Había tardado cinco años en cumplir su promesa.
La rodeó con su brazo y la atrajo. Encontró sus senos y los acarició tiernamente. Miranda tembló cuando él inclinó la cabeza y le lamió primero un pezón y luego el otro. Chupó hambriento su seno derecho y ella gimió asustada. Su cuerpo se estaba enfebreciendo y se sentía confusa por las sensaciones que la asaltaban. ¡Estos sentimientos estaban mal! ¡Tenían que estar mal y no obstante empezaba a desearlo! ¡Y él no era Jared! Pero aquellos labios sobre su cuerpo eran tiernamente insistentes, dulces y de algún modo… de algún modo… oh. Dios, no entendía nada, pero tampoco quería que parara. ¡Con gran vergüenza por su parte, no quería que él parara!
– Pajarito -murmuró con su aliento caliente junto al oído-, tus pechos son como pequeños melones de verano, tiernos y dulces.
Acarició de nuevo los firmes globos y escondió la cabeza entre ellos, aspirando su aroma.
Sus manos le recorrieron todo el cuerpo y su cabeza bajó al ombligo. Miranda sabía, mientras él la besaba, que su boca ávida sólo tardaría un segundo en descubrirla. Al llegar el momento gritó desesperada, alargando las manos para asir su espesa cabellera en su afán de apartarlo, pero todo fue en vano. Su lengua hábil parecía conocer el punto exacto que despertaría su pasión y cuando creyó que no podía resistir más, aquel gran cuerpo cubrió su cuerpo ardiente. Agarró su manita esquiva y la llevó a tocar su tensa virilidad.
– Te daré mucho placer, pajarito. -Su voz profunda la calmaba-. Te daré mucho placer. -Mientras, su mano le separó dulcemente los muslos y lenta, tiernamente, la penetró.
Miranda volvió la cabeza a un lado y las lágrimas mojaron su rostro. Lucas le había prometido que no la forzaría y no lo había hecho. Ella no se había entregado por completo, pero tampoco había evitado con éxito que la tomara, porque la verdad era que no deseaba que él parara. La poseyó con fuerza, llevándola a cumbres de pasión y al mismo tiempo reteniendo, retrasando su climax. Miranda empezó a perder el poco control que le quedaba y se aferró a su espalda con dedos desesperados. Yacía jadeante, impotente bajo aquel hombretón que la amaba con tanta pericia y su risa triunfante resonó en la pequeña estancia.
– ¡Ah, pajarito, pajarito, eres una pareja a mi medida! ¡Qué hijas tan maravillosas, tan bellas, vamos a crear entre los dos!
Entonces la acometió con fuerza, profundamente, una y otra vez, y otra más que la llevó al climax con un grito salvaje, rabioso, y su potente semen la inundó. Los labios de Lucas trazaron una senda de fuego en su garganta y le murmuró palabras de amor en francés y en otra lengua que ella no entendió. Al volver, flotando, a la Tierra, pensó impresionada en que aún no había visto su rostro. Una vez probado su cuerpo, Lucas se volvió insaciable. En total la tomó cinco veces aquella noche y ella casi ni se dio cuenta de la última, tan agotada estaba.
Volvió a despertarse en su alcoba. No sólo la había devuelto sana y salva, sino que había encontrado tiempo para vestir su cuerpo magullado por el amor con una túnica de suave gasa. Permaneció tumbada contemplando silenciosamente el despertar del día. Ya no le quedaban lágrimas. Ya no le quedaba nada. Su cuerpo la había traicionado de un modo que jamás hubiera creído posible.
Una vez Jared le había dicho que tenía aún muchas cosas que aprender acerca del amor y le había prometido enseñárselas. Pero no se las había enseñado todas. No había tenido tiempo. La había abandonado por su misión. Y ahora la creía muerta. Pero no estaba muerta. Al contrario, era propiedad de otro hombre, y la noche anterior, ese hombre le había enseñado que la pasión y el amor no iban necesariamente unidos. Era una lección agridulce, una lección que jamás olvidaría.
Aunque Lucas había impedido que huyera la noche anterior, no cejaría. Su vida como esposa de Jared Dunham parecía terminada. Ahora no la querría, porque ¿qué hombre respetable querría tenerla? pero estaba su hijo, el pequeño Toni, y también Wyndsong. Lo peor ya quedaba atrás, y ya no estaba tan asustada o desesperada. Sentía una extraña placidez.
Más tarde, en la cocina, preguntó a la vieja Marya dónde vivían los hombres. Se proponía satisfacer su curiosidad. No podía seguir haciendo el amor con un desconocido sin rostro. La vieja gorjeó encantada al comentar:
– Así que quieres estar con tu amante, Mirushka. Bien, no es ningún mal, cariño, y aquí no está prohibido, sino que lo alientan. Voy a decirte dónde está la vivienda de los hombres, y si no te importa podrás hacerme un recado. Mis dos hermanas cuidan de los hombres y les he prometido algo de la mermelada de ciruelas que yo hago. Iba a mandar a Marfa, pero puedes ir tú si quieres.
– Iré yo -respondió Miranda y poco después se puso en camino.
Ahora comprendía por qué Lucas la había visto el día anterior junto a las barcas. La residencia de los hombres se erguía en la cima de una colína, cerca de la costa. Al ir acercándose se dio cuenta de que se sentía casi feliz. Era un magnífico día de septiembre, tibio y soleado, y sólo un asomo de brisa agitaba su caftán de color azul persa y despeinaba sus cabellos.
Había seis jarras de loza en la cesta que llevaba y empezó a tararear una melodía mientras avanzaba. Rió para sí, ¡se trataba de Yankee Doodle! Lucas se sorprendería al verla. Volvió a preguntarse qué aspecto tendría. ¿Sería guapo? ¿Tendría los rasgos finos o los de un vulgar campesino? ¿Modificaría en algo sus propios sentimientos?
Sencillamente, aún no se lo había planteado. Tenía la impresión de que debía sentir algo por el hombre que le hacía el amor, pero también se dio cuenta de que su experiencia no le ofrecía respuestas. Estaba aprendiendo aún, y no parecía saber gran cosa.
Allí, frente a ella, se alzaba la vivienda de los hombres: un edificio de madera, de una sola planta, blanqueado. Fuera había vanos jóvenes atractivos jugando con una pelota. Se ruborizó al descubrir que sólo llevaban taparrabos. Le recordaron una pintura de un grupo de atletas de la antigua Grecia, que Amanda tenía en su casa de Londres. ¡Todos ellos eran rubios y de ojos claros!
Cuando la vieron empezaron a bailar a su alrededor, haciendo con los labios ruido de besos y gestos procaces. Uno consiguió darle un beso fugaz en la mejilla. Girando sobre sus pies, Miranda lo abofeteó con fuerza ante la algazara de los demás. Se alegró de no comprender lo que los jóvenes decían, porque se hubiera sentido más avergonzada de lo que ya estaba. Mirando recto al frente, anduvo decidida hacia el edificio mientras ellos continuaban riéndose,
– ¡Christos, qué belleza!
– ¿Quién es?
– Con este colorido tiene que ser la nueva mujer de Lucas.
– ¡Qué tío con suerte! ¡Cielos, me estoy excitando sólo con mirarla! ¿Cómo se las arregla Lucas para conseguir siempre la mejor pieza?
– Probablemente, porque hace su trabajo mejor que todos nosotros. ¡Diablo con suerte!
– ¿Crees que la compartiría?
– ¿Lo harías tú?
– Claro que no.
Miranda entró en el edificio. Estaba segura de que ninguno de los que estaban fuera era Lucas. Una vez dentro de la cocina tropezó con un hombre corpulento. Lo observó con el corazón desbocado, preguntándose si el hombre de la barba dorada era Paulus, el hermano de Lucas.
Éste le levantó la cara, la contempló atrevido y le acarició la cabellera rubia.
– Como siempre -observó rudamente-, mi hermanito ha tenido una suerte increíble.
Miranda no comprendió lo que decía, pero tampoco le gustaba la expresión de su mirada. Rápidamente, las manos de Paulus le recorrieron el cuerpo para detenerse un instante en su pecho. Furiosa, se apartó y cruzó la habitación donde dos mujeres estaban ocupadas en desenvainar guisantes. Se dirigió a las dos mujeres en su excelente francés.
– He traído la mermelada de ciruelas de parte de Marya.
– Gracias, hija. ¿Quiere sentarse y tomarse una taza de té con nosotras?
– No, gracias -respondió, sintiéndose tonta y fuera de lugar.
– Por favor, dé las gracias a nuestra hermana.
– Asi lo haré. -Miranda salió prácticamente corriendo de la cocina y del edificio. Los jóvenes no la molestaron esta vez, así que cruzó rápidamente el patio y se dirigió corriendo a la playa.
La brisa ligera le rozó las mejillas. ¡Qué tonta había sido yendo allí! En realidad no le interesaba el aspecto que tenía. No le importaba lo más mínimo y probablemente era mejor no saberlo. Soportaría sus atenciones todo el tiempo que fuera necesario antes de poder escapar.
– ¡Miranda! -De pronto estaba detrás de ella.
Empezó a correr, pero Lucas la alcanzó con facilidad y la atrajo hacia sí.
– No -murmuró.
– Si quieres ver cómo soy no tienes más que volverte, pajarito.
– ¿Cómo has sabido que estaba aquí?
– Mi hermano vino y me despertó. Te admira mucho, pero, claro, siempre quiere lo que yo tengo. -La besó en el cuello, mordiéndola dulcemente-. Nunca tendré bastante de ti, pajarito. Ahora te llevo en la sangre.
Miranda se liberó de un tirón, se alejó un paso de él y, de repente, dio media vuelta. Se le quebró el aliento y sus ojos verde mar se abrieron desmesuradamente, asombrados. Ante ella estaba el ser humano más hermoso que hubiera visto en toda su vida. Su rostro ovalado era clásico, con pómulos altos y prominentes, la frente alta y despejada, la barbilla cuadrada, fírme, con un hoyuelo como el de Miranda. La nariz era larga, fina y recta. Los centelleantes ojos azul turquesa estaban ampliamente separados y bordeados de pestañas espesas y oscuras. La boca era generosa sin el inconveniente de unos labios gruesos. Su cabello rubio era corto y rizado, y su gran cuerpo estaba perfectamente proporcionado. Miranda no pudo evitar pensar cómo le sentaría la elegante ropa londinense. Las mujeres suplicarían sus atenciones. Estaba magnífico, medio desnudo ame ella, con el sol iluminándole el pecho bronceado, los muslos y los brazos.
– Eres hermoso -le dijo al fín, encontrando la voz.
Lucas dejó escapar su risa profunda al preguntarle:
– Entonces, ¿no estás decepcionada, pajarito?
– No -contestó, despacio-. Estoy asombrada de que alguien pueda ser tan… perfecto de cara y cuerpo. No obstante, tal vez voy a decepcionarte si te digo que no me hubiera importado que fueras feo.
– ¿Por qué no? -preguntó, desconcertado.
– Porque en la choza oscura, cuando yo estaba asustada, tú fuiste paciente y bueno conmigo. Te preocupaste más por mis sentimientos que por tus deseos.
– Cualquier hombre… -empezó, pero ella lo interrumpió.
– No. Otro hombre me habría violado. Tu hermano me hubiera tomado al instante para satisfacer su lujuria. Tú, Lucas, eres especial.
– Y sin más palabras dio la vuelta y echó a correr por la playa en dirección a la villa.
Lucas no la siguió. Permaneció en la playa, contemplando cómo subía corriendo la colina.
Debería tener cuidado y no enamorarse de ella. Pero bueno, ya estaba enamorado, se dijo Lucas melancólico. Su truco había consistido siempre en hacer que sus mujeres se sintieran amadas, porque una mujer amada es una criatura feliz. Pero ahora…
Esperaba poder ayudarla a adaptarse a su nueva vida. Por primera vez en varios años se preguntó cómo sería vivir como un hombre corriente. Qué maravilla tener una casa propia, donde Miranda viviría a su lado y tendrían hijos, hijos que educarían juntos. Entonces, Lucas se rió de sí mismo. Recordó los días gloriosos de su libertad, días de amarga pobreza, siempre hambriento. En la estación lluviosa del invierno pasaban frío porque nunca había suficiente leña. Como esclavo del príncipe Cherkessky tenía una vivienda abrigada y todas sus necesidades cubiertas. Era mejor así. No quería compartir a Miranda con nadie, ni siquiera con su hija. Se preguntó cómo soportaba el marido de Miranda compartirla con su hijo.
En aquel momento, Jared no sentía nada. Borracho e inconsciente, tres angustiados servidores y el capitán Ephraim Snow lo devolvían a Swynford Hall. Al oír el ruido del coche en la avenida, Amanda, lady Swynford, salió precipitadamente a recibir a su hermana y su cuñado Jared. En cambio se encontró sumida de pronto en una pesadilla. Contempló cómo bajaban a Jared del coche y frunció la nariz asqueada cuando Martin y Mitchum lo trasladaron, ¡porque simplemente apestaba! ¡Whisky! ¡Apestaba a whisky!
Perky bajó del vehículo sollozando, con su carita enrojecida e hinchada por las lágrimas. En cuanto vio a Amanda empezó a gemir:
– ¡Oh, milady! ¡0h! ¡Oh!
– ¿Dónde está Miranda? -preguntó Amanda con el corazón en un puño-. ¿Dónde está mi hermana, Perkins?
– ¡Se ha ido, milady! -sollozó-. ¡Se ha ido!
Amanda se desmayó. Cuando la reanimaron gracias a sales aromáticas y a una pluma agitada debajo de la nariz, tanto Adrián como Jonathan estaban a su lado. Con dulzura le contaron lo que les había dicho el capitán Snow y les escuchó sin tener en cuenta que las lágrimas mojaban su pequeño rostro. Cuando hubieron terminado y un silencio pesado llenó el aire, Amanda lloró en brazos de su marido sin encontrar consuelo. Por fin, pasado cierto tiempo, dijo:
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