– Dígame sólo una cosa -suplicó Miranda-. ¿Está vivo?

– ¡Santo Dios, claro que sí! Cielos, milady, ¿acaso lo dudaba?

Miranda se esforzó por mantener la voz baja.

– Lord Palmerston no quiso decirme nada.

– ¡Maldito idiota! -masculló el secretario, al comprender lo que lady Dunham había estado pasando durante meses-. Perdón, señora-se apresuró a añadir.

– He llamado cosas mucho peores a lord Palmerston, señor Morgan -confesó Miranda con un brillo de picardía en los ojos, y el secretario se rió.

Fuera, en el atardecer rosado de Rusia, Sasha había vuelto a entablar conversación con el cochero.

– ¿Qué, otra vez de vuelta? -preguntó en inglés.

– Mí amo me ha azotado por no haber descubierto más acerca de la hermosa señora dorada -sonrió amablemente Sasha-. Me ha enviado para que averigüe más cosas o repetirá la paliza.

El cochero se mostró comprensivo.

– Sí, estos ricachones son todos iguales. Quieren lo que quieren y no aceptan un no por respuesta, como tenemos que hacer todos los demás. Bien, muchacho, resulta que ya sé mucho más acerca de la dama. Me enteré en la cocina mientras estaba cenando. Ha venido a buscar a su marido, que ha estado en San Petersburgo por asuntos de negocios. El embajador es amigo suyo, asi que la invitó a cenar. Sin embargo, como lord Dunham ignoraba que su esposa iba a venir, hace una semana dejó la ciudad camino de Inglaterra. La volveré a traer mañana por la tarde, a tomar el té, a fin de que el embajador pueda decírselo.

– Bueno, ahora sí que mi amo estará contento -dijo Sasha. Se metió la mano en el bolsillo y sacó otra moneda de plata-. Gracias, amigo mío. -Se despidió dejando la moneda en la palma de la mano del cochero. Después marchó a toda prisa.


Miranda estaba sumamente apenada al descubrir que debía esperar por las noticias de Jared, pero por lo menos sabía que estaba bien. Después de la cena hubo un baile y no le faltaron parejas. La mayoría eran miembros de la comunidad diplomática, caballeros engolados, reblandecidos y atrevidos debido a los buenos vinos del embajador.

No obstante, uno de ellos destacaba. Era el príncipe Mirza Eddin Khan, hijo de una princesa turca y un príncipe georgiano. El príncipe era el representante oficioso de la corte otomana en la corte rusa, y por lo que se refería a Miranda, era el único hombre interesante en el salón, aquella noche.

El príncipe le resultaba sumamente atractivo; medía más de metro ochenta, su cabello rizado y el bigote recortado sobre sus labios sensuales eran de un brillante color castaño oscuro, sus ojos de un azul intenso y su tez de color dorado. Por el hecho de ser musulmán no bailaba y cuando Miranda rechazó a diferentes caballeros a fin de recobrar el aliento, se acercó a ella y comentó con voz divertida:

– Es usted demasiado bonita para fruncir así el ceño. Tengo entendido que ese gesto produce infinidad de arrugas.

Miranda se volvió a mirarlo y él, ante la belleza de aquellos ojos verde mar, se quedó sin aliento.

– No soy una muñequita, alteza, sino una americana franca y sin pelos en la lengua. No quiero ofenderlo, pero por favor, no venga a decirme bobadas como los otros caballeros. Sospecho que es más inteligente que todo eso.

– Acepto la corrección, milady. Si prefiere la pura verdad, déjeme decirle que en mi opinión es usted una de las mujeres más hermosas que jamás haya visto.

– Gracias, alteza -respondió Miranda sin bajar la vista, aunque el rubor de sus mejillas aumentó.

Al príncipe le encantó verla confundida.

Hablaron de asuntos personales y encontraron fácil el intercambio de confidencias.

– Jamás he deseado los bienes ajenos, no obstante envidio algo de su marido -dijo el príncipe, al fin.

– ¿Qué es? -preguntó sinceramente curiosa.

Sus ojos azul oscuro parecieron devorarla, envolviéndola en un calor que abrasó todo su cuerpo.

– Usted -confesó el príncipe Mirza y antes de que ella se recobrara de la sorpresa, le cogió la mano derecha y se la besó-. Adiós, lady Dunham.

Ella contempló asombrada cómo desaparecía a través del abarrotado salón, sus pantalones de seda blanca, su casaca persa y su turbante contrastando entre los trajes negros de etiqueta de los demás caballeros.

Fue entonces cuando Miranda decidió que había llegado la hora de regresar al Dream Witch. Después de todo, tenía una cita allí mismo al día siguiente y debía descansar un poco. Eran pasadas las once cuando el coche cruzó las calles silenciosas de San Petersburgo de vuelta al puerto. La noche rusa no era oscura. Miranda encontró que la media luz a semejante hora era desconcertante. Luego también estaba el inquietante recuerdo del príncipe Mirza Eddin Khan. Nunca se había sentido tan atraída hacia un desconocido y eso la turbaba. ¿Por qué este príncipe oriental con sus misteriosos ojos la fascinaba de tal modo?

Los caballeros londinenses que la habían cortejado habían sido firmemente rechazados. Miranda había escandalizado a toda la alta sociedad por estar abierta y apasionadamente enamorada de su marido e indiferente a todos los demás. Los londinenses habían reaccionado poniéndole el mote de la Reina de Hielo. Y para delicia del señor Brummel, Miranda consideró aquello un gran cumplido.

A la mañana siguiente, después de una noche inquieta, Miranda subió a cubierta a tomar el sol. Ante su sorpresa, un pequeño coche cerrado, con el escudo del embajador británico en la portezuela, estaba acercándose al Dream Witch. Sentado en el pescante había un joven ruso con traje aldeano. Al verla, le gritó:

– ¿Es usted lady Dunham?

– Sí -contestó.

– Con los saludos del embajador, milady. Debe cambiar su cita con usted. Le pide que vaya ahora, por favor.

– Sí, naturalmente-respondió Miranda-. Recogeré mi chal y el bolso y bajaré en seguida. -Bajó corriendo a su camarote para recoger aquellas prendas y se detuvo en el salón, camino de la salida, para advertir al capitán Snow de su marcha.

– Bien -dijo Ephraim Snow-. Espero que hoy se entere de todo.

Miranda bajó apresuradamente por la pasarela hacia el coche que la esperaba, donde el cochero le mantenía la puerta abierta. La ayudó a subir, cerró la puerta de golpe tras ella y saltó al pescante. Dio unos latigazos a los caballos y el coche arrancó. No estaba sola en el vehículo. Frente a ella se sentaba un caballero elegante que vestía un uniforme blanco y dorado.

– Soy lady Dunham -se presentó cortésmente en su mejor francés-. ¿Puedo preguntarle quién es usted?

– Soy el príncipe Alexei Cherkessky -fue la respuesta.

– ¿También está citado con e! embajador, príncipe Cherkessky?

– No, querida, yo no -le dijo.

Miranda descubrió disgustada que la observaba descaradamente. Su mirada era totalmente diferente a nada que hubiera experimentado, y no le gustó en absoluto. Sus ojos parecían carecer de vida.

– Si no tiene una cita con el embajador, ¿por qué está usted en su coche? -le preguntó.

– Porque éste no es el coche del embajador, querida, es mío -declaró sin inmutarse.

Miranda comprendió de pronto que estaba en gran peligro.

– Príncipe Cherkessky, debo exigirle que me devuelva inmediatamente a mi yate -dijo con una firmeza que ocultaba su pulso acelerado y las rodillas temblorosas.

El príncipe lanzó una carcajada.

– ¡Bravo, querida! Su valentía es digna de encomio. Es usted en verdad todo lo que esperaba que fuera y no me he equivocado al juzgarla.

– ¿Qué desea de mí, señor? ¿Por qué ha recurrido a este subterfugio a fin de que entrara en su coche?

El príncipe Cherkessky pasó a sentarse a su lado.

– En realidad, no quiero nada personal de usted. No debe tenerme miedo. No me propongo violarla ni asesinarla. Sin embargo, la quiero. Hace mucho tiempo que busco una mujer exquisita con su color de pelo. -La cogió por la barbilla con firmeza y la miró intensamente-. Sus ojos son como esmeraldas y, sin embargo, hay un diminuto brillo de llama azul en ellos. ¡Perfecto!

Miranda apartó la cabeza bruscamente.

– ¡Usted desvaría, señor! -exclamó-. ¿Por qué me ha atraído a su coche? ¡Exijo una respuesta!

– ¡Exige! ¿Exige? Será mejor que sepa de una vez por todas cuál va a ser su lugar en la vida. No tiene derecho a exigir nada. No tiene ningún derecho. Ahora, usted es de mi propiedad. Desde el momento en que entró en mi coche pasó a ser propiedad mía, pero no debe temer que vaya a maltratarla. La voy a enviar a mi granja de esclavos, en Crimea, donde será la pareja principal de uno de mis mejores esclavos sementales. Espero de usted que me dé niños hermosos.

Más indignada que asustada, Miranda estalló:

– ¿Está usted loco? Soy lady Dunham, esposa de Jared Dunham y señora de Wyndsong Manor. ¿Se da cuenta de quién soy? ¡Devuélvame inmediatamente a mi yate! No mencionaré esto porque de seguro que está usted borracho, señor -exclamó asustada y dolorida cuando unos dedos crueles se cerraron sobre su muñeca.

Sujetándola con un brazo, el príncipe cubrió su boca y nariz con un trapo oloroso. Miranda se debatió como loca y abrió la boca para gritar. Pero no pudo hacerlo, porque sus pulmones se inundaron del ardiente y mareante dulzor. La fuerza del príncipe era inquebrantable y aunque ella se revolvió como loca para escapar de aquella negrura que la iba invadiendo, se sintió dominada por unos dedos implacables que la iban sumiendo en el oscuro torbellino.

El coche adquirió velocidad al dejar el centro de la ciudad para entrar en las afueras. Al poco rato, el coche del príncipe entró en un bosque y avanzó por un camino poco transitado, para detenerse ante una pequeña vivienda. Sasha trasladó a la inconsciente mujer al interior. El príncipe los siguió y contempló con genuino placer a su víctima, ahora inmóvil sobre una cama.

– ¡San Basilio! -juró-. Es aún más hermosa de lo que pudimos ver a distancia. ¡Fíjate en el colorido, Sasha! El rosa de sus mejillas, la leve sombra violeta sobre sus ojos. -Entonces, se inclinó, y con dulzura fue quitándole las horquillas del cabello, soltando su pálida cabellera, palpando su textura-. ¡Tócalo, Sasha, es como seda!

Sasha se inclinó para tomar entre sus dedos un mechón del cabello de Miranda, maravillándose ante su suavidad.

– Es una auténtica aristócrata, amo. ¿Qué dijo cuando le anunciaste su destino?

El príncipe Cherkessky se encogió de hombros.

– Tonterías acerca de que era la esposa de Jared Dunham. Pero no importa.

Sasha pareció preocupado.

– Alteza -dijo-, opino que deberías creerla. ¡Mírala! Es un ángel, y tu amante es la propia hija del mismísimo diablo. Creo que lady Gillian se venga de lord Dunham por haberse casado con esta belleza en lugar de desposarla a ella. Devolvamos la dama a su gente. Puedo hacerlo con discreción.

– ¡No! Maldita sea, Sasha. Hace tres años que ando buscando a una mujer como ésta, y es más perfecta de lo que me atrevería a esperar. No pienso devolverla. Incluso me niego el placer de su cuerpo a fin de emparejarla con Lucas lo antes posible. Venga, ayúdame a desnudaría. Necesito llevarme su ropa.

Entre los dos quitaron a Miranda su elegante traje de muselina a rayas verdes y blancas, sus enaguas, chambra y pantaloncitos ribeteados en encaje. El príncipe le quitó también sus zapatos negros mientras Sasha hacía bajar sus medias de seda blanca. Por un momento contemplaron el cuerpo desnudo de su víctima y Sasha murmuró:

– Qué hermosa es. Fíjate en la delicadeza de su estructura ósea, amo. Aunque sus piernas son muy largas, están perfectamente proporcionadas.

El príncipe alargó la mano y acarició un seno de Miranda, suspirando.

– ¡Oh, cómo me sacrifico, Sasha! Ya sabes que siempre pruebo la mercancía de la granja, pero no debo contaminar las entrañas de esta esclava tan especial con mi oscura simiente.

– Eres un buen amo -murmuró Sasha, quien cayó de rodillas, rodeó al príncipe con sus brazos y se frotó contra su sexo dilatado-. Deja que Sasha te consuele. Dame tu permiso, amado señor. ¿Acaso no nací y fui educado para ello? ¿No he sido siempre tu verdadero amor?

El príncipe Alexei Cherkessky acarició con ternura la oscura y rizada cabeza.

– Tienes mi permiso, amado Sasha -murmuró abandonándose al dulce placer que su siervo le proporcionaba siempre.

Varios minutos después, desaparecida la tensión sexual de su cuerpo, volvió al asunto que le preocupaba. Vistieron a Miranda con la falda, enaguas, blusa y botas de fieltro de una sierva bien cuidada. Silenciosamente, Sasha trenzó su larga cabellera y sujetó las puntas con lana de colores. Luego, volvieron a llevarla fuera y la instalaron en el coche. El príncipe percibió un destello de oro en la mano de Miranda y juró entre dientes.

– ¡San Basilio! ¡Sus joyas! Casi se me olvidaba. -Le quitó las sortijas y los pendientes-. ¿Algo más? -preguntó a Sasha.