Durante los seis primeros meses en la clase, fue raro el día en que no recibiera una azotaina a manos de la institutriz, una amargada francesa noble, que escapó por los pelos de la Revolución de su tierra natal. Empobrecida, se vio obligada a ganarse la vida. Sasha encarnaba para ella a los campesinos de su propia tierra que se habían atrevido a rebelarse tan violentamente contra sus amos y contra el orden natural de las cosas. Descargaba su furia contra el niño desamparado. Desgraciadamente para Sasha, el príncipe era un mal estudiante. Sin embargo, el niño más pequeño tema una memoria fenomenal y rápidamente alcanzó al otro. Pronto, con gran vergüenza de Alexei Vladimirnovich, sobrepasó al maestro. El príncipe empezó a aprender sus lecciones y mademoiselle se vio obligada a disminuir sus palizas a Sasha. Cuando el príncipe cumplió doce años, les asignaron un preceptor inglés, el señor Bradbury, cuyo sentido del fair play le hizo tratar a ambos niños como iguales. Alexei Vladimirnovich lo toleró, porque hacía de su siervo un compañero y confidente más interesante, y ahora era ya el príncipe Cherkessky, porque su padre había muerto en una loca carrera sobre el Neva helado. Cinco nobles habían participado en la carrera de trineos en la que murió el príncipe Alexei Cherkessky y su amante del momento, otros tres resultaron heridos y una mujer quedó inválida de por vida.
El príncipe contaba catorce años a la sazón, y aunque orgulloso de su posición, necesitaba la amistad de un hombre maduro. El señor Bradbury le había proporcionado de buen grado aquella amistad y pronto inició afectuosamente al muchacho en su primera experiencia sexual. Un año después, Sasha empezó a compartir su placer. Al inglés y al príncipe también les gustaban las mujeres. En cambio, a Sasha, no. Había aprendido desde muy joven a desconfiar de las mujeres. Su propia madre jamás le había tenido en brazos y mucho menos lo había besado o acariciado.
No, a Sasha no le gustaban las mujeres, pero la que viajaba con él no parecía una mala persona. Había esperado histeria, incluso un intento de violencia física, cuando recobrara el conocimiento. Había esperado tener que mantenerla drogada durante todo el camino, quizás incluso los primeros días en la granja, pero ahí estaba, al último día del viaje, totalmente consciente y tranquila. Le había formulado preguntas relativamente inteligentes, tenía el buen sentido de guardar silencio, de no parlotear constantemente.
En un instante fugaz la miró y se entristeció. La historia que le había contado de su vida sin duda era la verdad. Ni por un momento había creído a esa zorra de Gillian.
El coche siguió avanzando por el camino mal empedrado que cruzaba la meseta central y conducía a la ciudad de Odessa. La ciudad, que se desplegaba en terrazas desde lo alto, había sido en su origen el emplazamiento de una comunidad griega. La primera ciudad había desaparecido en el siglo IV de nuestra era. En el siglo XIV, un jefe tártaro levantó un fuerte en aquel lugar, que fue capturado dos siglos después por los turcos otomanos. Luego, diecisiete años antes de que Miranda visitara la ciudad, los rusos la habían capturado y edificado un fuerte y una base naval.
Era una ciudad preciosa, con calles trazadas en secciones rectangulares bordeadas de árboles. El coche disminuyó la marcha para acomodarse al tráfico de la ciudad pero ninguno de los dos viajeros se despertó. El cuerpo joven y sano de Miranda iba desprendiéndose rápidamente de los efectos de varios días de elíxir de opio, de forma que dormía relajada y profundamente, segura de que encontraría el medio de escapar de todo aquello. A su lado, Sasha, convencido de que su compañera se comportaría con sensatez, roncaba ligeramente.
Despertaron simultáneamente cuando el coche se detuvo ante la verja de la inmensa propiedad del príncipe Cherkessky.
– ¡Eh, Sasha, despierta! -El dialecto ruso penetró su consciencia y ambos despenaron.
– Hola, Misha, abre la puerta. Traigo un cargamento precioso para la granja.
– ¿Para quien va a ser ésta?
– Para Lucas. Alexei Vladimirnovich encontró por fin la pareja perfecta.
El portero echó una mirada a Miranda y emitió unos ruiditos apreciativos.
– ¡Uau! Menudo bombón. Este Lucas es un canalla con suerte, y sé que disfrutará tirándose a ésta, aunque no creo que la francesita se sienta muy feliz. Lleva mucho tiempo siendo su favorita.
– ¡Peor para ella! Abre ya. El viaje ha sido muy largo y cuanto antes tenga a Mirushka instalada, antes podremos empezar a trabajar.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó Miranda ruborizada, no del todo segura de que necesitara una traducción.
– La estaba admirando y envidiando a Lucas -fue la respuesta.
– Oh. -Guardó silencio un instante, y luego preguntó-: ¿ Cómo podré hablar con ese Lucas? No sé ruso.
– Entonces tendrá que aprenderlo, ¿no le parece? -Pero al ver su expresión angustiada cambió de tono. Después de todo, el príncipe la quería feliz-. Lucas tiene un don especial para las lenguas, Mirushka. Conoce infinidad de dialectos rusos; un poco de alemán porque dos de sus mujeres proceden del valle del Rin; y su francés es excelente gracias a la muchacha francesa, Mignon. De todos modos, no creo que hablen mucho los dos.
– ¡Es usted asqueroso! -exclamó furiosa-. No obstante, si su Lucas habla francés le explicaré mi situación. De seguro que no querrá violar a la legítima esposa de otro hombre. Me temo que los planes del príncipe para mí se van a torcer y tendrá que dejarme marchar. Podría decirle al príncipe que he muerto y regresar a San Petersburgo para estar junto a él. Me doy cuenta de que ya lo está añorando.
Sasha ignoró la primera parte de su discurso. ¿Por qué molestarse en explicarle que Lucas haría lo que se le ordenaba porque era un esclavo cumplidor?
– Si yo volviera a San Petersburgo y dijera al principe que estaba muerta, me mataría -admitió con sencillez-. Y tendría razón, porque usted es un bien precioso para él y se me ha confiado su cuidado. He servido a Alexei Vladimirnovich desde que tenía cinco años y jamás le he fallado.
Miranda se apañó de él y miró por la ventanilla del coche. Había valido la pena intentarlo. Ahora sabía que su lealtad era inquebrantable. Contempló la propiedad. Parte consistía en bosques y parte en campos de cultivo. Ante ella veía ahora la casa principal, que se alzaba sobre una colina verde por encima del mar. Veía dorados campos de trigo, viñedos cargados de uvas negras y verdes, y huertas. Vio vacas, corderos y cabras pastando en jugosos prados. Era una hermosa visión, aparentemente ignorante de su verdadero propósito.
Sasha le habló como si anticipara sus pensamientos.
– La granja es casi autosuficiente. Todo lo que necesitamos se cultiva aquí o se consigue mediante trueques. La granja se divide en varias secciones. Los niños, por ejemplo, viven en la parte más alejada de la sección principal para que no molesten a las mujeres. Los recién nacidos son separados inmediatamente de las madres después del alumbramiento y los llevan a las guarderías. Tenemos cinco guarderías, cada una con su personal y capaz para el cuidado de diez niños. Hay una niñera para cada dos niños y se les mantiene en la guardería hasta los tres anos, cuando son trasladados a la sección infantil.
"Ahí separan a los niños según su sexo, diez para cada vivienda supervisada por dos mujeres mayores. Cada grupo duerme en una habitación, pero todos los niños comen juntos en una sala común. Son chiquillos felices, activos, bien alimentados. No podemos vender criaturas apocadas o feas. Los niños con castrados muy jóvenes, porque la mayoría son muy guapos y tendrán mucho éxito como eunucos. Las niñas, claro, están destinadas a los harenes, aunque en ocasiones guardamos algunas para disponer de hembras frescas. Pero tenemos mucho cuidado de no cruzarlas con sus propios padres. En el pasado no se tenía tanto cuidado y obtuvimos niños deformes o idiotas. El príncipe es muy prudente y cuando tuvimos más cuidado en los apareamientos eliminamos estos problemas.
Sin duda se enorgullecía al detallar las operaciones de la propiedad, explicando qué se enseñaba a los niños a fin de aumentar su valor y de agradar a sus futuros amos. Miranda casi rió de la absurda obscenidad de todo aquello. Dos años atrás, por esa misma época, era más inocente que un niño de diez años de la granja de esclavos del príncipe Cherkessky.
– Ahora bien, las mujeres que crían -tenemos casi un centenar- viven en grupos de diez. Cada edificio consta de cinco alcobas de dos plazas y de una sala común para comer y distraerse. Dos mujeres mayores las atienden. Su único trabajo consiste en parir niños sanos y guapos.
– Disponemos de diez sementales, cuyas viviendas son como las de las mujeres. A propósito, de momento usted no vivirá en la sección de mujeres, sino que permanecerá en la villa de Alexei Vladimiroovich, conmigo. Pensó que se encontraría más cómoda ahí hasta que se acostumbre a su nuevo entorno. Su felicidad es muy importante para el príncipe.
– Es la amabilidad personificada -murmuró ella dulcemente.
Sasha ignoró el claro sarcasmo.
– Hay chozas de apareamiento y baños en las secciones, también disponemos de varias comadronas. Para un caso difícil tenemos un médico en la propiedad, pero se encarga sobre todo de los niños.
Llena de curiosidad a pesar suyo, Miranda preguntó:
– ¿Cuánto tiempo hace que tiene esta granja el príncipe?
– La granja pertenece al príncipe desde hace unos doce años, pero ha sido de la familia desde doscientos años atrás. El abuelo materno del príncipe era el señor tártaro de esta región: el príncipe Batu. Cuando Rusia conquistó esta tierra, los hijos y nietos del viejo tártaro fueron asesinados o ejecutados. El zar, naturalmente, estuvo encantado de que la propiedad pasara a Alexei Vladimirnovich cuando murió el príncipe Batu, de forma que las tierras quedaron en la familia. Los esclavos de esta granja son justamente apreciados y muy cotizados en los mejores mercados de esclavos de Estambul desde hace ciento cincuenta años.
Mientras Miranda iba digiriendo toda esta información el coche salió de la avenida y fue a parar ante el edificio de piedra. Dos jóvenes corrieron a sujetar los caballos y otro salió de la casa para abrir la puerta del coche.
– Bienvenido, Pieter Vladimirnovich. Hace dos días llegó la paloma mensajera anunciando tu venida. Todo está preparado.
Sasha se apeó y ofreció su mano a Miranda. Ella la tomó, se puso en pie y se desplomó.
– ¡Sasha, las piernas no me sostienen! -exclamó asustada.
– No pasa nada, Mirushka, es sólo temporal. -Luego se volvió al lacayo y ordenó-: ¡Ayúdala! Llévala a su habitación,
El hombre se acercó y la sacó del coche como si se tratara de un ramo de flores. Estaba mareada por un olor desagradable que, según descubrió muy pronto, procedía de sí misma. Roja de vergüenza, se acordó del comentario de Sasha acerca de sus pañales.
– ¡Quiero inmediatamente un baño! -ordenó.
– Tranquilícese, ya está preparado y esperándola -rió al comprender su malestar. Las piernas le volverán a funcionar después de un baño caliente. La veré más tarde, Mirushka.
El lacayo entró rápidamente en la casa y se desplazó tan de prisa que Miranda no tuvo tiempo de orientarse. La llevó a una habitación cuadrada, alicatada, llena de humo, donde la recibieron media docena de bonitas jóvenes que inmediatamente se apoderaron de ella, gorjeando y cloqueando mientras le quitaban las ropas y, con gran vergüenza por su parte, su maloliente panal. No comprendía ni una palabra de lo que decían. Le indicaron que bajara dos peldaños de un precioso recipiente cuadrado y tibio que, obviamente, servía como baño. Dos de las jóvenes se quedaron junto a ella y la arrastraron dulcemente por el agua hasta una esquina del baño donde había una hilera de frascos de cristal perfectamente ordenados. Rápidamente los fueron destapando y se los presentaron de uno en uno a fin de que pudiera elegir el perfume que más le gustara. Rechazó el de rosas, gardenia, jazmín, muguet, almizcle y flores silvestres. Quedaban tres frascos. El primero olía a violeta, el segundo a azahar y, suspirando, olió el tercero. Una sonrisa iluminó su rostro.
– ¡Alhelí! -exclamó y se lo indicó a sus acompañantes.
Sonrientes, ellas vertieron generosamente el aceite perfumado a la piscina y cada una tomó una pastilla de jabón, dispuestas a enjabonarla. Miranda les quitó el jabón de las manos, sacudió la cabeza y empezó a lavarse. Ellas asintieron y le entregaron un cepillo de cerdas duras.
– ¡No! -exclamó, pensando que le destrozaría la piel.
Pero dos muchachas la agarraron y sujetaron con fuerza, mientras que las demás saltaban a la bañera. Aunque Miranda protestaba ruidosamente, ellas se lanzaron a la tarea y la frotaron vigorosamente. A continuación le lavaron el pelo y luego la sacaron del agua para secarla cuidadosamente. Tampoco le sirvió de nada protestar cuando cuatro de las muchachas le masajearon todo el cuerpo con una espesa crema perfumada, mientras las otras dos secaban y cepillaban su larga cabellera hasta que estuvo suave y vaporosa y empezó a brillar como oro blanco a la luz de las velas que iluminaban la habitación.
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