de las cuales puede muy bien pasar a ser su segunda esposa.

Miranda rió.

– Llegas tarde, Mandy. Jon ha vuelto a casarse con licencia especial hace unos días. ¿A que no sabes quién es la elegida? ¡Anne Bowen! La razón por la que retrasó su viaje con Adrián fue para poder estar unos días con ella.

– ¡Oh! ¡Oh! -Amanda se reclinó en el respaldo-. ¡Mis sales, Miranda! Estoy mareada. ¡Oh, es escandaloso! ¡Las habladurías no nos dejarán vivir!

La paciencia de Miranda se agotó.

– ¡Amanda! -exclamó con voz cortante-. ¡Amanda, deja esta estúpida comedia de una vez! Te he contado todo esto porque me marcho a San Petersburgo en busca de Jared, y necesitaré tu ayuda.

– ¡Ohhh! -Amanda parpadeó y cerró los ojos, pero Miranda sabía que no se había desmayado, así que siguió hablando sin detenerse.

– Llevo ya diez meses sin mi marido, Mandy. ¡Él ni siquiera sabe que tiene un hijo! No sé si Jared está vivo o muerto, pero no pienso quedarme sentada aquí, en Inglaterra, siguiendo el juego de Palmerston. No somos ingleses y no le debemos ninguna lealtad a este país. Quiero que me devuelva mi marido y me propongo ir a buscarlo. Te hago responsable de mi Tom, querida mía, porque no puedo llevármelo conmigo. Lo comprendes, ¿verdad?

Amanda abrió los ojos.

– ¡No puedes hacer esto, Miranda! ¡No puedes!

– Puedo, Mandy, y pienso hacerlo.

– ¡No te ayudaré en esta locura! -Amanda se había incorporado y sacudía indignada sus rizos.

– Yo te ayudé, Mandy. Si no hubiera obrado en contra de la voluntad de mi marido el año pasado, no serías ahora lady Swynford, ni tendrías a tu precioso Neddie. Si yo no te hubiera ayudado la primavera pasada, Amanda, yo estaría ahora a salvo en mi propia casa de Wyndsong Island con mi marido y mi hijo, y no retenida en Inglaterra, obligada a aceptar tu hospitalidad, sola y sin Jared. Me llevo el Dream Witch y me voy a San Petersburgo a buscar a mi marido, y tú, hermanita, vas a cooperar conmigo. ¿Cómo puedes negarme mi felicidad, cuando yo he sacrificado tanto para proporcionarte la tuya, Amanda?

La firme resolución de Amanda se disolvió ante el poderoso argumento de su hermana. Se mordió el labio, angustiada, después miró directamente a Miranda.

– ¿Qué debo hacer? -murmuró por fin.

– En realidad, poca cosa, cariño -la tranquilizó Miranda-. Tu suegra se ha ido otra vez a Brighton, a casa de su amiga, para pasar el verano. Adrián y Jon no volverán de Escocia hasta dentro de un mes. Aquí estarás perfectamente a salvo y nadie te hará preguntas comprometedoras. Para cuando vuelvan los caballeros, yo estaré ya en San Petersburgo. Puedes decirles la verdad. Estoy segura de que Jared estará dispuesto a regresar en cuanto yo llegue. Volveremos rápidamente y nadie más se enterará. Lo único que te pido es que cuides de mi Tom mientras yo voy a buscar a su padre.

– Oyéndote parece muy fácil -suspiró Amanda.

– Y lo es, Mandy.

– A juzgar por tus palabras, se diría que te vas a Londres a buscarlo después de un pequeño viaje de negocios -observó Amanda, irritada-. ¿Cuánto tardarás en llegar a San Petersburgo?

– Probablemente dos semanas, pero dependerá de los vientos.

– ¡Entonces estarás fuera más de un mes! Dos semanas de ida, dos de vuelta, y el tiempo que te lleve buscar a tu marido, a Jared.

– Oh, confío en que el embajador sabrá dónde está Jared respondió Miranda, sin darle más importancia.

– Tengo una premonición -anunció Amanda.

– ¿Tú? -rió Miranda-. Tú nunca tienes premoniciones, querida, yo sí.

– ¡No quiero que te marches, Miranda! ¡Por favor! ¡Por favor! Hay algo muy peligroso en este viaje -suplicó Amanda.

– Bobadas, querida. Te preocupas demasiado. Es un simple viaje y lo conseguiré. ¡Sé que lo conseguiré

TERCERA PARTE


RUSIA
1813-1814

10

El capitán Ephraim Snow contempló a la mujer de su amo desde su metro noventa de altura.

– Mire, señora Dunham -le dijo con voz pausada-, yo no voy a dejarla desembarcar hasta que descubramos dónde está Jared. No me fío de estos rusos. Ya he tenido tratos con ellos anteriormente.

– Enviaré un mensaje al embajador británico, capitán -contestó Miranda-. Supongo que él sabrá dónde está mi marido.

– Muy bien, señora. ¡Willy! ¿Dónde estás, muchacho?

– Aquí, señor. -Un joven marinero se acercó corriendo y saludó.

– La señora Dunham va a escribir una nota para que la lleves a la embajada inglesa dentro de unos minutos. Espera.

– Sí, señor.

Miranda volvió al salón del yate y escribió rápidamente un mensaje pidiendo noticias de su marido. El mensaje, sencillo y directo, fue llevado a la embajada por el joven Willy, a quien indicaron que esperara respuesta. Miranda no estaba dispuesta a dejarse engatusar por un diplomático. El mensajero volvió al cabo de una hora con una invitación para cenar en la embajada. El coche del embajador pasaría a recogerla a las siete.

– ¡Oh, cielos! No tengo nada que ponerme -se lamentó Miranda.

Ephraim Snow sonrió.

– Me parece estar oyendo a mi Abbie. Ella también se queja de lo mismo infinidad de veces.

– En mi caso es lamentablemente cierto -se rió Miranda-. No sólo he venido de viaje sin mi doncella, sino que tampoco he traído ropa de noche. Después de todo, no venía para hacer vida de sociedad, Eph. Usted conoce la ciudad, ¿hay algún sitio donde pueda conseguir un traje de noche decente y zapatos?

– El Emporium de Levi Bimberg es el lugar, pero la acompañaré yo, señora Dunham. No estaría bien visto que fuera sola.

Pidieron un coche de un caballo y Miranda y el capitán Snow se fueron en él. Dio la dirección en cuidadoso francés, idioma que todos los cocheros hablaban, y se dirigieron a la Perspectiva Nevski, la avenida principal de la ciudad. Miranda estaba fascinada por la ciudad en aquel hermoso día de verano. Los bulevares eran anchos y bordeados de árboles. Había inmensos parques verdes y plazas llenas de flores. A lo largo del río Neva discurría un precioso y largo paseo donde incluso ahora, a primera hora de la tarde, paseaban unas cuantas parejas bien vestidas.

– Pero ¡es precioso! -exclamó Miranda-. San Petersburgo es tan hermoso como París o Londres.

– Sí, sí, es precisamente lo que el zar quiere que vean los visitantes-comentó agriamente el capitán.

– ¿Cómo, Eph? ¿Qué quiere decir?

– Ya veo que usted no sabe mucho de Rusia, señora Dunham. Básicamente, hay dos clases: el zar y sus nobles, y los siervos. Los siervos son como esclavos. Sus únicos derechos son los que sus dueños quieren darles. Existen solamente para la conveniencia y el placer de sus amos y viven en una increíble pobreza; si uno muere, no tiene la menor importancia dado que quedan muchos más para ocupar su puesto.

“También hay una escasa clase media. Este mundo no puede trabajar sin tenderos y los pocos labriegos libres que les dan de comer, pero si pudiera ver cómo están de abarrotados los barrios bajos de la ciudad interior, se le helaría la sangre. Hay astilleros aquí, importantes metalurgias y fábricas textiles. Pagan una miseria a los obreros, y los que no viven en los tugurios, ocupan unos barracones cerca de las fábricas, que son poco mejores”.

– ¡Pero eso es terrible, Eph!

– Sí, se alegra uno de ser un salvaje americano, ¿verdad? -observó secamente el capitán.

– No puedo creer que a un ser humano le complazca tratar mal a otro. Detesto la esclavitud.

– No todos los de Nueva Inglaterra piensan así, señora Dunham. Muchos de ellos trafican con esclavos africanos para las plantaciones del sur. -Miranda se estremeció y al instante Ephraim Snow se sintió culpable por haberla disgustado-. Vamos, señora, no debe preocuparse por semejantes asuntos. Piense en Jared y en lo mucho que se sorprenderá al verla. ¿Cree que estará en la embajada esta noche?

– No, ni siquiera estoy segura de que esté en San Petersburgo ahora. No me cabe duda de que la embajada habría dicho algo si él estuviera aquí.

– Probablemente. Mire, señora, ahí está el Emporium de Levi Bimberg. Si no encuentra ahí lo que busca, no lo hallará en ninguna otra parte. Ésta es una de las mejores tiendas de la ciudad. Tiene las últimas importaciones.

El carruaje se detuvo ante una gran tienda tan elegante como cualquiera que Miranda hubiera visto en Londres. Ephraim Snow bajó y ayudó a Miranda.

– Espere -ordenó al cochero, y la acompañó al interior.

Miranda eligió un traje de la mejor seda de Lion, dorada, muy transparente y entretejida de hilos metálicos. Estaba salpicada de pequeñas estrellas plateadas y las finas cintas que ceñían el busto eran también de plata. Le sentaba como un guante. Lo llevaría aquella noche.

Compró otros dos trajes, uno de un rosa oscuro a listas plateadas y otro morado sujeto con cintas doradas. También compró ropa interior de seda y medias, delicados zapatos de cabritilla dorada y plateada, cintas y bolsos a juego, y un chal con grandes flecos de color crema. Era la primera vez que Miranda compraba ropa confeccionada, pero la costurera de la tienda comprendió en seguida los pequeños retoques que debía hacer.

El coche del embajador llegó puntual y el capitán Snow la acompañó hasta el pie de la pasarela para dejarla a salvo en el carruaje. El traje dorado brillaba a la luz del atardecer, porque en San Petersburgo la noche era muy corta. Aunque había traído poca ropa de Inglaterra, si había pensado en su joyero, de forma que se había adornado el cuello con un magnífico collar de amatistas rosadas y oro, con ovalados pendientes a juego. Una vez sentada, se alisó el traje con los guantes de cabritilla dorada.