Furiosa, deseaba rehusar y volver a su habitación, pero en cambio lo siguió mansamente, ante la sorpresa de Dimitri Gregorivich. Tenía que ver la playa, asegurarse del camino de la libertad, escapar a toda costa. Contuvo el mal genio y charló con Sasha acerca de la flora y la fauna del área de Crimea, un tema sobre el que estaba bien enterado. Finalmente, llegaron a la playa que daba al mar Negro.

– Mí hogar es una isla -le explicó-. ¡Me gusta tanto el mar! Lo engañó.

«Bien -pensó él-, se acostumbrará a estar aquí porque es como su hogar. Después, Lucas le hará olvidar a su marido.»

– ¿Por dónde vinimos? -quiso saber ella-. Quiero decir, ¿dónde está Odessa? ¡Cuánto lamento haber dormido parte del camino!

– Odessa está a unos treinta kilómetros siguiendo la costa -le contestó, señalando a la izquierda-. Estamos a unos nueve kilómetros de la frontera de Besarabia en la otra dirección. Las pocas bandas de tártaros que quedan a veces atacan pequeñas granjas de los alrededores para llevarse el ganado y alguna muchacha. Después, cruzan apresuradamente la frontera de Besarabia y no podemos hacer nada.

– ¿Han atacado la granja alguna vez?

– ¡Cielos, no! Recuerde que el príncipe Cherkessky es medio tártaro. Nunca se han atrevido a llegar hasta aquí. Además somos demasiado numerosos para que una pequeña banda nos ataque.

Retrocedieron en dirección a la villa; Miranda estaba llena de optimismo. Había conseguido la información. Si Odessa se encontraba a la izquierda, la libertad estaría a la derecha. Había visto un elegante yate fondeado en la cala. Supuso que pertenecía al príncipe. No podía robarlo, pero a lo largo de la playa había visto varias barcas similares a los dories con los que estaba familiarizada. La diferencia era que estas barcas tenían un mástil y una sola vela. Sonrió para sí. «Nadie sabe manejar un pequeño velero mejor que yo», pensó. Unos días más para acabar de recobrar fuerzas y se marcharía. Ya se había fijado en que no había guardias de ningún tipo protegiendo la propiedad. Obviamente, a nadie se le había ocurrido escapar. ¿Por qué iban a hacerlo? La mayoría de los residentes en la granja del príncipe Cherkessky probablemente no conocían otro tipo de vida. Y comparados con los siervos o con la clase media baja de Rusia, los esclavos de la granja del príncipe vivían con lujo y comodidad. ¿Por qué iban a querer marcharse?

Sería fácil salir por la planta baja, por la noche. Pero primero debía familiarizarse con la cocina de la villa, porque necesitaría comida y botellas de agua. La falta de previsión podía costarle la vida.

Los dos días siguientes pasaron agradablemente; Marya la atiborraba de su maravillosa comida y Sasha le ofrecía una compañía agradable entre paseos y partidas de ajedrez. Su traje campesino fue reemplazado al día siguiente por una larga túnica suelta que, según le explicó Sasha, se llamaba caftán. Era una prenda de Oriente Medio, muy cómoda, y con la que se sentía menos expuesta que con las faldas cortas y blusas escotadas.

En su tercera velada tomaron un camino diferente, no hacia la playa, sino a través de una huerta cercana. Los frutales estaban cargados de manzanas maduras y percibía su suave aroma. Suspiró.

– Se acerca el otoño -dijo casi para sí, y pensó en Wyndsong. Sasha no dijo nada. Ante ellos se extendía un campo de flores silvestres. Caminaron hacia allí y entonces se fijó que había una construcción baja al borde del campo-. ¿Qué es esto? -le preguntó.

– Venga, se lo enseñaré -dijo Sasha al llegar. Abrió la puerta y se apartó cortésmente para que Miranda pudiera ver el interior. La estructura consistía en una habitación con chimenea y en la penumbra había un mueble que no logró distinguir. Entró para ver más; se volvió para interrogarlo en el momento en que la puerta se cerraba tras ella y un largo cerrojo encajaba en su soporte de hierro.

– ¡Sasha! -Su corazón latió enloquecido.

– Lo siento, Mirushka, si esta noche le hubiera dicho que íbamos a visitar por primera vez la choza de apareamiento, no hubiera querido venir.

La ira dio paso al pánico.

– ¡Desde luego que no hubiera querido venir! -le gritó-. ¡Abra esta puerta, maldito canalla!

– No, Mirushka, no pienso hacerlo. Está más que recuperada de su viaje y cuanto antes empecemos, antes podré marcharme de este bucólico lugar y regresar junto a Alexei Vladimirnovich. Me está vedada su compañía hasta que tenga usted su primer hijo. Cómo mínimo tardaré nueve meses en regresar a San Petersburgo.

– ¡No quiero ser violada por su maldito esclavo semental! -chilló-. Si intenta tocarme, me defenderé. Le arrancaré los ojos. Patearé y arañaré todo lo que pueda. Le advierto, Sasha, lo inutilizaré para el servicio si le obliga a que me fuerce.

– Mirushka, Lucas es grande y fuerte y no podrá hacerle daño. Por favor, coopere.

Miranda empezó a golpear enloquecida contra la gruesa puerta, pero sus puños batían un tamborileo fútil. Golpeó hasta que los nudillos le empezaron a sangrar y el rostro se le cubrió de lágrimas. De pronto, giró en redondo, asustada, preguntándose si estaba realmente sola. Contuvo el aliento y esperó un momento para asegurarse de si podía oír otra respiración, pero la habitación estaba silenciosa y cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra comprobó que no había nadie más. Llamó a Sasha y sólo le respondió el silencio. La había dejado.

Miranda distinguió el mueble. Era una cama baja, con cuerda trenzada por somier y una fina colchoneta sobre las cuerdas. Se sentó encima, temerosa. Aquello no estaba hecho para ofrecer comodidad, pero tampoco era aquélla la función de la cama. Se estremeció. La habitación carecía de ventanas, pero por entre las maderas mal ajustadas se filtraba una media luz. A medida que anochecía, la estancia fue quedándose más y más oscura y sus temores se acrecentaron. Lloró, su llanto se fue haciendo más y más intenso hasta que se sumió en un sueño nervioso, de agotamiento.

Despertó sobresaltada. A través de una rendija vislumbraba la luna. Repentinamente se dio cuenta de que ya no estaba sola. El aliento se le quebró en la garganta y se esforzó por oír, pero sólo percibía los latidos enloquecidos de su propio corazón. Se quedó rígida. Quizá si consiguiera hacerle creer que estaba dormida la dejaría tranquila. Estaba asustadísima y, pese a su valor, incapaz de dejar de temblar. Miranda, al fin, ya no pudo soportar más la tensa espera y emitió un sollozo entrecortado.

– ¿Tienes miedo? -preguntó una voz cálida y profunda-. Me han dicho que no eres virgen. ¿Por qué tienes miedo? No voy a hacerte daño.

Distinguió una forma oscura en una esquina, junto a la puerta. Se alzó a una altura desmesurada y avanzó hacia la cama.

– ¡No! -chilló, histérica-. ¡Quédate donde estás! No te acerques más.

– Me llamo Lucas. Dime, ¿por qué tienes miedo?

– No puedo hacer lo que nos ordenan -murmuró-. Me robaron a mi marido. Por favor, compréndelo. No soy una esclava.

– No eras una esclava -la corrigió dulcemente-, pero me temo que ahora sí lo eres. Tardarás en acostumbrarte, lo sé. -Hablaba en un francés culto.

– ¿No naciste esclavo? -le preguntó, curiosa al fin y al cabo, pese al miedo.

Lucas empezó su relato sin moverse de donde se encontraba.

– No. No nací esclavo. Mi hermano Paulus y yo procedemos del norte de Grecia. Nuestro padre era un sacerdote ortodoxo griego. Nuestra madre murió cuando nosotros teníamos doce y catorce años, y padre entonces volvió a casarse con una mujer de la aldea que tenía una hija. Mamá era la mujer más hermosa del pueblo y, aunque mi padre no lo sabía, también la más corrupta. No llevaba un año en la casa cuando se acostó con los dos. Entonces nuestro padre empezó a enfermar y no tardó en morir. Supongo que lo estaba envenenando, pero yo entonces no lo sabía. Nuestra amante madrastra arregló rápidamente un matrimonio entre su fea hija y el hijo mayor del hombre más rico del pueblo. Oíamos comentar continuamente en el pueblo la enorme dote de Daphne, pero lo que no entendíamos era de dónde saldría la tal dote. Entre tanto, nos mantenía felices y satisfechos en su cama.

»Sólo faltaba una semana para la boda de nuestra hermanastra, cuando un grupo de jinetes llegó a nuestra aldea. Eran mercaderes de esclavos. Como "madre" nuestra, tema derecho a vendernos, y le pagaron una gran suma. El dinero, claro, era para la dote de nuestra hermanastra. Sin dote, nuestra hermanastra no hubiera conseguido ningún marido; ¡mucho menos uno rico! Oí a Mamá regatear nuestro precio con el jefe del grupo y, créeme, le sacó hasta la última moneda y más. -Rió entre dientes-. ¡Qué mujer! "Ambos pueden joder como sementales -dijo al mercader-. Yo misma les he enseñado, y ambos son potentes como diablos. ¡En el año pasado he abortado siete veces!"

– ¡Es horrible! -exclamó Miranda-. ¡Qué mala fue al venderos como esclavos!

– Ahora pienso que nos hizo un favor -fue la sorprendente respuesta-. Nuestra aldea era pobre y nuestro padre había sido el sacerdote. Éramos los más pobres de todos. Cuando Mamá nos vendió, sabía que nos mandarían a una granja de esclavos, porque éramos demasiado mayores para que nos castraran. Por eso le dijo al mercader que nuestra semilla era muy potente. Las granjas andan siempre buscando material fresco y los esclavos de las granjas reciben un trato privilegiado.

"Paulus y yo fuimos llevados a Estambul y allí Dimitri Gregorivich nos compró a los dos. Había ido a comprar para el príncipe Cherkessky, que acababa de heredar la propiedad. Aquí hemos sido felices y tú también lo serás, te lo prometo. Es cuestión de tiempo.

– Mi historia no es como la tuya -empezó Miranda-. Tú eras un aldeano y la esclavitud ha mejorado tu vida. Cuando te trajeron no dejabas nada detrás de tí. Tus padres habían muerto los dos, tu madrastra y su hija significaban poco para ti, no tenías nada. Yo lo tenía todo.

»Soy rica por derecho propio. ¡Tengo un marido y un hijo a quienes amo, una madre, una hermana y un hogar! No pertenezco aquí.

»Tu príncipe me raptó de mi yate, en San Petersburgo, porque, al parecer, mi colorido es como el tuyo. Me han dicho que engendras hijas, y que el príncipe Cherkessky cree que una raza de hijas nuestras le haría mucho más rico. ¡Pero si me tocas, me mataré!

– Yo no soy una yegua de cría. Soy Miranda Dunham, de Wyndsong Island, esposa de Jared Dunham, lord del mismo nombre.

– ¡Pobre pajarito! -suspiró el hombre-. Ahora todo ha cambiado. Estás aquí y ésta es tu vida. No quiero verte desgraciada porque soy hombre de corazón tierno y me apena ver a una mujer triste.

Se acercó a ella.

– ¡No! -gritó Miranda, retrocediendo al fondo de la cama.

– Miranda, Miranda -la reconvino, paladeando su nombre por primera vez-. Nunca he tomado una mujer a la fuerza y te prometo que no te violaré. Confía en mí, pajarito. Sólo quiero sentarme a tu lado y cogerte la mano. Te cortejaré como solían hacer los muchachos de mi aldea con las chicas bonitas.

– Será inútil. Nunca me entregaré a ti y cuando descubran que no has hecho lo que quieren, nos forzarán. Sasha roe lo ha advertido.

– ¡Sasha! -La voz de Lucas estaba cargada de desprecio-. Es el preferido del príncipe. ¿ Qué puede saber de un hombre y una mujer? Dimitri Gregorivich sabe que cumpliré con mi deber y confía en mí juicio en estos asuntos. Llegaremos a hacer el amor. Miranda, y con la gracia de Dios concebirás mi hija, pero no debes temer que te vaya a violar. Vendrás a mí voluntariamente, pajarito.

– ¡N… no!

Lucas se sentó al borde de la cama.

– Dame la mano, pajarito. Verás que puedes confiar en mí.

– Está demasiado oscuro y no te veo.

– Pon la mano en el centro de la cama. Yo la encontraré.

Indecisa, dejó resbalar su mano por encima del colchón. Al instante, una gran mano la cubrió y ella se estremeció, amedrentada por el contacto.

– No, Miranda. No ocurre nada. No voy a hacerte daño -la tranquilizó.

Guardaron un instante de silencio y entonces Miranda oyó su respiración tranquila y pausada. Resultaba curioso estar allí sentada casi plácidamente con aquel desconocido, hablando de amor.

– Tu francés es excelente -comentó al fin, esforzándose para romper aquel extraño silencio.

El hombre rió como si comprendiera sus pensamientos y el sonido le resultó reconfortante.

– Una de mis mujeres es francesa. Llego hace más de dos años y no podíamos comunicarnos. Así que, como había sido maestra, empezó a enseñarme su idioma y yo le enseñé alguno de los dialectos rusos que conozco.

– ¿Y se adaptó a este… este modo de vida, después de haber sido libre? -preguntó Miranda.

– Sí.

– Yo no, Lucas.

– Sí lo harás, Miranda. Me has dicho que tienes un marido y un hijo. Si te amaba como tú lo amas, ¿por qué no fue en tu busca?