Sintió que había estado más magnífico de lo que se había atrevido a esperar, había transformado en una masa de pasión su orgasmo y su muerte. Suspiró con tristeza al comprender que jamás volvería a experimentarlo. Ninguna mujer que hubiera conocido había sido tan primitivamente sexual como Gillian. Era única y la añoraría. Pero nada debía poner en peligro su matrimonio con la joven prima del zar.

Se vistió despacio y a continuación vistió el cuerpo de Gillian, que se enfriaba rápidamente, con las ropas de Miranda. No pudo abrochar la camisola sobre los pechos más que generosos de Gillian, así que la dejó. Los pantaloncitos la ajustaban demasiado porque Gillian tenía el trasero más prominente que Miranda, pero consiguió ponérselos. Solucionó el problema del corpiño excesivamente ceñido del traje, desgarrándolo por delante como si los ladrones lo hubieran hecho para arrancar el camafeo. Después de ponerle las ligas para sujetar las medias blancas, no la calzó porque los pies de Gillian no iban a entrar en los finos zapatos de Miranda. Por fin, el príncipe colocó la alianza en el dedo de su amante muerta, levantó su cuerpo sin vida y la bajó desde sus habitaciones a la terraza del palacio que daba al Neva.

El palacio estaba desierto. Nadie lo vio. Al borde de la terraza se detuvo para levantar el cadáver de Gillian a la balaustrada. Sostuvo su cuerpo por los brazos y la fue bajando al río, donde la corriente la envolvió rápidamente y se la llevó. Alexei Cherkessky lo observó con gran satisfacción. Todo se había resuelto tan perfectamente como lo había planeado. Por la mañana, haría que Marya, su vieja ama, vaciara la habitación de Gillian. No sería necesaria ninguna explicación. Las amantes iban y venían. Los siervos bien entrenados no hacen preguntas y sus siervos estaban tan bien entrenados como la violencia física y el miedo descarnado podían conseguir.

Introdujo la mano en la guerrera, sacó un puro fino y negro y lo encendió en una de las antorchas del jardín. Luego, aspirando despacio el rico aroma del tabaco, borró a Gillian Abbott de su mente y empezó a contemplar a la princesa Tatiana Romanova, su inocente futura novia. No tenía la esperanza de que una bien educada virgen de diecisiete años fuera tan interesante como Gillian. No obstante, si no tenía prejuicios sobre el deporte de la cama y se mostraba buena alumna, podía enseñarla y se llevarían muy bien. Bien considerado, era una idea que lo animaba.


11


Jared Dunham subía a galope la avenida de Swynford Hall con el corazón marcándole un alegre ritmo: ¡Miranda! ¡Miranda! ¡Miranda! La verde campiña inglesa le parecía maravillosa después de su larga estancia en la monotonía de Rusia. ¡Once meses! ¡Había estado fuera casi un año! ¿Qué le había impulsado a aceptar aquella misión? ¿Qué le había empujado a abandonar a Miranda?

Un mozo de cuadra corrió a recogerle el caballo al llegar ante la puerta de entrada al vestíbulo y un lacayo bajó corriendo la escalera para darle la bienvenida.

– Creíamos que estaba aún en Escocia, milord. No lo esperábamos hasta dentro de una semana.

– ¿Dónde está lady Dunham? -preguntó Jared.

Una expresión extraña se reflejó un instante en el rostro del lacayo, pero antes de que pudiera contestar, Amanda y una deliciosa joven de cabello cobrizo se apresuraron hacia él.

– Gracias, William. -Amanda despidió al sirviente y luego se volvió a su compañera-. ¿Cuál de ellos es? -le preguntó.

No hubo ni un instante de vacilación.

– Es lord Dunham, Amanda, no Jon.

– ¡Jared! ¡Loado sea Dios! ¿Viene Miranda contigo?

Jared creyó haber entrado en un manicomio.

– ¿Qué quieres decir, Amanda? No te entiendo.

– Milord -dijo la otra joven-. Creo que será preferible que entremos. Mandy, vamos. Creo que en la biblioteca estaremos bien.

Una vez en la biblioteca Jared se encaró furioso con su bonita cuñada.

– ¿Qué demonios has querido decir al preguntarme si Miranda venía conmigo? ¿Dónde está mi mujer? -Amanda se echó a llorar y Jared continuó-. ¡Maldita sea, gatita, que no es hora de lloriquear! ¡Quiero una explicación! -Pero Mandy sólo supo llorar con más fuerza. Abrumado, Jared se volvió a la otra joven-. Señora.

– Soy Anne Bowen Dunham, milord, tu nueva cuñada.

– ¿Qué?

– Por favor, siéntate. Me temo que mi explicación va a ser larga. ¿Quieres un jerez?

Jared se la quedó mirando, inquisitivo.

– Tengo la impresión, mi señora Anne, de que voy a necesitar algo más fuerte. Un whisky, creo.

Anne se dirigió serenamente a la mesa donde estaban preparadas las bebidas y los vasos. Después de elegir cuidadosamente un vaso bajo tallado sirvió una generosa ración de whisky escocés y se lo entregó. Amanda lloriqueaba en un sofá cercano.

Jared tomó un buen trago de whisky y miró directamente a Anne.

– ¿Señora?

– ¿Estabas enterado, milord, de que lord Palmerston trajo a Inglaterra a tu hermano Jonathan, en otoño, para que ocupara tu lugar?

– Jared asintió con un gesto y Anne prosiguió-. Lord Palmerston pensó que tu ausencia no debía hacerse pública y como tu cuñada Charity había muerto en un accidente en el mar, Jon estaba libre y dispuesto a venir, y se hizo pasar por ti durante todo este tiempo.

– ¿Lo sabía mi mujer?

– Naturalmente, pero era muy duro para ella, milord. Te quiere con locura, ¿lo sabes? Estar sola durante su embarazo fue especialmente difícil. -El rostro de Jared reflejó un completo asombro al oírla-. ¡Milord! -Anne le cogió las manos-. ¡Oh, cielos! ¿Tampoco estabas enterado? -Abrumado, Jared movió negativamente la cabeza-. Milord, eres padre. Tu hijo nació el trece de abril. Es un chiquillo sano y hermoso.

– ¿Y cómo se llama?

– Thomas.

– Sí, me parece bien -respondió disimulando una sonrisa-. ¿Dónde está Miranda, Anne?

– Fue a San Petersburgo a buscarte.

– ¿Cómo?

– Escúchame hasta el fínal, por favor -insistió Anne-. Tu hermano y yo nos conocimos y nos enamoramos. Miranda arregló las cosas para que nos pudiéramos casar en secreto. Quería que fuéramos felices, bendita sea. Pero ella se sentía muy desgraciada, más desgraciada de lo que nadie pueda imaginar. Al menos, así me lo pareció.

– ¡Es cierto, Jared! -interrumpió Amanda-. Suplicó a lord Palmerston que le diera noticias tuyas, pero él no quiso decirle nada. Le decía: «Cuando yo tenga noticias, también las tendrá usted.» Ya conoces el tono de voz glacial y desagradable que emplea cuando no quiere que le den la lata. ¡Ojalá se hubiera molestado en tranquilizarla, Jared! ¿Dónde estabas tú, que tardaste tanto en volver?

– En la cárcel, gatita. De no ser por eso habría vuelto a los pocos meses.

– ¿Cárcel? ¿Y por qué te metieron en la cárcel? ¿Quién lo hizo?-quiso saber Amanda.

– El zar, gatita, pero no te preocupes. Me trataron muy bien. Estuve confinado en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, y vivía en un apartamento de dos habitaciones con una hermosa vista sobre el río Neva. Mi criado, Mitchum, estaba conmigo y excepto por la falta de libertad estábamos muy bien.

– Pero ¿porqué?-insistió Amanda.

– Cuando Napoleón tomó Moscú, el zar se asustó. Temió infinidad de cosas: que los franceses llegaran hasta San Petersburgo, que el emperador descubriera que el zar contemplaba una alianza contra los franceses. Creo que la caída de Moscú lo llenó de pánico. Ordenó que se me encarcelara en la fortaleza, pero que no se me maltratara. Se me debían asignar habitaciones cómodas y no en los sótanos. Mi criado debía estar conmigo y disponer de comida, vino y fuego, así como otras atenciones como libros y un tablero de ajedrez. Como sólo unos pocos de la embajada británica sabían que me encontraba en San Petersburgo, mi desaparición de la escena no implicaba ningún problema. El embajador, por supuesto, hizo cuanto pudo, pero tenía las manos atadas ya que él mismo estaba en posición precaria.

– ¿Lo sabía lord Palmerston? -preguntó Amanda.

– Por supuesto.

– Entonces, ¿por qué no se lo dijo a Miranda?

– Probablemente pensó que podía poner en peligro su salud y la del niño.

– En ese caso, ¿por qué se obstinó en su silencio después del nacimiento de Tom?

Jarea sacudió la cabeza.

– No lo sé, Amanda. Sencillamente, no lo sé.

– ¡Pues yo sí! -estalló Amanda, ya recuperada y lanzada a su tema-. Lord Palmerston cree que es la ley. Tu misión no había salido bien y no quería que se lo recordaran. Además, en su opinión, las mujeres son poco más que objetos decorativos. Considerando su admiración por la vieja lady Melbourne y la intimidad con su hija, lady Cowper, me sorprende que no advirtiera la inteligencia de Miranda y confiara en ella.

Su actitud abocó a Miranda a la desesperación. Si le hubiera ofrecido una sola migaja de esperanza jamás hubiera abandonado al pequeño Tom y zarpado hacia San Petersburgo en tu busca. ¡Todo esto ha sucedido por su culpa! -De nuevo se echó a llorar.

Anne se levantó rápidamente y puso su brazo consolador sobre los hombros de Amanda.

– Mandy, no debes ponerte así. Me entristece verte. Sube a la habitación de los niños y di que los preparen para ver a lord Dunham. Yo terminaré la explicación. -Acompañó a Amanda a la puerta y la sacó con dulzura de la habitación. Al volverse para hablar con Jared la desconcertó ver que la observaba con una expresión divertida, así que le preguntó en un tono más áspero de lo que se había propuesto:

– ¿Ves algo divertido, milord?

– Tú, florecita inglesa. Me pregunto si mi hermano Jon se da cuenta del tesoro que tiene.

Anne se ruborizó.

– Vaya, veo que tu reputación es merecida.

– Vamos a ser amigos, Anne -rió. De pronto preguntó intrigado-: ¿Qué niños? Has dicho niños.

– Amanda ha sido mamá hace mes y medio. Tu Tom tiene un primo, Edward, o Neddie como lo llamamos.

Jared estaba deslumbrado.

– ¿Por qué he ido a Escocia?-preguntó.

– A una partida de pesca en la propiedad de lord Steward.

– ¡Santo Dios, con lo que Jon odia pescar! Le falta paciencia. Dice que hay algo degradante en adoptar una expresión orgullosa después de engañar a un pez.

Anne rió.

– Sí, siempre tan práctico, mi Jon. A propósito, milord… Jared… porque él es tú, en público sigo siendo la señora Bowen. Solamente Amanda conoce nuestro secreto y nadie más. Ni siquiera lord Swynford, ni los criados, ni mis dos hijos. En su papel de Jared, Jon fingió que lord Palmerston le había llamado y así pudimos disfrutar de una breve luna de miel. Después se marchó a Escocía a reunirse con los demás.

– ¿Cuándo van a volver? Me parece recordar que el lacayo que me recibió dijo algo acerca de la próxima semana.

– Sí, a mediados de semana.

– En este caso no merece la pena mandar un mensajero. Llegarán igualmente pronto. No obstante, quizá convendría que me reuniera con ellos antes de que lleguen aquí. Será más fácil recobrar nuestras identidades fuera de Swynford. Me imagino que entonces mi hermano y tú os encontraréis públicamente, os enamoraréis y os rugaréis para casaros.

– Parece lo más sencillo -admitió Anne.

– ¿Sabe alguien por qué camino van a llegar? -preguntó sonriendo.

– Amanda debe de saberlo, pero estoy casi segura de que pararán en la Bridled Cow, en Shrewsbury, para pasar la noche anterior a su llegada.

– Entonces, Jon y yo intercambiaremos nuestras identidades en Shrewsbury. Dime, ¿cómo se fue a Rusia mi mujer?

– No debes preocuparte, Jared. Miranda viajó en el Dream Witch.

– ¡Menos mal! Mi capitán es un hombre sensato que se ocupará de ella. Irá a San Petersburgo, descubrirá que he vuelto a casa, y regresará a Inglaterra.

– ¿Cómo has venido tú?

– Bien, como indudablemente has sabido -rió Jared-, la retirada de Napoleón de Moscú fue un desastre. Estuvo esperando a que Alejandro le ofreciera condiciones de rendición, en cambio Alejandro permaneció en San Petersburgo esperando a que Napoleón se marchara. Los franceses, claro, tardaron demasiado y se vieron atrapados en un invierno ruso especialmente crudo. No precisamente las condiciones ideales para una retirada. No obstante, el zar seguía preocupado por si los franceses volvían. Sólo pasado el mes de junio se convenció de que él y San Petersburgo estaban a salvo. Fue entonces cuando por fin me soltaron. Como compensación por mi encarcelamiento, me enviaron con dos cargamentos completos de la mejor madera del Báltico para mástiles. Uno de los barcos iba destinado al astillero de mi padre, en Plymouth, y el otro era un regalo para lord Palmerston. Pero al embajador inglés en San Petersburgo se le escapó decir lo tensas que estaban las relaciones entre Estados Unidos e Inglaterra, así que pedí al barco destinado a Inglaterra que me dejara en la costa inglesa cerca de Welland Beach y luego lo envié junto con su compañero a través del Atlántico, a Massachusetts- Creo que lord Palmerston me debe ese regalo de madera y ahora que sé lo mal que se ha portado con Miranda, me siento totalmente justificado.