– Llevaba un camafeo en el traje, pero nada más -fue la respuesta.

– Ve a buscar agua al pozo, Sasha -ordenó el príncipe-. Si debemos mantener a tu pasajera tranquila, ya va siendo hora de que le administremos la primera dosis de opio. Empieza a despertar.

El príncipe mezcló agua y la oscura tintura en una pequeña taza de plata. Después, ambos hombres subieron al coche y mientras Sasha incorporaba a la apenas consciente Miranda a una posición casi sentada, el príncipe, con sumo cuidado, le introdujo el líquido y se lo hizo bajar por la garganta. Ella tragó el líquido frío con ansia porque la calmaba. Su cerebro estaba confuso y antes de que pudiera relacionar unas cosas con otras, volvió a sumirse en una cómoda oscuridad.

Por el estrecho camino del bosque llegaba un faetón.

– ¡Bien! -exclamó el príncipe-. Boris Ivanivich llega a tiempo. Ahora, escúchame bien, Sasha. Quiero que vayas directamente a Crimea, sin paradas. Haz lo que tengas que hacer para tus necesidades, y come mientras cambian los caballos. La quiero en la granja dentro de dos semanas. Cuando lleguéis, déjala descansar unos días y luego aparéala. Recuerda que cuanto más tardes, más tiempo estaremos separados, mi amado Sasha.

– ¿Debo quedarme hasta que dé a luz? ¿No puedo volver durante su embarazo, siempre y cuando esté de vuelta para el nacimiento?

– No -respondió con firmeza el príncipe-. No quiero correr el menor riesgo con ella. Es una esclava demasiado valiosa, Sasha. Mantenía en la casa contigo, porque no la quiero mezclada con las demás mujeres. No es como las otras; esas malditas cerdas aldeanas podrían hacerle daño. Dale todo lo que desee… siempre que sea razonable… para tenerla feliz.

Sasha miró amorosamente a su príncipe, luego le cogió las manos y se las cubrió de besos.

– Nunca nos hemos separado, mi amado señor. Cada día lejos de tí será una eternidad.

– Tú eres el único en quien puedo confiar para que haga esto por mí, mi querido Sasha -le dijo el príncipe.

Sasha volvió a besar las manos del príncipe, luego trasladó a Miranda a otro coche. El vehículo empezó a moverse cuando hubo cerrado la puerta.

El príncipe Cherkessky marchó solo de vuelta a su palacio en la ciudad, donde Gillian lo estaba esperando.

– ¿Dónde has estado? -preguntó enfurruñada. Como tenía por costumbre llevaba solamente una prenda de seda que no dejaba ninguna concesión a la imaginación.

Como respuesta la abrazó y la besó, y su boca cruel forzó a que Gillian abriera la suya. Rápidamente inflamada le correspondió ardorosamente, apretando su cuerpo voluptuoso contra el príncipe, gozando con el dolor que los botones de metal de su uniforme infligían a su tierna carne, por el sufrimiento que le producían aquellas manos al estrujar sus nalgas. El príncipe la empujó a un sofá, se arrodilló ante ella y buscó la dulzura oculta entre sus piernas abiertas; la atacó con su lengua sabia, mordisqueó su pequeño botón de amor hasta que ella gritó de placer. Luego, con la misma rapidez con que había iniciado el ataque, se detuvo, se levantó y compuso sus vestidos.

Por un momento Gillian se quedó jadeando, incrédula, luego le increpó:

– ¡Canalla! ¡No me dejes así colgada!

Alexei rió con crueldad.

– Esta noche, douceka. Me reservo para esta noche. Tengo un regalo especial para ti, algo que nunca has experimentado y que jamás volverás a experimentar, te lo prometo. Ahora, termina tú sola. Vamos, adelante. Me gusta ver cómo te lo haces.

– ¡Maldito canalla! -rugió, pero sus dedos ya estaban trabajando febrilmente su ansiosa carne. Nunca era lo mismo que con un hombre de verdad, pero tenía que hacer algo o estallaría de deseo insatisfecho.

El príncipe Cherkessky encendió un fino purito negro y se sentó para contemplar a su amante, que se retorcía ante él. Era probablemente la hembra más insaciable que jamás hubiera encontrado. Era capaz de cualquier cosa que él le pidiera y siempre de buen grado. La echaría de menos, pero era demasiado peligrosa para tenerla cerca por más tiempo. Sabía que ella confiaba en chantajearlo para conseguir casarse con él, pero no tenía la menor intención de que una aristocrática ramera que espiaba en favor de Napoleón fuera la siguiente princesa Cherkessky. Reservaba ese honor para una joven prima del zar, la princesa Tatiana Romanova, y aunque nadie de la sociedad de San Petersburgo lo supiera, excepto sus futuros suegros, el compromiso se anunciaría al cabo de un mes, el día del decimoséptimo cumpleaños de Tatiana; la boda se celebraría al siguiente mes.

Naturalmente, tenía que atar ciertos cabos sueltos. Sasha era uno, pero lo tenía a buen recaudo, camino de la granja. En cualquier momento, se dijo el príncipe, le escribiré para hablarle de Tatiana, pero no puedo permitir que regrese hasta que ella me haya dado varios hijos. Puede que Sasha sea la única persona a la que realmente quiero, pero no puede darme hijos que aseguren la continuidad de mi familia.

Un gemido de Gillian penetró sus pensamientos y volvió a fijarse en ella; observó su rostro, interesado, cuando ella alcanzó su clímax.

– ¡Muy bien, querida mía! Ahora te recompensaré contándote dónde he estado hoy. He organizado que tu antigua rival viajara hacia el sur en compañía de Sasha. Ya han cubierto una buena parte del camino.

– ¡Alexei! -Gillian se echó en sus brazos-. ¡Oh, cuánto te adoro!

– Me encanta poder hacerte feliz tan fácilmente -sonrió con frialdad-. Ve y báñate en espera de nuestra noche juntos, mi amor.

Gillian se levantó y corrió a sus habitaciones. Iba preguntándose qué maravillosa sorpresa le tenía preparada. ¿Sería el collar y los pendientes de zafiros que había admirado la semana pasada en la joyería?

Para una proposición matrimonial era demasiado pronto. Sin embargo, ahora que compartían el secreto de Miranda Dunham, se casaría con ella para silenciarla. Parecía lógico, pero si no se le ocurría la idea, se la sugeriría. No era un estúpido. Comprendería las ventajas de un matrimonio con ella.

Una vez en sus habitaciones, el príncipe se preparó: encargó caviar negro y champaña helado. Se bañó y sorprendió a sus criados dándoles la noche libre. A las nueve de la noche todo estaba dispuesto. Las cortinas estaban echadas y su alcoba se iluminaba con el suave resplandor de las velas.

El cabello de Gillian había sido rojo y corto en Londres. En San Petersburgo, lo tenía largo, ondulado y rubio: un disfraz perfecto. Esta noche lo llevaba suelto y estaba completamente desnuda excepto por un collar de diamantes y zapatillas de satén rosa. El príncipe vestía solamente una bata de seda.

Gillian estaba sofocada. Había pasado las pocas horas separada del príncipe imaginando la suerte de Miranda. Y después de beber dos copas de champaña, preguntó atrevida:

– Dime, ¿qué va a ser de ella, Alexei?

– ¿Quién?

– Miranda Dunham. ¿Qué le sucederá en la granja?

– Lamento decepcionarte, querida, pero va a llevar una vida cómoda. ¿Acaso los criadores ingleses de caballos no prodigan todos sus cuidados a la yeguas de cría? Pues bien, también yo dedico excelentes cuidados a mis reproductores de raza.

– ¿Y si se niega a cooperar? -insistió Gillian-. ¿Y si entorpece tu intento de cruzarla con Lucas? Una mujer puede luchar, ¿sabes?

– Si no coopera de buen grado, Gillian, la obligarán.

– ¿Cómo?

– La atarán para que Lucas pueda cumplir con su obligación-respondió el príncipe con sequedad-. ¿Te complace oír esto, Gillian?

– Sí -admitió con voz ronca-. Oh, Dios, ¡cómo me gustaría que Jared Dunham lo supiera! Saber que otro hombre está usando lo que él consideraba suyo.

El príncipe entornó los ojos. Así que Sasha tenía razón después de todo. Sin embargo, eso ya carecía de importancia. La belleza rubia platino iba camino de la granja. La estúpida Gillian ni siquiera se había dado cuenta, en su ansia de venganza, de que descubría su mentira acerca de que Miranda no estaba casada.

– No perdamos tiempo en las funciones de los siervos, querida. Hay modos mucho más agradables de divertirnos. -Después de despojarse de su bata de seda, le quitó el collar de brillantes y la tomó de la mano para llevarla a la cama-. Por la tarde he sido cruel contigo, douceka, pero esta noche prometo darte lo que más deseas.

El corazón de Gillian le dio un vuelco. ¿Lo habría juzgado mal? ¿Iba a hacerle la proposición esta noche?

El príncipe la atrajo hacia sí.

– Ah, diouceka, qué gran placer me das.

Con el dedo recorrió la línea de su barbilla. Ella se estremeció de placer y los ojos oblicuos de Alexei se entornaron. Cayeron juntos sobre la cama. Gillian encima del príncipe, y los fuertes brazos masculinos la alzaron para sentarla sobre su lanza enhiesta. Gillian chilló de placer y agitó su trasero redondo y provocativo sobre los muslos del príncipe. Las manos de él se adelantaron para jugar con sus senos, haciendo girar sus pezones parecidos a cerezas entre el pulgar y el índice.

– Eres como un pequeño cosaco sensual, querida -le murmuró mientras ella lo montaba-. Pero estás demasiado ansiosa de placer. Esta noche tendrás que esperar un poco. -Con estas palabras se la quitó de encima.

– ¡No! -protestó Gillian-. ¡Maldito seas, Alexei, puedo correrme cien veces por ti, y quiero hacerlo!

– No, no, douceka -la regañó- Esta noche nos acercaremos al climax muchas veces, pero sólo te permitiré un orgasmo. Sin embargo, va a ser más intenso que cualquiera que hayas conocido o vayas a conocer. Te prometo que será perfecto, mi amor.

La puso boca abajo, y sin que ella se diera cuenta cogió el látigo que había dejado convenientemente junto a la cama. Se sentó sobre sus hombros, mirando a los pies, y aplicó violentamente el látigo contra sus nalgas. Gillian gritó y trató de zafarse, pero no pudo, y él no dejó de azotarla hasta que las nalgas fueron una masa de verdugones oscuros y rojizos. Después, mientras ella lloraba indefensa, la penetró por detrás como hubiera hecho con alguno de sus amantes masculinos, manejándola hábilmente hasta que sus sollozos de dolor empezaron a transformarse en gemidos de naturaleza totalmente distinta. Cuando Gillian estuvo al bordo del climax, salió de ella y la obligó a girarse. Le colocó las piernas sobre sus hombros y enterró la cabeza dentro de ella, lamiéndola con maravillosa habilidad, para retirarse con increíble instinto sólo un instante antes de que Gillian pasara el límite.

Ella lo maldijo una y otra vez, sirviéndose de todas las palabrotas que podía recordar en tres lenguas por lo menos, y él rió encantado.

Al fin, Alexei Cherkessky consideró que su amante estaba a punto para el placer final. Ahora gemía y se aferraba a su sexo, así que le murmuró:

– Está bien, douíceka, ahora te joderé.

Introdujo su órgano hinchado dentro de ella. Giilian suspiró al recibirlo, alzando el cuerpo hacia arriba para facilitar el contacto. Alexei sonrió ante la expresión de puro placer que apareció en el rostro de Gillian: había cerrado los ojos, los párpados le temblaban.

Siempre experto, la condujo hacia un orgasmo perfecto, moviendo las caderas al ritmo de su amante. Con las manos le rodeó el blanco cuello con su pulso desbocado y empezó a hablarle dulcemente al oído.

– Voy a concederte tu mayor deseo, Gillian, mi douceka. Te he facilitado tu venganza sobre lord Dunham por haber preferido su exquisita Miranda a ti. -Los dedos del príncipe empezaron a presionar el cuello de Gillian-. Me temo que lord Dunham la buscará a menos que no haya nada que buscar. Tu querías ser lady Dunham en vida, pero no fue tu sino. No obstante, serás lady Dunham en la muerte. Los ojos de Gillian se abrieron ante el espantoso descubrimiento de lo que iba suceder. Sus manos se engarfiaron en las de Alexei en un esfuerzo por desasirse. Abrió la boca, buscando aire desesperadamente, tratando de gritar, pero las manos del príncipe eran implacables. En el mismo momento en que Gillian experimentaba el mayor orgasmo de toda su vida, él empezó a arrancarle la vida. La supervivencia luchó con el placer sexual y la mujer encontró fuerzas para luchar contra él mientras cerraba los ojos.

– Encontrarán tu cuerpo en el Neva, douceka, con las ropas y las joyas de lady Dunham. Se te identificará como ella, y te enterrarán en su tumba, con su nombre en tu lápida. ¿No me das las gracias, douceka?

El cuerpo de Gillian Abbotí se estremeció en una combinación de orgasmo y estertor de la muerte, y después se quedó quieta. El príncipe Alexei siguió penetrándola hasta conseguir su propio placer, un instante después. Luego, se retiró de ella, dejó la cama y se dirigió a su vestidor para lavarse. Bebió una copa de champaña para tranquilizar sus nervios. Estaba aún impresionado por lo que consideraba su mayor y más excitante experiencia que jamás hubiera experimentado.