– ¡Bobadas! -cortó Miranda Dunham-. Desde que tenías doce años, siempre estás enamorada de uno u otro. Hace unos meses no querías marcharte de Wyndsong porque te creías enamorada de Robert Gardiner… ¿o era de Peter Sylvester? Desde que estamos en Inglaterra has sentido debilidad al menos por seis muchachos. Lord Swynford es sólo tu admirador de turno.

Amanda Dunham se echó a llorar y corrió a echarse en brazos de su madre, sollozando.

– Miranda, Miranda -reconvino Dorothea Dunham con dulzura-. No debes impacientarte así con tu hermana gemela.

Miranda lanzó una exclamación burlona y apretó los labios, un gesto que hizo reír a su padre. “Gemelas -se dijo, como solía-. Mis únicas descendientes legítimas y no parecen parientes y mucho menos gemelas”. Amanda era menuda, llenita y llena de hoyuelos como su madre, un pastel femenino blanco y rosado con grandes ojos azules y cabello amarillo como los narcisos. Era dulce, algo simplona, una burbuja de criatura que se convertiría en una esposa encantadora y una madre amorosa. Comprendía a Amanda como siempre había comprendido a la madre de ésta.

Pero no estaba seguro de Miranda, la gemela mayor. Era una criatura mucho más compleja, una muchacha de azogue y fuego. Nacida dos horas antes que su hermana menor, era diez centímetros más alta que Amanda. Miranda, como un caballito, tenía más ángulos que curvas. Las curvas, supuso, vendrían más tarde.

La cara de Amanda era redonda, pero la de Miranda tenía forma de corazón con pómulos salientes, una nariz recta y elegante, una boca grande y jugosa, y una barbilla decidida con un pequeño hoyuelo- Sus ojos de un verde azulado eran rasgados y estaban protegidos por largas y oscuras pestañas. ¿De dónde habría sacado esos ojos verde mar? Tanto él como Dorothea los tenían azules. El cabello de Miranda constituía también otro misterio: era de color de luna.

Las gemelas eran tan diferentes de temperamento como de aspecto. Miranda se mostraba decidida, confiada y valiente. Su mente era rápida y su lengua aguda. Carecía de paciencia, pero era buena. Sospechaba que su mal carácter se debía a un exceso de mimos.

Pero Miranda tenía un profundo sentido de la justicia. Odiaba la crueldad y la ignorancia, y siempre defendía al desamparado. Ojalá, pensaba Thomas con tristeza, ojalá hubiera sido el hijo que deseaba. La amaba profundamente, pero desesperaba de encontrar marido para ella. Necesitaría un hombre que comprendiera su fiero rasgo de independencia Dunham. Un hombre que la tratara con firmeza, pero con dulzura y amor.

Había explicado al joven lord Adrián, barón de Swynford, que su compromiso formal con Amanda debía esperar a que Miranda, la mayor, estuviera comprometida. Thomas Dunham no había conocido a nadie en Inglaterra que le pareciera bien para su primogénita. Tenía una idea acerca del tema, pero primero había algo que debía cambiar en su testamento.

Sonrió. ¡Pequeña Amanda! ¡Qué tierna y dulce era! Adornaría la mesa familiar de Swynford y luciría bien las joyas de la familia. Jamás sería una conversadora interesante, pero tocaba bien el piano y pintaba acuarelas deliciosas. Sería una excelente madre, esposa sumisa que jamás protestaría si su esposo se distraía alguna vez con un pasatiempo. Con Amanda, él y Dorothea habían producido una hija perfecta, pensó Thomas satisfecho de sí mismo.

En cambio, la mayor de las gemelas era una zorrita voluntariosa e independiente y que de no haberla visto él, personalmente, salir del cuerpo de su madre, habría jurado que era la hija de otra pareja.

A medida que las niñas crecían, era Miranda quien llevaba las riendas. Aprendió a andar cinco meses antes que su gemela, y hablaba con perfecta claridad al final del primer año. Amanda balbuceó por espacio de dos años antes de que su habla fuera inteligible. Sólo Miranda la entendía, a veces traduciendo su parloteo infantil y otras veces anticipándose a los deseos de su gemela en una comunicación sin palabras que asombraba a todo el mundo. Amanda era un libro abierto; Miranda, en cambio, compleja… pero se querían profundamente. Miranda podía rabiar y protestar de Mandy, pero no se lo permitía a nadie más y cuidado con quien fuera lo bastante tonto para ofender a la más dulce de las dos, porque Miranda protegía a su gemela como una tigresa a su progenie.

Ahora, sin embargo, Miranda Dunham estaba irritada:

– ¡Por el amor de Dios, Mandy, deja de lloriquear! -A Miranda le costaba contenerse-. Si Adrián Swynford te ama de verdad, pedirá tu mano antes de que regresemos a América.

– Ya lo ha hecho -respondió plácidamente Thomas Dunham.

– Oh, papá -exclamó Amanda, saltando sobre sus pies y con los ojos brillantes de alegría,

– ¿Lo ves? Ya te lo dije -añadió Miranda, como si la cosa estuviera zanjada.

– Vamos, niñas, sentaos con mamá y conmigo y os lo explicaré.-Hizo que sus hijas se acomodaran en un canapé entre él y su esposa y empezó-: Lord Swynford ha pedido la mano de Amanda en matrimonio. Yo he dado mi consentimiento con la condición de que no se haga el anuncio oficial, o se mande un artículo a la Gazette, hasta que haya arreglado también un compromiso adecuado para Miranda. Es la mayor y su compromiso debe anunciarse primero.

– ¿Qué? -exclamaron a coro las gemelas.

– Yo no quiero casarme -gritó Miranda-. ¡No quiero marcharme de Wyndsong ni que me coloquen con algún maldito pomposo!

– ¡Y yo no quiero esperar para casarme con Adrián! -gritó Amanda, mostrando su genio-. Si a ella no le importa que yo me case primero, ¿por qué debe importaros a vosotros?

– ¡Amanda! -exclamó su madre, sorprendida-. La tradición familiar indica que la mayor debe casarse primero. Ha sido siempre así y es una regla justa. -Luego se volvió a Miranda y añadió-: Pues claro que te casarás, niña. ¿Qué otra cosa puedes hacer?

– Soy la mayor -declaró Miranda con orgullo-. ¿Acaso no heredaré Wyndsong? ¿No voy a ser la siguiente señora de la mansión? No necesito nada más, y por supuesto a ningún hombre. Nunca he conocido a ninguno, excepto papá, que me gustara.

– Una mujer respetable necesita siempre un padre o un marido, Miranda. No siempre estaré aquí para protegerte. -Thomas Dunham se sentía incómodo ante lo que tenía que decir a continuación, pero prosiguió-: Tú eres mi hija mayor. Miranda, pero no eres un varón. Tú no puedes heredar Wyndsong, porque la disposición establece que si no hay heredero varón, directo, el actual señor debe nombrar a uno entre sus parientes varones. Ya lo hice años atrás, cuando los médicos aconsejaron que vuestra madre no tuviera más hijos. El próximo señor de Wyndsong Island procede de la rama familiar de Plymouth. Tú y tu hermana podéis heredar mi fortuna personal, pero no Wyndsong.

– ¿Que no heredaré Wyndsong? -Miranda estaba estupefacta-. ¡No puedes entregárselo a un forastero, papá! ¿Quién es ese primo? ¿Lo conocemos? ¿Querrá tanto Wyndsong como yo? ¡No! ¡No!

– Mi heredero es el hijo menor de mi primo John Dunham. Nunca ha estado en Wyndsong. Se llama Jared.

– ¡Nunca dejaré que se quede con Wyndsong! ¡Nunca, papá! ¡Nunca!

– Miranda, controla tu genio -advirtió Dorothea Dunham con voz firme-. Debes casarte. Todas las jóvenes de tu clase se casan. Tal vez ahora, sabiendo que no podrás permanecer en Wyndsong, te decidas a hacer un esfuerzo por encontrar un marido apropiado.

– No quiero a nadie -fue la respuesta glacial.

– No es preciso que ames a tu marido, Miranda. El amor suele venir después.

– Amanda quiere a Adrián -declaró secamente su hija.

– Si, en efecto, y es una suerte que el objeto de su cariño haya pedido su mano y sea adecuado. De lo contrario, querida mía, no importaría lo mucho que se quisieran.

– ¿Acaso tú no querías a papá cuando te casaste? -insistió Miranda y Dorothea sintió crecer su irritación. Era típico de su hija mayor insistir en un tema hasta llevarlo a un punto conflictivo. ¿Por qué no quería entender cómo funcionaba la sociedad? Amanda sí. Dorothea empezó a sospechar, como tantas otras veces cuando discutía con Miranda, que su hija lo comprendía perfectamente pero que deliberadamente se mostraba obstinada.

– Yo no conocía a papá cuando nos comprometimos. Tus abuelos, no obstante, después de haberme buscado una pareja adecuada, nos dieron tiempo para que nos conociéramos. Para cuando nos casamos, ya empezaba a quererlo y no ha pasado ni un solo día en estos veinte años en que no lo haya amado cada vez más.

– ¿Y no te pesó dejar Torwyck? Era tu casa.

– No. Wyndsong era la propiedad de tu padre y quería estar con él. Amanda no lamentará dejar Wyndsong por Swynford Hall, ¿verdad, cariño?

– ¡Oh, no, mamá! ¡Yo quiero estar con Adrián! -fue la inmediata respuesta.

– ¿Lo ves, Miranda? Una vez hayas elegido un marido, con tal de estar con él no te importará dónde vivas.

– No -se obstinó Miranda-. Para vosotras es distinto. Ni una ni otra habéis crecido amando vuestra casa como yo amo Wyndsong, ni habéis alimentado la creencia de que lo heredaríais, como me ha sucedido a mí. ¡Amo Wyndsong hasta el último rincón! Lo conozco mejor que cualquiera de vosotras. Wyndsong es mío, diga lo que diga lo establecido, y nunca permitiré que esos mojigatos presumidos de Plymouth se queden con él. No les dejaré. -Las lágrimas brillaban como diamantes en sus ojos verde mar. Miranda salió corriendo. No solía llorar y estaba avergonzada de mostrar semejante debilidad femenina.

– ¡Oh, mamá! Es tan injusto que Miranda sea desgraciada siendo yo tan feliz. -Amanda se levantó y salió tras su hermana.

– ¿Y bien. Thomas? -Dorothea Dunham miró acusadora a su marido.

Éste se agitó incómodo.

– No me di cuenta de que se lo tomaba tan a pecho, querida.

– ¡Oh, Thomas! Has mimado a Miranda al extremo de ser demasiado indulgente, aunque no puedo censurarte. Siempre ha sido una niña difícil y, francamente, yo no le he prestado toda la atención que hubiera debido. Siempre ha sido más fácil dejar que se saliera con la suya. Ahora veo que con nuestra actitud hemos cometido un grave error. La mente de Miranda está tan llena de Wyndsong que no le queda espacio para nada más.

"Debemos encontrarle un buen marido, Thomas -continuó Dorothea-. Lord Swynford es perfecto para Amanda, pero no la esperará siempre. No puedo comprender por qué no dejas que se anuncie el compromiso ahora. -Sus ojos azules brillaban-. Yo te seguí en tu decisión de que la mayor se casara primero y por supuesto adorné la cosa cuanto pude, pero ignoro desde cuándo existe semejante costumbre en la familia.

Hizo una pausa y luego preguntó:

– ¿Qué has hecho, Thomas, que debas remediar antes de que permitas que se anuncie el compromiso de Amanda?

Thomas Dunham dedicó una sonrisa confusa a su mujer.

– Veo que me conoces bien, querida. Es la única cosa que jamás te haya ocultado. A la sazón me pareció una idea magnífica, pero… debo cambiar mi testamento antes de anunciar el compromiso de Amanda con lord Swynford. -Se pasó la mano por su pelo canoso y sus ojos azules expresaron turbación-. Verás, Doro, cuando nombré al joven Jared Dunham el siguiente lord de la heredad, me dejé llevar por cierta vanidad personal.

"Mi testamento convierte a Jared en mi heredero, pero mi fortuna personal va a ti y a las niñas. Jared no puede mantener la isla sin dinero, así que hay una cláusula donde se establece que si muero antes de que las niñas estén casadas y él es soltero, mi riqueza exceptuando tu parte de viuda, pasará a él si se compromete a casarse con una de mis hijas, la que él elija.

"No es porque crea que voy a morir pronto, pero quiero que mi sangre corra en las venas de los futuros lores de Wyndsong. Como mi testamento proporcionaba una generosa dote a la gemela restante, ¿a quién perjudicaba? Debo modificar mi testamento si Amanda se casa con lord Swynford, puesto que ahora sólo quedará disponible Miranda.

– ¡Oh, Thomas! -exclamó Dorothea, quien se llevó una mano gordezuela a la boca, tratando de ocultar su divertida sorpresa-. ¡Y dicen que las mujeres somos vanidosas! -Pero con más seriedad añadió-: Amor mío, tal vez has solucionado, sin pensarlo, nuestro problema con Miranda. ¿Por qué no arreglamos la boda entre ella y Jared Dunham? Miranda sería así la primera en comprometerse, tu sangre correría por las venas de los futuros señores de Wyndsong, y Amanda podría casarse con lord Swynford.

– Por Dios que eres astuta, Doro. ¿Por qué no se me ocurrió? ¡Es la solución perfecta! -Se golpeó el muslo entusiasmado.

– Es perfecto, siempre y cuando Jared no esté ya comprometido, casado, o liado.

– Bueno, sé que no está ni comprometido ni casado. Recientemente he recibido una carta de su padre pidiéndome que le compre una vajilla de Wedgewood amarilla para el cumpleaños de su mujer. Mencionaba que su hijo mayor, Jonathan, ha sido padre por tercera vez y que desesperaba de que Jared sentara la cabeza. Jared tiene ahora treinta años. Este plan encantaría a su padre. No tengo tiempo para enviarle una carta que nos preceda, porque zarpamos dentro de pocos días, pero le mandaré un mensaje en cuanto lleguemos.