– No está muerta. ¡Mi hermana no está muerta!

– Amor mío -suplicó Adrián-. Sé lo doloroso que es todo esto para ti, pero no debes engañarte. ¡No debes hacerlo!

– Oh, Adrián, ¿acaso no lo entiendes? Si Miranda estuviera realmente muerta, yo lo sabría. ¡Lo sabría! ¡Las gemelas no son como las otras hermanas, Adrián. Si Miranda hubiera muerto realmente, yo lo notaría, y no siento nada.

– Ha sufrido una conmoción -dijo Jonathan.

– Ni hablar.

– Con el tiempo lo aceptará -continuó Jonathan.

– ¡No me pasa nada! -repitió Amanda, pero no le hicieron el menor caso. En cambio le trajeron té, en el que echaron láudano para que se durmiera.

Al día siguiente, Amanda despertó con un fuerte dolor de cabeza y la convicción, aún más intensa, de que su hermana gemela no había muerto. De nuevo trató de explicárselo a Adrián, pero él sólo se mostró desesperado y pidió que fueran a buscar a su madre a su residencia para que razonara con Amanda, porque la veía ya al borde de la locura.

– No estoy loca -aseguró Amanda cuando habló con Ágata Swynford.

– Ya lo sé, hija mía -fue la respuesta.

– Entonces, ¿por qué no me escucha Adrián?

– Amanda -dijo su suegra, sonriendo-, sabes tan bien como yo que, aunque Adrián es muy bueno, carece de imaginación. Para mi hijo el mundo tiene que ser blanco o negro, carne o pescado. No puede aceptar nada intermedio. Para él la evidencia de que Miranda está muerta es inamovible, por consiguiente, está muerta.

– ¡No!

– ¿Por qué sientes con tanta fuerza que Miranda sigue con vida?

– Le expliqué a Adrían que las gemelas somos distintas, pero no consigo que lo comprenda. Miranda y yo no nos parecemos, tenemos caracteres muy distintos, sin embargo hay algo entre nosotras, una especie de sexto sentido, que hemos compartido siempre. No sabría ponerte nombre, pero Miranda y yo hemos podido comunicarnos sin palabras. Si hubiera abandonado este mundo, yo lo sabría, porque lo percibiría. Y no siento nada.

– ¿Es posible, hija mía -observó la buena mujer-, que no percibas la desaparición de este sentimiento entre tú y Miranda porque no deseas darte cuenta? La muerte es una puerta cerrada, imposible de volver a abrir. Me doy cuenta de lo unidas que estabais.

– Miranda no está muerta -repitió Amanda con firmeza.


– Entonces, ¿dónde diablos está? -preguntó Jonathan furioso, seis semanas después, al ver que Amanda persistía en su convencimiento-. Mi hermano lleva ya un mes borracho y si hay alguna probabilidad de que reaccione, deberá enfrentarse a la realidad. ¡Miranda está muerta! ¡No permitiré quedes falsas esperanzas a Jared!

– El capitán Snow no llegó a ver el cuerpo -gritó la dulce Amanda a Jonathan-. El oficial ruso dijo solamente que tenía el cadáver de una mujer rubia. Miranda no es realmente rubia, y cuando tiene el cabello mojado se ve más plateado aún.

– ¿Y qué me dices del anillo? ¿Del traje?

– Alguien pudo haber vestido a otra mujer con las ropas de Miranda. ¿Cómo podemos saber que había un cadáver?

– Santo Dios, Amanda, ¿estás loca? Haces que parezca un complot. Miranda fue la victima desgraciada de un robo.

– Un robo cometido por alguien que llegó en un coche con el escudo del embajador británico. ¿No te parece raro todo esto, Jon? Incluso el capitán Snow tiene sus dudas.

– Está bien, no puedo explicar lo del coche, pero en cualquier caso, una cosa es segura: ¡Miranda Dunham está muerta!

– ¡No! -Amanda jamás se había sentido tan frustrada o tan furiosa en toda su vida. ¿Acaso no comprendían?-. No, Jon, mi hermana no está muerta. Digas lo que digas, ¡no está muerta!

Se volvió de espaldas a él para que no viera las lágrimas que llenaban sus ojos azules. Dio un salto, sobresaltada, al notar dos manos fuertes que le sujetaron los hombros y le hicieron dar la vuelta.

– Miranda está muerta, gatita -dijo Jared Dunham. Estaba sin afeitar, envejecido, con los ojos hundidos. Pero estaba sobrio-. He pasado más de un mes huyendo de la verdad, Amanda. Estoy seguro de que casi he vaciado las bodegas de Adrián. Pero a la larga no puedo seguir escapando. Mi esposa está muerta. Mi hermosa fierecilla ha desaparecido y parte de la culpa es mía.

– Jared… -dijeron a un tiempo Jonathan y Amanda.

– No -les respondió con una triste sonrisa-. Hay otra verdad con la que debo enfrentarme. No supe valorar a mi mujer. De haberlo hecho, hubiera rechazado la propuesta del señor Adams y lord Palmerston. En cambio, monté egoístamente en mi noble corcel y galopé orgulloso para ayudar a enderezar los entuertos del mundo. Antes que nada me debía a Miranda. Le fallé en dicho deber, pero no voy a fallarle en la magnífica herencia que me ha dejado: nuestro hijo. Me lo llevo a mi casa de Londres, donde esperaremos a que termine la guerra. No creo poder enfrentarme con Windsong, aún no.

Amanda se quedó profundamente preocupada al oírlo.

– Por favor, por favor, deja al pequeño Tom aquí en Swynford con nosotros, Jared. Al menos durante un tiempo. El aire de la ciudad es muy nocivo para los niños. Sé que Miranda estaría de acuerdo. Vete a Londres si lo consideras necesario y llora a mi hermana en privado, pero deja al pequeño Tom con nosotros.

– Lloraré a Miranda el resto de mi vida -declaró Jared con tristeza, pero no volvió a sugerir que fuera a llevarse al joven heredero Dunham a Londres.

Jonathan Dunham y Anne Bowen, quienes se habían conocido en apariencia un par de meses atrás, anunciaron que se habían fugado para casarse. Amanda pensó que tal vez debieran preparar un baile para comunicar la feliz nueva, pero Adrián no quiso ni oír hablar de ello. Estaban todos de luto por Miranda. Según la historia que hicieron circular para explicar su muerte. Miranda había desaparecido de su yate durante una tormenta. La sociedad lo comentó entusiasmada. Los Dunham y los Swynford les habían proporcionado suficiente material para cotillear durante el aburrido lapso entre temporadas.

¡Qué afortunada había sido la señora Bowen pescando al yanqui! Era guapo y además muy rico… y ella con dos niños… pero, claro, también se decía que él tenía tres. Luego había también la deliciosa coincidencia de que las primeras esposas de los dos hermanos Dunham habían muerto en accidentes en el mar. Lo mejor de todo era que el elegante e inquieto lord Dunham volvería, a no tardar, al mercado del matrimonio. Había anunciado que no guardaría más de un año de luto por su bella esposa. Pasados tres meses volvería a reaparecer en sociedad.


Aunque la temporada no empezaba oficialmente hasta entrado el año nuevo, Jared Dunham marchó a Londres a primeros de diciembre. No deseaba encontrarse en Swynford el día de San Nicolás. Se cumplirían dos años de casados, y en aquella triste velada se sentó solo en su estudio, delante del fuego, sorbiendo un buen coñac francés de contrabando. En sus manos apretaba una pequeña miniatura de Miranda, pintada por Thomas Lawrence, el mejor retratista de Inglaterra.

El famoso artista había pintado un cuadro maravilloso de Miranda y Amanda, cuando volvieron a Inglaterra para la boda de Mandy. Jared había encargado el retrato para su suegra y ella lo había llevado consigo al regresar a América. Dorothea se había extasiado ante el regalo. Amanda aparecía vestida de rosa pálido sentada en una butaca Chippendale y Miranda iba vestida de azul oscuro, de píe detrás de su gemela. Sonreía a su hermana, cuya cabeza estaba medio de perfil y ligeramente erguida para contemplar a Miranda.

Lawrence había captado perfectamente a las dos jovencitas. Amanda era deliciosa con su belleza rubia de ojos azules, sólo con un leve rasgo acerado en las comisuras de su boquita de rosa. Miranda era un espíritu invicto con una expresión orgullosa y retadora en sus ojos verde mar. Jared había decidido también que el artista pintara, en miniatura, las cabezas de ambas hermanas. Luego las colocó en un marco de plata, ovalado, decorado con uvas y pámpanos en relieve. Regaló a Adrían la miniatura de Amanda el día de su boda. La de Miranda se la había quedado y se la llevó consigo a San Petersburgo. Dios Santo, ¡cuántas veces había tenido la miniatura entre sus manos en el pasado invierno! ¡Cuántas veces había contemplado su rostro como lo hacía ahora! Su cara en forma de corazón, dulce y obsesiva, con su boca generosa, la barbilla decidida con su hoyuelo, sus ojos verde mar.

¡Miranda! ¡Miranda! Llevaban dos años casados y en todo aquel tiempo sólo había estado con ella siete meses. ¡Dios! ¡Debía de estar loco!

Dos años atrás, en este mismo día, se habían casado. Dos años atrás, esta noche, se le había enfrentado asustada y retadora al otro lado de su cama. Recordaba cómo se había cubierto el pecho con la colcha, después él la había tomado entre sus brazos, besándola, y pronto el mundo estalló en pasión. Y ahora estaba muerta y era por su culpa, por haberla dejado tanto tiempo sola.

Su amor por él había sido obviamente superior al suyo, hecho que lo asombraba. Miranda había sido paciente hasta el extremo de tener a su hijo sola, y cuando ya por fin no pudo más, había salido en su busca. En el primer impacto de su muerte la había maldecido y enviado al infierno por no saber quedarse en Inglaterra, pero ¿qué esperaba? Era su fierecilla, ronroneando en un momento y arañándolo al siguiente.

De pronto, abrumado por la rabia y el dolor, Jared lanzó su copa de coñac al fuego, donde se deshizo en mil destellos, y el líquido ardió azulado por un instante. El rostro de Jared estaba mojado por las lágrimas.

– ¡Oh, fierecilla! -exclamó en el silencio de la estancia-. ¿Por qué me fuiste arrebatada? -Por primera vez en su vida, Jared Dunham parecía un niño perdido.


Si la reputación de Jared Dunham en su época de soltero había sido tranquila, ya no era así en los días de su viudez. Sin Miranda se transformó, como había predicho Amanda, en un peligro para sí mismo. Su encuentro con el alcohol después de la muerte de Miranda le había enseñado que la bebida no ayuda a olvidar y además provoca dolor de cabeza. Tenía que encontrar algo que le aliviara aquella terrible congoja.

Su cuadra aumentó hasta rebosar y empezó a frecuentar las subastas de caballos en Tattersall. Compró lo que se le antojaba, tranquilizando su conciencia diciéndose que se llevaría aquellas adquisiciones a Wyndsong, para añadir sangre nueva a la raza de la isla. Algunos de sus caballos eran de carreras y no tardó en encontrar un buen entrenador y dos jockeys. Hizo carreras con su faetón con otros jóvenes, en el camino de Brighton, pero la diversión desapareció cuando descubrió que ningún caballo podía vencer a los suyos.

Jugar le resultaba aburrido por la misma razón. Jared Dunham jamás parecía perder, ya se tratara de cartas o de apuestas de boxeo en el gimnasio de Gentleman Jackson, o algo tan simple como qué gota de lluvia llegaría antes a la parte baja del cristal de la ventana. La ironía le divertía: Tenía suerte en todo, excepto en el amor.

No obstante, Jared no dejó a las damas de lado. Por el contrario, su apetito parecía insaciable. Entre las bellezas que aceptaban la protección de un caballero se extendió rápidamente el rumor de que Jared era un amante excepcional, un amante generoso, pero un amante de corta duración. Ninguna mujer parecía ser capaz de retenerle más de unas pocas semanas.

Las mujeres casadas de su clase lo contemplaban con interés. Las mamas ambiciosas se aseguraban de que se fijara en sus lozanas y nubiles hijas. Miranda Dunham había muerto y el atractivo lord Dunham necesitaba una esposa que lo llevara por el buen camino. ¿Por qué no su Charlotte? ¿O Emily? ¿O Drusilla?

La mayoría de las adolescentes estaban aterrorizados por el alto, moreno y sombrío lord Dunham. Parecía estar siempre ceñudo y muchas pensaban si no se burlaría de ellas con sus labios finos torcidos en una sonrisa sarcástica. ¡Éste no era el trato a que estaban acostumbradas!

Sin embargo, una de las incomparables de la temporada no se arrugó ante Jared Dunham. Lady Relinda de Winter era la ahijada de la duquesa de Northampton. Menuda, de tez blanca y sonrosada, rizos negros y ojos azul oscuro. Belinda daba la impresión de pureza, inocencia y bondad. Nada más lejos de la verdad. Hija de un barón venido a menos, Belinda de Winter no se detendría ante nada por conseguir lo que quería. Y quería a Jared Dunham.

Belinda había ido a Londres invitada por su madrina, que había sido la mejor amiga de su difunta madre. El marido de tía Sophia, el duque de Northampton, tenía tres hijas propias que colocar y no le había hecho la menor gracia tener que presentar a una cuarta muchacha. Aunque era uno de los hombres más ricos de Inglaterra, no era persona a quien le gustara gastarse el dinero en la hija de otra persona.

Belinda, más perspicaz de lo que sugería su corta edad, había notado su reticencia. Pero necesitaba desesperadamente una temporada en Londres.