Miranda contuvo la risa. Así que esta mañana había sido Pieter VIadimirnovich, ¿eh? Por lo visto Marya no apreciaba a Sasha. Miranda se tomó el desayuno; luego descubrió una hilera de capas colgadas en la puerta trasera, cogió una y se lanzó al exterior. Con Sasha ocupado y todo el mundo en casa, disponía de una oportunidad de examinar las barcas de la playa. A menos que la lluvia se transformara en una auténtica tormenta, se proponía huir aquella misma noche.

Sabía que aquel día no la mandarían a la choza. La costumbre de la granja para las mujeres era dos noches de apareamiento y una de descanso. Dimitri Gregorivich se lo había contado la noche anterior. Aquel día podía descansar y se proponía aprovecharse de ello. Si la lluvia persistía era virtualmente imposible que nadie saliera y tendría la huida asegurada. Sasha estaba agradablemente entretenido con su nuevo amigo y probablemente seguiría estándolo el resto del día y de la noche. El día anterior por la tarde, cuando él y el niño estaban jugando desnudos en el mar, ella se había escabullido en su habitación para robarle un par de pantalones, una camisa y una gorra. Sasha estaba tan absorto con el muchacho que no parecía haber echado de menos las prendas.

El viento húmedo y salado tiraba de sus cabellos, agitándolos con violencia cuando llegó a la playa. El mar había subido algo más de lo normal, con alguna ola de sesenta centímetros, pero la lluvia seguía siendo mansa. Aunque racheado, el viento no era fuerte. La experiencia le decía que por la noche la tormenta amainaría. Sospechó que la lluvia cesaría. Un tiempo ideal, se dijo satisfecha.

Había cuatro barcas varadas en la arena húmeda. Las inspeccionó cuidadosamente e inmediatamente descubrió que dos de ellas no le servirían, porque eran demasiado viejas y tenían las tablas sueltas. Podían pasar para un día de pesca en la seguridad de la rada, pero no para un viaje de centenares de millas por el mar Negro. Las dos últimas barcas eran prácticamente nuevas y resultarían impermeables y seguras. Por desgracia, sólo una de ellas tenía una vela. La otra la tenía rasgada. Ésta, pues, sería su barca. La marea estaba baja, pero distinguía la línea de alta mar, que terminaba justo pasada la parte rocosa de la playa. Inclinándose, empujó la barca, pero se había varado en la arena. Durante varios minutos empujó hasta que por fín la embarcación cedió y se deslizó hacia adelante. La movió de atrás adelante varias veces a fín de borrar la huella en la arena y conseguir que la barquita se moviera con facilidad. Dios, cómo deseaba marcharse en aquel mismo instante, pero era demasiado arriesgado. Tenía que esperar. Sus peores errores los había cometido siempre por su impaciencia, y por lanzarse precipitadamente de cabeza a ciertas situaciones sin pararse antes a pensarlo bien.

De mala gana, se apartó de las barcas y se dirigió a la villa, atravesando la playa, colina arriba. ¡Esta noche! Iba a escaparse. ¡Pasaría mucho tiempo antes de que el príncipe Cherkessky se enredara de nuevo con una americana!

– ¡Oh, Jared! -exclamó en voz alta-. ¡Me voy a casa, contigo, mi amor! ¡Me voy a casa!

12

Le subieron la cena a su habitación

– Por orden de Sasha -explicó Marya con desaprobación-. Él y ese pequeño granuja, Vanya, se han hecho los dueños del comedor. Cuando el chico se enteró de que usted solía comer con Sasha montó una escena, por lo que la han desterrado hasta nueva orden.

Miranda se echó a reír.

– Prefiero mil veces comer sola antes que oír otro recital de las virtudes de Alexei Vtadimornovich. Además, ésta es mi noche de descanso, Marya. Me acostaré inmediatamente después de la cena. ¿Me creerá muy perezosa si pidiera que me dejen dormir hasta tarde, mañana? A Sasha no le importará.

– ¿Por qué no, querida? Según tengo entendido, Lucas es capaz de agotar a la mujer más fuerte. -Acarició con ternura la mejilla de Miranda-. ¡Qué buena chica es usted! Hace tiempo tuve una niña, bonita como usted, pero murió. -La voz de la anciana se apagó con tristeza un instante, pero se sobrepuso y añadió sonriendo-: Que tenga felices sueños, Miranda Tomasova. Buenas noches.

Una vez sola, Miranda saboreó despacio la excelente pechuga de pavo que le había traído Marya. ¿Quedaría algo en la cocina, algo que pudiera llevarse? Tal vez un jamón. La carne salada duraba más en el mar. ¿Pan? Claro. Fruta. Un cuchillo. Cielos, ¡claro! No podía marcharse sin un cuchillo. A lo mejor había un sedal en la barca. Se daba cuenta de que el viaje le llevaría cerca de un mes, siempre y cuando no tropezara con excesivas dificultades. ¿ Por qué no se había preocupado de buscar una caña de pescar?

Una vez terminada la cena, se tumbó en la cama. No se atrevía a salir aún. Era demasiado pronto y oía el trajín de las sirvientas, mientras que del comedor le llegaban risas excitadas. El pequeño reloj de la chimenea dio las siete, echó un sueño y despertó cerca de las once.

Ahora todo estaba en silencio excepto por el insistente tamborileo de la lluvia sobre las tejas rojas del tejado. Se levantó. Dejó el caftan y se vistió con los pantalones de Sasha. Eran de su medida. Una toalla de hilo sirvió para comprimir sus senos y encima se puso la camisa. Conservó sus zapatillas negras porque nadie vería sus pies en la barca y si acaso se veía obligada a correr no tendría que hacerlo con zapatos que no le vinieran bien. Decidió no cortarse su hermoso pelo platino y en cambio se hizo una sola trenza, que ocultó debajo de la gorra de Sasha. Estaba dispuesta.

Después de coger una funda de almohada de su habitación, salió cautelosamente de su alcoba y corrió a la cocina. Los pellejos de agua colgaban llenos y rápidamente se decidió a llenar la funda de comida.

¡El cuchillo! No debía olvidar el cuchillo. Eligió uno del montón que estaba junto a la tabla de trinchar de Marya. Después, apoderándose de una gruesa capa colgada de uno de los ganchos junto a la puerta trasera, salió silenciosamente a la noche.

Caminaba despacio, los pellejos de agua le pesaban mucho y la oscuridad la desconcertaba un poco. Paró para recordar el camino que había recorrido de día. Algo más confiada, siguió decidida adelante. No tardó en oír el rumor del mar y tuvo que contenerse para no echar a correr.

La lluvia era ahora torrencial y apenas podía ver. El viento no soplaba tal como había anticipado. Era viento de mar y soplaba a ráfagas violentas y por segunda vez le asaltó la duda de si debía marcharse con aquella tormenta. Llegó junto a la barca, dejó la bolsa de comida dentro y empezó a descargar los pellejos de agua.

– Miranda, ¿adonde vas? -preguntó Lucas con dulzura.

Estuvo en un tris de desmayarse. No podía verlo, pero no cabía duda de que estaba muy cerca. Sigilosamente, empezó a empujar la barca, que se deslizó con facilidad hacía las encrespadas olas. Sintió que el agua tiraba de la barca y saltó rápidamente dentro.

– ¡Miranda!

Enloquecida, trató de izar la vela, pero había desaparecido. Desesperadamente buscó los remos, tampoco estaban. Sabía que había remos. ¿Dónde estarían? Sollozando, trató de remar con las manos, pero los vientos la devolvían a la playa y él estaba allí, inmenso ante ella, arrastrándola a la orilla.

– ¡No!-le gritó-. ¡No! ¡No!

En su desesperación se lanzó al mar con violencia. ¡Mejor la muerte que esto! "Jared! ¡Jared'! -llamaba mentalmente-. ¡0h, amor mío, ayúdame! ¡Ayúdame!»

Lucas vio su oscura silueta erguida por un instante fugaz antes de lanzarse al agua, así que soltó la barca y se echó tras ella, agarrándola por la mojada y pesada capa para devolverla a buen recaudo. La arrastró sobre la playa. Miranda tosía, lloraba y le increpaba en una lengua que él no podía comprender. Lucas le arrancó la capa para agarrarla mejor, pero ella se debatió como loca, arañando, golpeando, mordiéndole. Durante varios minutos luchó, salvaje, contra él y Lucas se quedó asombrado de su fuerza. Pero al poco sintió que se debilitaba hasta que por fin se desplomó contra él, llorando desconsoladamente.

Lucas la llevó playa arriba hacia el refugio más próximo: la choza. Abrió la puerta empujando con el pie y la dejó encima de la cama. Miranda sollozaba amargamente. Lucas cerró la puerta y recogió leña de una cesta donde la había dejado antes. Encendió el fuego, se quitó la ropa mojada y luego la incorporó para despojarla de sus prendas empapadas. Cuidadosamente las extendió en el suelo cerca del fuego para que se secaran. Había perdido la gorra y el pelo le chorreaba. Deshizo la trenza y dejó el cabello suelto, que cayó, mojado, sobre su espalda.

Miranda se quedó desnuda, tiritando, desesperada, incapaz de dejar de llorar. Lucas la abrazó y la atrajo hacia sí. Por fin, cuando cedió su llanto, él empezó a hablarle con dulzura.

– Jamás se puede volver atrás en la vida, Miranda. Sólo podemos ir hacia delante. Te amo. Te quise desde el primer momento en que te vi, hace unas noches. No voy a permitir que te destruyas en pos de una vida que ya no te pertenece. Ahora eres mi mujer. El príncipe te entregó a mí y nunca te dejaré marchar.

– ¡No! -exclamó con voz ronca.

– ¡Sí! -fue la firme respuesta y acto seguido le levantó la cabeza para que lo mirara. Una boca ansiosa y cálida bajó sobre la suya. La besó despacio, enteramente, saboreándola, probando el regusto salado de sus labios. Besó sus párpados cerrados y temblorosos, su nariz, sus pómulos prominentes, el hoyuelo de su barbilla, y luego volvió a besarle dulcemente los labios, pero ella apartó la cabeza.

– ¡Me prometiste que no me forzarías! -gimió.

– No te estoy forzando.

– Entonces, suéltame.

– No -dijo reteniéndola.

– ¿Cómo te enteraste?

– Te observé esta mañana mientras examinabas las barcas. Luego esperé la noche. Eres muy valiente, Miranda, inteligente, llena de recursos, pero también muy tonta.

– ¿Por qué me lo has impedido? -preguntó con voz angustiada.

– Porque habrías muerto. Miranda. No podía dejarte morir.

– Si realmente me quisieras -musitó-, deberías dejarme ir.

– No. No soy tan altruista. Miranda. Un caballero tal vez se habría sacrificado, pero yo no soy más que un simple aldeano y no he podido hacerlo. -Hizo una pausa y continuó-: Cualquier hombre que pudiera ser tan noble, no te merece. Los aldeanos aprendemos a no desperdiciar nada, y eso incluye a las personas.

Dulcemente le acarició el hombro y el brazo desnudo, y Miranda se estremeció.

– ¡No! -dijo vivamente.

Lucas le respondió con una risa baja e insinuante.

– ¿Por qué no? -insistió, mientras la joven trataba de apartarse, consciente, de pronto, de que sus cuerpos desnudos estaban en contacto del pecho a la cadera, Con la mano libre le apartó la cabellera y le oprimió dulcemente primero una nalga, luego la otra. Notó sus pezones endurecidos apoyados en su propio pecho y aunque ella trataba de disimularlo, su respiración se hizo repentinamente entrecortada.

– Por favor… por favor… para -le murmuró-. ¡Me prometiste que no me forzarías! Me lo prometiste.

Lucas la tumbó en la cama.

– No te estoy forzando, Miranda. ¿No has experimentado deseo, pajarito?

– ¡Con Jared! ¡Pero yo amo a Jared!

– ¿Nunca con otros hombres que te hayan cortejado? Me parece difícil de creer.

– Nunca me ha cortejado nadie más -respondió, y él comprendió de pronto lo que no había intuido antes. Aunque se había casado y tenido un hijo, Miranda había llevado una vida muy resguardada. Ningún otro hombre, excepto su marido, la había tocado. Por ello no comprendía que un cuerpo pudiera experimentar deseo hacia otro, aun sin amor. Si se lo decía, lucharía con más fuerza porque no era el tipo de mujer que aceptara la simple lujuria. Sería mejor dejar que creyera que se estaba enamorando de él. Cuanto antes aceptara su suerte, más fácil le resultaría todo.

Lucas no había mentido al decir a Miranda que la amaba. Creía sinceramente que así era. La primera visión que tuvo de ella, tan inocentemente dormida a la luz plateada de la luna, le había llegado al corazón. Era diferente de todas sus otras mujeres… las dos gordas e imperturbables alemanas, la media docena que había nacido allí, en la granja, o la apasionada francesa, Mignon, que tenía varios años más que él. El príncipe le había regalado a Mignon porque era inteligente y el príncipe creía que concebiría hijas inteligentes.

Mujeres inteligentes, había dicho Alexei Vladimirnovich, bien situadas, podían ser de sumo valor para la madre Rusia. A Lucas le había divertido y asombrado semejante comentario. El príncipe Chernessky sólo se había dignado hablar una vez, antes. En aquella ocasión, el amo le había felicitado por la calidad de los hijos que engendraba y su índice de productividad. Él había dado cortésmente las gracias al príncipe. Fue entonces cuando Alexei Vladimirnovich le había prometido una rubia platino a juego con su propio colorido.